Al final del Año Internacional
Al término del Año Internacional de la Tolerancia es aventurado decir si ha mejorado el clima de la convivencia humana. Pero sin duda el año ha servido para reflexionar más sobre el modo de concebir la tolerancia. Así lo hace Carlos Llano Cifuentes, catedrático de la Universidad Panamericana (México), en este artículo donde se pregunta si la tolerancia puede coexistir con convicciones firmes y despeja algunos equívocos. Este texto selecciona parte de un ensayo más amplio publicado en la revista Istmo (México, nº 220, octubre 1995).
En la recta intelección de la tolerancia se parte de un supuesto histórico equivocado: que la intolerancia aparece en la historia del hombre cuando una doctrina religiosa -el cristianismo, y aun el catolicismo- pretende sostener una verdad absoluta ás: trascendente y sobrenatural-, y la tolerancia nace cuando el moderno racionalismo de la Ilustración defiende los fueros de la libertad religiosa, precisamente en el momento (1753) en que François-Marie Arouet, conocido como Voltaire, pone en circulación su Tratado sobre la tolerancia.
Hay en esto no uno, sino varios equívocos. Por un lado, el notable fenómeno de los mártires pone de manifiesto que el cristianismo, lejos de introducir la intolerancia en la sociedad de su tiempo, la padece, con un padecimiento que no ha sido fácilmente igualado, ni siquiera tal vez en las masacres soviéticas y nazis. Pero, sobre todo, se ignora que el concepto de tolerancia fue definido de manera que hasta ahora no ha podido superarse por un fraile ¡dominico y medieval! Dice Tomás de Aquino que «en el régimen humano la autoridad tolera con acierto algunos males para no impedir algunos bienes o para que no se incurra en males peores» (1) y apela para ello a una afirmación hecha por San Agustín ocho siglos antes, que tiene aún vigencia: «Si proscribes a las meretrices de la sociedad humana, perturbarás las pasiones libidinosas de toda la sociedad».(…)
Discernir el bien y el mal
El mérito de la definición de tolerancia de Aquino consiste en hacer compatibles dos instancias que en este momento se encuentran en contradicción: la inequívoca existencia y oposición entre el bien y el mal; y al mismo tiempo la inexcusable tolerancia que en determinadas coyunturas debe tenerse con quien hace el mal. El mal se tolera y padece, y el bien se defiende y difunde. Para ello es necesaria la convicción de que el bien y el mal existen y son discernibles.
Ambas realidades -difusión del bien y tolerancia del mal- se complementan autolimitándose: la defensa y difusión del bien tiene su límite en la autonomía de la persona, que debe también defenderse, como un bien que es: por ello no puede coaccionarse para que la persona acepte contra su conciencia el bien que defiendo y difundo, y -en salvaguarda de esa autonomía de su dignidad- tolero y padezco que él defienda y difunda el mal. Siempre que a su vez la defensa y difusión del mal, que tolera mi tolerancia, no perturbe la autonomía que yo, igualmente, poseo para difundir y defender el bien.
Esto puede aún sostenerse hoy día. Robert Spae-mann dijo recientemente que la tolerancia es «el único modo de hacer consonantes los bienes comunes de una sociedad y los derechos inalienables del individuo». (…)
Autorización y permiso
La definición de tolerancia dada por Tomás de Aquino incluye sobriamente el verbo permittere, permitir (…). Pero la tolerancia, contemporáneamente entendida, no distingue entre cometer, autorizar y permitir. No se trata ya de que los males se cometan al amparo de la tolerancia, pues una ley elemental de la ética humana, que aún rige al menos teóricamente en todas las civilizaciones, nos impide obrar el mal para conseguir bienes o evitar males (ley que se expresa sucintamente, como todos saben, diciendo que el fin -bueno – no justifica los medios -malos-). Pero tampoco se trata de autorizar que se hagan males, sino sólo de permitirlos.
