Una historia algo incompleta
En un año que pretende celebrar y fomentar la tolerancia, es oportuno remontarse a sus orígenes históricos. El surgimiento de la idea y de la práctica de la tolerancia respondió a la necesidad de apaciguar conflictos religiosos, mezclados con intereses políticos, en la Europa posterior a la Reforma protestante. Este es el fenómeno que analiza Henry Kamen, historiador británico especializado en los siglos XVI y XVII, en el libro Nacimiento y desarrollo de la tolerancia en la Europa Moderna (1), cuya edición original es de 1967.
Para su propósito, Kamen entiende la tolerancia como «la concesión de libertad a quienes disienten en materia de religión». Se trata de una definición incompleta, o válida para el periodo que él estudia. Más en general, tolerancia es la permisión de un comportamiento con el que no se está de acuerdo. Así, no sólo hay tolerancia religiosa: hay también tolerancia política, social, artística. Todavía se puede matizar más y decir que tolerancia es la permisión de un comportamiento con el que no se está de acuerdo, cuando existen medios para impedirlo.
Tolerancia, incredulidad
Pero Kamen no entra en discusiones conceptuales. Su esquema es muy sencillo: al principio, el cristianismo pide, para él, tolerancia; después del siglo IV, se vuelve intolerante hacia otras religiones y eso dura, con sus más y sus menos, hasta el siglo XVI, con el inicio de la Reforma protestante. El enfrentamiento de confesiones -con sus intolerancias- hace ver la necesidad de la tolerancia, y hay espíritus inteligentes y buenos que trabajan a favor de ella durante esos dos siglos, hasta que empieza a instaurarse en el siglo XVIII.
Un resumen tan breve no hace justicia a la idea de Kamen, pero tampoco es una grave deformación. Los matices se refieren a cuestiones de detalle y a particularidades geográficas.
Un modo definitivo de introducir la tolerancia religiosa es anular la religión; ser tolerante a base de ser incrédulo. Para Kamen, con razón, el racionalismo del siglo XVIII, cuando defendía la tolerancia, no era debido «a que se la considerara esencial para la religión, sino al convencimiento de que la religión no era esencial». Y añade: «Este tipo de tolerancia, basada en último término en la incredulidad, no tiene interés inmediato para nosotros».
Sin embargo, Kamen hace de esa idea el hilo conductor de esta historia, al elogiar indiscriminadamente a los anabaptistas que «pusieron los cimientos de la libertad religiosa al rechazar la doctrina tradicional del bautismo y por su enfoque espiritual de la religión».
Kamen parece que entiende la religión no como una adhesión del hombre a una revelación divina, sino como una creación del hombre. Sometida la religión a esa reducción, no hay la menor duda de que la tolerancia -toda religión vale lo que cualquier otra- ha de ser la regla.
Esto explica, entre otras cosas, que Kamen no distinga entre el dar con la verdad y la imposición de la verdad. Cita acertadamente la antigua frase de Tertuliano según la cual «no es propio de la religión obligar a la religión», pero no extrae las consecuencias más fecundas de ella. El tener la verdad -en el caso de la religión porque se cree a Dios y en Dios- no habilita para imponer la verdad coactivamente. Más bien todo lo contrario: si el acto de fe es libre, la tolerancia es la regla, pero no por simple conveniencia social sino desde la raíz de la misma religión.
Creer, convencer
A nadie se hace agravio cuando el hombre mantiene con firmeza sus profundas convicciones. Pero, ¿qué sucede con el que mantiene con la misma firmeza otro credo que, según el primero, está equivocado? Sobre esto, los Padres de la Iglesia elaboraron una famosa distinción entre el error y el que yerra. No hay dificultad alguna en rechazar el error y tratar con la mayor cordialidad al que yerra. Es más: precisamente porque la verdad es la verdad y se acepta libremente, el errante ha de ser persuadido, convencido; nunca vencido.
Ya se sabe que la historia, con bastante frecuencia, no siguió esos derroteros. El error no tiene derechos, se decía; por tanto, tampoco el errante. Y como el error es malo, hay posibilidad de utilizar la fuerza para reducir al errante al verdadero camino. Todo esto no fue algo peculiar del catolicismo, como Kamen ve bien, sino que fue algo corriente en casi todas partes, culturas, confesiones hasta bien entrado nuestro tiempo. Y aún en nuestro tiempo hemos conocido una intolerancia política, racial, económica como pocas veces se ha dado en la historia.
