Mark Lilla siempre se ha definido como liberal-progresista y se ha mostrado cercano a las tesis del partido demócrata, pero no es un radical y ha estado constantemente expuesto al debate de ideas. Ya sea mediante sus artículos en prensa –colabora habitualmente en el New York Times y en The New York Review of Books–, o a través de sus libros, a lo largo de los últimos años se ha ido consolidando como un referente intelectual tanto en el escenario político americano como en el europeo.
Por otro lado, este insigne profesor de la Universidad de Columbia ha sabido combinar con maestría el periodismo culto, con textos de cierta altura intelectual, alejados del oportunismo y de la vehemencia, y con un tipo de ensayo, ni demasiado académico, ni demasiado divulgativo, que ha cautivado al ciudadano de la costa Este, posmoderno y de izquierdas.
O, por lo menos, lo había cautivado hasta el momento, porque a raíz de su última obra, El regreso liberal, en la que critica con dureza el programa identitario de los demócratas, se ha convertido, según The Guardian, en el pensadores liberal con más enemigos dentro de la propia izquierda.
Comprometido con la justicia social
Es cierto que la obra de Lilla no proporciona munición de uso inmediato para la contienda ideológica y que ni su estilo ni sus inquietudes congenian bien con la virulencia del enfrentamiento partidista. Además, siempre ha destacado por su apertura y cercanía con autores y corrientes de pensamiento que se encuentran en sus antípodas.
Lilla ha tenido tanto la perspicacia para ver que el rédito electoral de lo políticamente correcto se ha agotado, como la valentía para decirlo públicamente
Así, por ejemplo, estuvo muy próximo a Daniel Bell y a Irving Kristol y trabajó durante un tiempo como editor en The Public Interest, el buque insignia del conservadurismo americano. Pero quien dude del compromiso de Lilla con la justicia social debe desconocer su trayectoria. De hecho, abandonó su puesto en la publicación en 1984, cuando se percató de que los neoconservadores extremaban su crítica a la Gran Sociedad, insistían en los recortes sociales y empezaban a apostar por una política exterior más agresiva.
En este sentido, se puede decir que ha sido otra vez su compromiso con los valores de la izquierda clásica lo que, de algún modo, le ha vuelto a apartar, en esta ocasión, de la política de la identidad que monopoliza el discurso de la izquierda y que, a su juicio, ha adulterado el mensaje del liberalismo.
Una mirada clásica
En cualquier caso, y a pesar de sus inclinaciones políticas, Lilla ha dedicado su carrera a glosar profusamente la vida y obra de un elenco de pensadores, en su mayor parte antimodernos, que resultan decisivos para entender la complejidad de la política, pero que han sido injustamente marginados, como él mismo se ha encargado de denunciar.
Desde sus primeras obras, Lilla decidió apostar por la filosofía política clásica, es decir, por ese enfoque que plantea las grandes cuestiones de la convivencia política –la justicia, el poder, la libertad…– y acude a la historia como fuente inagotable de la experiencia, distanciándose así de la corriente positivista, obsesionada con acomodar la reflexión social a la metodología de las ciencias naturales. A Lilla no le falta razón al afirmar que podemos lograr una comprensión más atinada de nuestro presente leyendo a Vico, estudiando el esoterismo de Leo Strauss y reflexionando sobre teología política que analizando estadísticas o comparando sistemas electorales.
Para Lilla, el proyecto moderno y su programa político constituyen logros excepcionales, pero sumamente frágiles e inestables
No es extraño que, por todo ello, haya cosechado una importante reputación como erudito, ni que haya encauzado su interés por la historia de las ideas hacia la ruptura representada por la Modernidad. Tampoco lo es que su apuesta por el “liberalismo postidentitario” tenga su origen en esos intereses en apariencia puramente teóricos.
Para Lilla, la democracia se ha convertido en un dogma sagrado, y el discurso político, centrado en los derechos, ha olvidado que el ciudadano tiene también obligaciones indeclinables. De ese modo, han aumentado hasta cotas tan insospechadas nuestras expectativas políticas que necesitamos “algo más que tolerancia y derechos humanos” para no perder de vista cuáles son los auténticos problemas de nuestras democracias: la debilidad de la clase media, la erosión de la comunidad y la familia, el eclipse de los partidos, la indiferencia hacia el bien público, etc.
Un proyecto frágil y acosado
Si hay alguna enseñanza común a todos los ensayos de este pensador, es que el proyecto moderno y su programa político constituyen logros excepcionales. Pero recuerda que son sumamente frágiles, inestables, y que se hallan por doquier sitiados. Son tanto su familiaridad con la ancha tradición antimoderna, que abarca a conservadores, reaccionarios y tradicionalistas, como su sagacidad para detectar las amenazas a las libertades cívicas, lo que entibia el entusiasmo de Lilla por el estado actual de la democracia y lo convierte en un personaje incómodo para el liberalismo ingenuo.
Hay que decir, sin embargo, que su escepticismo no disminuye su compromiso con los valores modernos: solo le lleva a descreer del triunfalismo superficial. De acuerdo con su lectura, la Modernidad ha sido un acontecimiento insólito porque ha institucionalizado por primera vez en la historia una forma de legitimidad política sin recurrir a la religión. Hoy, afirma en El Dios que no nació, nos hemos acostumbrado al poder secularizado, y eso nos impide atisbar la amenaza fundamentalista, que sigue ahí, y puede dilapidar lo conquistado. El peligro no proviene solo del islamismo radical o del resurgimiento de mesianismos irracionales, que Lilla constata tanto a la derecha como a la izquierda del espectro político; nace de la complacencia en la que vive instalado Occidente, de su indolencia, que ha terminado debilitando su resistencia frente al totalitarismo.