Es importantísimo entender -porque ahí se encuentra la vértebra del conflicto- que tolerar el mal no significa que el mal se convierta entonces, por magia de la tolerancia, en algo bueno. Sigue siendo malo, y por eso sólo se tolera o permite. Autorizar, en su sentido más extremo, significa dar autoridad a alguien para que haga algo. Y permitir, también en su sentido límite, tiene el sentido de no castigar. Podrán darse circunstancias en que la frontera entre el autorizar y el permitir pueda llegar a hacerse muy sutil, pero el discernimiento será más fácil si se mantienen vivos en la conciencia del hombre los significados extremos del dar autoridad, por el lado de autorizar, y no castigar, del otro lado. (…)
Limitaciones del relativismo
El concepto moderno de tolerancia parece basarse en el indiferentismo o el relativismo: esto es, en la convicción de que no hay bienes absolutos, que deban defenderse por encima de todo, ni verdades objetivas, en las que no me esté permitido ceder. La tolerancia fincada en el relativismo es herencia indudable de Voltaire, para el que es absurda la pretensión de quien juzga que posee la verdad. El relativismo es, en fin de cuentas, un subjetivismo. De modo y manera que la verdad y el bien lo son sólo en la medida de la relación que yo guarde con ellos; es decir, en el grado en que yo considere aquello como bueno o como malo, como verdadero o como erróneo. (…)
Pero incluso quienes no aceptan verdades absolutas sino sólo reglas de discusión o procedimientos que deben respetarse en cada caso, están aceptando una larga lista de cosas necesarias para vivir en sociedad: «Aceptan -dice Rafael Termes- que todos los seres que intervienen en la búsqueda del consenso son seres racionales y personas dignas; aceptan que todos admitirán los límites que impone la convivencia; aceptan que cualquier persona, por el hecho de serlo, está inclinada a respetar las decisiones justas, etcétera».
Octavio Paz, en su penúltima obra, Itinerarios, admite, con exceso de bonhomía respecto del relativismo, que «nos ha dado muchas cosas buenas y la mejor entre ellas ha sido la tolerancia, el reconocimiento del otro» (8). Esta inicial actitud positiva no le impide presentar al relativismo como una felix culpa que nos ha traído venturosamente la tolerancia, pero que arrastra una cola de males inocultables.
Estamos, pues, así, de nuevo, frente a la tolerancia tomista (que brota de la consideración del bien y del mal, de lo verdadero y lo falso) y la tolerancia volteria-na (que nace del relativismo universal: todo es relativo, y por ello debemos tolerarnos -excepto al intolerante-). Para Paz, en efecto, el relativismo universal es contradictorio: «ningún relativismo puede ser universal sin dejar de ser relativismo» (9), pues al menos sería verdad absoluta que todo es relativo. Por esto mismo decía Ortega que el relativismo es una doctrina suicida. Y sigue Paz: «Me doy cuenta que el relativismo -aparte de su intrínseca debilidad filosófica- es una forma atenuada y en cierto modo hipócrita del nihilismo. Es un nihilismo que no se atreve a decir que lo es». (…).
El relativismo que impera hoy es intolerante con el que admite verdades absolutas que den sentido a su existencia. Se le obliga culturalmente a ser banalmente nihilista; y, en caso de no serlo, se le denomina precisamente intolerante, dogmático, fundamentalista, (…).
Sin coacción
Octavio Paz, por laberintos diversos, desemboca finalmente en un concepto de tolerancia que, como el de Aquino, no sólo no prescinde, sino que se apoya en el discernimiento del bien y del mal: «Arriesgo una hipótesis: tal vez una de las causas de la progresiva degradación de las sociedades democráticas ha sido el tránsito de valores fundados en un absoluto, es decir, en una metahistoria, al relativismo contemporáneo» (2). Pero, entre líneas, puede verse que la vigencia de ese absoluto metahistórico no es incompatible ni con la democracia ni con la tolerancia. Estas no requieren que todo sea relativo, sino que lo absoluto, aun siéndolo, no se imponga por medio de la fuerza: «La tolerancia implica que, al menos en la esfera pública, nuestras convicciones religiosas y morales no sean obligatorias para todos, sino solamente para aquellos que las comparten con nosotros» (3).
Esta hipótesis arriesgada por Paz es, en cambio, una tesis definitiva del Concilio Vaticano II: que los hombres «actúen según su propio criterio y hagan uso de su libertad responsable, no movidos por coacción, sino guiados por la conciencia del deber» (4)
No obstante, la presencia del nihilismo escala niveles de enorme trascendencia pública: en México, en nombre de la tolerancia se prohíbe en la escuela estatal la enseñanza de toda religión. ¿Qué tolerancia es esa? Basándose en el principio válido y admitido de que no debe imponerse una religión determinada, se impone el mandato de no enseñar ninguna. ¿No nos mostraría la tolerancia múltiples caminos y sistemas para evitar tanto la imposición de una religión como la proscripción de todas? (…)
El sambenito del fundamentalismo
Hoy a quien sostiene convicciones firmes, que considera como verdades absolutas, se le llama intolerante y fundamentalista. No cabe duda de que el fundamentalismo implica intolerancia. Pero, ¿es intolerancia la firmeza de convicciones? (…) El fundamentalista, sí, sostiene convicciones determinadas y no acepta negociar con ellas: a lo que nada debe objetarse, puesto que hay convicciones no negociables. Pero lo que define al fundamentalismo no es sólo la tenencia de una convicción firme: se caracteriza por su inflexibilidad estática. En sentido contrario, el cristianismo se ha señalado a lo largo de la historia por su dinámica interna: no pretende que el mundo sea como es, aunque llegara -como llegó- a hacerse cristiano, sino mantenerlo cristiano en su continuo devenir otro distinto (Étienne Gilson). Finalmente, el fundamentalista mantiene una actitud que le lleva a imponer sus convicciones a los demás, incluso haciendo uso de la fuerza física. (…)
Ante el lamentable deterioro de los adictos al nihilismo banal (sólo el placer y el consumo tienen sentido), el fundamentalista opta por un retorno, pero retorno a un sistema totalitario de la peor catadura, no por ser materialista y económico, sino ideológico y expansionista, con expansionismos de guerra santa.
El nihilismo banal, que es la forma contemporánea del relativismo, confunde la tolerancia con la indiferencia, la tolerancia con la igualdad. La sociedad liberal tiende a decolorar los méritos de la tolerancia. El derecho a la tolerancia se va transformando en derecho a la igualdad axiológica. (…) Pero una cosa es que se tolere la postura individual del drogadicto, del libertino, del alcohólico y del gay, por fuerza de la dignidad de toda persona, y otra cosa es que sus comportamientos se erijan en encarnación de valores generalizables en el conjunto social. No han de confundirse los conceptos de pluralismo y tolerancia con la indefinición ética.
Tolerancia e intransigencia
Puy Muñoz nos hace ver cómo en el entramado social debe darse cabida al hecho de que la verdad es una y excluyente (esto es, excluye la verdad de la proposición opuesta), y por eso frente a los derechos de la verdad ha de valer el principio de intransigencia. Pero, al mismo tiempo, se ha de aceptar que la estimación cognoscitiva humana, por la naturaleza misma limitada del hombre, es varia y parcial. Ante este hecho, ha de valer el principio de tolerancia, precisamente por la variedad y parcialidad de las estimaciones humanas.
De acuerdo con el principio de tolerancia, a cualquiera le está permitido difundir lo que considera verdadero. Por ello mismo, el principio de intransigencia no capacita a imponer la verdad, aun cuando fuera absoluta.
La interrelación de ambos principios (hay verdades absolutas, aunque nuestra estimación pueda ser parcial) no tolera el error a costa de la verdad, porque todo ser humano se encuentra moral e internamente obligado a llegar a la verdad absoluta, aunque se le tolere socialmente que no lo logre. De esta manera se margina el gran peligro de la tolerancia: que gracias a ella lo malo se tome por bueno y por verdadero lo erróneo.
La tolerancia se hace necesaria en virtud de la dignidad de la persona, pero también por causa de la falibilidad de ésta. Si el hombre no pudiera equivocarse práctica o teóricamente, no requeriría de la tolerancia. (…)
En aquellos casos en que, para una determinada persona, su error es invencible, la persona que está en el error no será inculpada, pero el error sigue siendo error, por mucho que disculpemos de él a la persona. En la moral católica la tolerancia se encuentra íntimamente conexa con la conciencia moral errónea invencible: aunque debamos exculpar al que yerra involuntariamente, no podemos dar por verdadera su equivocación. El que se lleva del estacionamiento un automóvil ajeno creyendo que es el propio, no será moralmente culpable, pero no por eso hay un cambio real en la propiedad del automóvil.