Jerusalén y Atenas
La tesis del pensador americano podría resumirse de la siguiente manera: a pesar de que parece que Dios ha desaparecido del horizonte político y cultural, su sombra aún se cierne desafiante sobre nosotros. Suscribe así una interpretación de la Modernidad típicamente liberal y progresista, lo que le impide, de un lado, señalar explícitamente las contradicciones y límites del proyecto moderno y, de otro, reconocer su coincidencia con las tesis de algunos de los conservadores que con tanta diligencia ha estudiado.
El compromiso de Lilla con los valores de la izquierda clásica le ha apartado de la política de la identidad que monopoliza el discurso de la izquierda
Así, no es del todo exacto que toda etapa anterior a la modernidad recurriera a la religión para legitimarse. Y es evidente que en muchos casos la referencia a Dios limitaba el poder político. Asimismo, si todavía la teología política sigue concitando esperanzas, como supone Lilla, es porque el vacío que ha dejado la desaparición de Dios en el horizonte cultural y político sus sucedáneos mundanos no han podido colmarlo.
Quizá Lilla no se mostraría tan tajante, pero la atención que ha prestado a todos estos problemas –y a la sacralización de la democracia o la pervivencia de las religiones políticas, entre otros–, sugiere que la Modernidad no ha logrado zanjar la disputa entre teología y filosofía política, y que la tensión entre Jerusalén y Atenas resulta tan inevitable como enriquecedora.
La fascinación por el despotismo
“Esta es la paradoja del discurso político de Occidente desde la II Guerra Mundial –escribe Lilla en una de sus obras–: mientras más nos sensibilizamos ante los horrores de las tiranías totalitarias, menos sensibles somos respecto a la tiranía en sus formas más moderadas”. De su interés por esclarecer los engranajes psicológicos y el recóndito itinerario de la pasión política, que condujo a muchos filósofos al despotismo, nació uno de sus textos más aclamados, Pensadores temerarios.
El ensayo, publicado dos días antes de los atentados contra las Torres Gemelas, no es ni ajuste de cuentas ni acusación; tampoco un mero ejercicio de erudición histórica o cultural. Lilla diagnostica el trastorno que aqueja al intelectual, la “seducción de Siracusa”, y el delirio político que le arrastra al radicalismo autoritario, con el fin de enseñarnos que la tentación de la tiranía no está muerte y recordarnos, en beneficio de nuestra salud política, su permanente acechanza.
El filotirano, un pensador que ha abdicado de la racionalidad, no es patrimonio exclusivo de la derecha. Tampoco se adscribe a un flanco político determinado la figura del reaccionario, al que Lilla dedica su penúltimo libro, La mente naufragada. En él diferencia entre la política de la nostalgia, que parte de un origen utópico y que percibe el devenir de la historia desde una perspectiva apocalíptica, en espera de una redención siempre pospuesta, y la política de la esperanza, realista pero empeñada en mejorar en lo posible la suerte de los ciudadanos.
No se puede negar que ha sido meritorio el trabajo de Lilla: ha conseguido acercar la vida y obra de un conjunto de pensadores injustamente olvidados. En algunos casos le ha faltado profundidad al interpretar sus aportaciones; en otros, no ha conseguido diferenciar claramente las familias ideológicas. Y se le puede achacar que siempre concede poco a quienes no piensan como él. Pero no ha dudado en subrayar incluso en esos casos la grandeza intelectual de los pensadores con los que dialoga.
¿Auténtico liberalismo o estrategia de supervivencia?
Pero, entre la política de la nostalgia y la de la esperanza, ¿por cuál se decide el liberalismo? Según Lilla, no hay duda de que hoy la esperanza está del lado liberal. No, ciertamente, de ese liberalismo posmoderno, que a su juicio está agotándose con su insistencia en la identidad y que por ello mismo ha perdido la oportunidad de convertirse en una alternativa viable a la oferta populista. Ese discurso, explica en El regreso liberal, ha servido únicamente para estrechar el apoyo popular del partido demócrata y alejar a la élite de su base social.
El pensador americano no duda de los beneficios que han deparado las luchas por la igualdad, y lo adecuado de resarcir a quienes han sido discriminados en algún momento de la historia. Celebra, pues, las batallas que ha ganado la estrategia identitaria, pero cree que han reducido la política a la mera gestión de las diferencias. Esto ha llevado a centrar el discurso liberal en el individuo y en lo distintivo, por encima de lo colectivo y común.
Para recuperar el poder, señala, es necesario articular un proyecto inclusivo y crear vínculos entre los ciudadanos; insistir, en definitiva, más en lo que une que en lo que separa. De alguna manera, ese liberalismo “postidentitario” que defiende viene a enriquecer la ideología liberal con los valores del republicanismo.
Se esté o no de acuerdo con él, Lilla ha tenido tanto la perspicacia para ver que el rédito electoral de lo políticamente correcto se ha agotado, como la valentía para decirlo públicamente. Merece la pena tener en cuenta sus opiniones porque escasean los intelectuales que insisten en reconstruir la dimensión comunitaria de la democracia. Su diagnóstico, además, es válido también para la izquierda europea.