La tolerancia no mina los fundamentos de la verdad, sino que se limita a hacer posible la convivencia. (…)
Concesiones nobilísimas
Pensamos que Josemaría Escrivá de Balaguer, gracias en buena parte a la extraordinaria difusión de su libro Camino, ha introducido de manera generalizada en la cultura del cristiano actual, de un modo asequible y práctico, el convencimiento de que la verdad y la caridad no son contrarios que deban conciliarse, sino absolutos vitales que el cristianismo hace fácilmente compatibles y armónicos. Por eso puede afirmarse, con él, que la caridad nos lleva a concesiones nobilísimas y la verdad a intransigencias nobilísimas también (5). La intransigencia, en efecto, deriva de la persuasión de la verdad del propio ideal, en el que ni por amistad se puede ceder, como tampoco por amistad se concedería que dos más dos son cinco (6).
Pero esta intransigencia no es intemperancia (7) y ser intransigente no es lo mismo que ser cerril (8), porque se debe, sí, ser intransigente en la doctrina y en la conducta, pero blando en la forma (9).
La caridad, además, nos lleva a un atractivo rejuego de transigencia e intransigencia: transigencia para las miserias ajenas e intransigencia para las propias (10).
¿No estamos aquí hablando del reverso, en el cristiano, de lo que es el anverso en el relativismo? En éste, siendo todas las opiniones equivalentes, defiendo las mías y tolero las ajenas; pero aquí se nos insta a ser tolerante con las miserias ajenas, al tiempo que intolerante con las propias. (…)
Los frutos del diálogo
El respeto es condición imprescindible para que exista el diálogo, y el diálogo es, a su vez, condicio sine qua non para que se puedan sostener inteligentemente opiniones diversas. (…) Si en el ámbito teórico científico se requiere sobre todo el rigor de la lógica, en la atmósfera de lo opinable la lógica se ve suplida por el consejo, por la concurrencia de pareceres. Dado que la opinión es una verdad vista desde una determinada perspectiva, con el temor al peso de una perspectiva opuesta, el diálogo se ostenta como necesario para conocer estas otras perspectivas que se consideran de fuerza inferior o no se atendieron, o no se advirtieron.
El diálogo, en este terreno, no corresponde sólo a lo que hoy se llama intercambio de opiniones. Lo más válido de él es la comunicación de los fundamentos racionales de cada una de las opiniones en juego.
Esta comunicación puede no proporcionarnos certeza (la finalidad del diálogo no se reduce a ello), ni siquiera la convergencia unánime, que tampoco es el ob-jetivo del diálogo, válido incluso en el caso de disensión; pero sí puede dar lugar a tres fenómenos que deben subrayarse: el cambio de opinión, el conocimiento de los fundamentos en que se basan otras opiniones diversas de la mía, y la advertencia del valor o falta de mérito de las razones en que mi opinión se basa, contrastada con las de otros. En concreto, una inteligencia no se encuentra bien formada mientras no adquiera la capacidad de cambiar de opinión. (…)
El respeto nos impulsa a entender las razones por las que nuestro interlocutor afirma lo contrario. Respeto es comprensión, no asentimiento; es la situación privilegiada que nos permite relacionarnos, en el sentido más amplio del verbo, con quien piensa de distinto modo del nuestro -e incluso con quien está patentemente en el error, y entonces el respeto adquiere la modalidad de tolerancia-, no por obsequio de lo que piensa, sino de su persona, que siempre es merecedora de todo el respeto, a título de persona. Ha de discernirse bien, por tanto, entre el respeto con las personas por un lado y por otro la admisión de que todo puede ser verdadero, bastando sólo que haya alguien que lo proponga, independientemente de las razones en que se apoye.
Carlos Llano Cifuentes_________________________(1) Suma Teológica, II-IIae, 10, 12.(2) Octavio Paz, Itinerarios, Seix Barral, México (1994), p. 124.(3) Ibid.(4) Concilio Vaticano II, declaración sobre la libertad religiosa Dignitatis humanae, n. 1.(5) Cfr. Josemaría Escrivá de Balaguer, Camino, n. 369.(6) Cfr. ibid, n. 395.(7) Cfr. ibid, n. 396.(8) Cfr. ibid, n. 397.(9) Cfr. ibid.(10) Cfr. ibid, n. 198.