Intolerancias de distintos signos
El libro de Kamen tiene, entre otros, el acierto de no reducir, como suele ser corriente, la intolerancia religiosa al comportamiento de los católicos. Está bien documentada la intolerancia de Lutero, Calvino, Zwinglio, Enrique VIII. En concreto, la intolerancia de Lutero contra los campesinos, lo que produce decenas de miles de víctimas, queda en la historia como algo que no debe ser nunca imitado. Asimismo, recuerda Kamen, «la tolerancia no fue un rasgo distintivo de la Iglesia anglicana. La población católica, cuyo número era aún considerable al comenzar el reinado [de Isabel I], se vio sometida a las leyes penales, que se intensificaron e hicieron más feroces a medida que transcurría éste y aumentaba la amenaza de la católica España».
Inexplicablemente, los fieles de la religión católica desconocen por lo general el número y la calidad de las víctimas de la intolerancia entre diversas confesiones protestantes. El caso más famoso es el de Miguel Servet, quemado por Calvino, pero hay decenas de cabecillas que recibieron la misma suerte. Hay que decir, para ser justos, que ése era el trato normal que se daba en la época a los delitos, y el de opinión era considerado como el más grave. En esto coincidían Lutero, Calvino, Enrique VIII y Carlos V o Felipe II. Ha sido explicado muchas veces, pero no es inútil recordar que una época en la que todo el mundo se sentía y confesaba cristiano -con influencia en casi todas las manifestaciones de la vida- la herejía (o lo que se suponía tal) era un crimen de lesa sociedad contraria a los mismos cimientos de la convivencia.
Pioneros católicos
Kamen aporta con claridad datos y noticias muy poco conocidos y que sorprenderán a más de uno. Por ejemplo, que fueron los católicos los primeros que lucharon directamente a favor de la tolerancia. El punto es importante. Así, al referirse al emperador Maximiliano en la segunda mitad del XVI: «Fue un príncipe católico el que la puso en vigor, del mismo modo que por lo general serían los gobernantes y los países católicos los primeros en establecer la tolerancia civil». Y más adelante: «El caso de estos dos países de predominio católico [Francia y Polonia], los primeros que establecieron la tolerancia legal en Europa, es un fenómeno de importancia».
Incluso para el caso de España, donde la mayoría de los historiadores, para estos siglos, cargan las tintas hasta extremos ridículos, Kamen introduce matices: «No es difícil acumular datos complementarios de oposición [en España] a las persecuciones de judíos, musulmanes y conversos. Lejos de haber estado dominada por una ideología represiva en este sentido, España estuvo constantemente atormentada por controversias entre los que favorecían la política de sangre y los que estimaban que se debían tener en cuenta otros métodos de convencimiento. En un asunto tan importante como la persecución de la brujería, casi todos los pensadores españoles demostraron su repugnancia a la política de sangre».
No se trata de simples coincidencias, sino de una línea de sensibilidad que reaparece en la historia. Aunque en algunas épocas hayan dominado los partidarios de una política de sangre, los que defendían la tolerancia no desaparecieron nunca y de hecho fueron pioneros. «La primera colonia del Nuevo Mundo, y en realidad de la historia del mundo cristiano, que se estableció de acuerdo con los principios de plena libertad religiosa, fue la que fundó en Maryland el católico George Calvert, lord Baltimore». Lord Baltimore, en efecto, fundó Maryland para que los católicos ingleses -desde 1632- pudieran tener en América un sitio donde vivir y profesar su fe. Pero ya en la primera expedición, de los 220 emigrantes 128 eran protestantes.
Política y religión
Sorprende en el libro de Kamen que, junto a matices que son habitualmente la mejor prueba de una buena labor histórica, haya juicios teóricos basados casi en la completa inconsistencia. Así, por ejemplo, trata a San Agustín -del que se ve que habla de oídas- con una injusticia manifiesta. Se ceba en una frase agustiniana -pero la idea es común a la tradición religiosa, no sólo cristiana- que queda aislada de todo contexto: «¿Hay peor muerte para el alma que la libertad de errar?». Decir que esto «sentó un precedente que reforzó la práctica represiva llevada a cabo por la Iglesia medieval» es una formidable simplificación, entre otras razones porque el medievo es muy largo y, en algunos siglos, se dio una tolerancia entre judíos, cristianos y musulmanes como pocas veces se ha visto en la historia. La frase de San Agustín tiene un sentido espiritual: si el hombre, con libertad, elige el mal, ese mal es como una muerte para él.
Prueba de que ni San Agustín ni ningún otro autor puede ser tratado con tanta ligereza es el hecho de que, más adelante, Kamen afirme que un teólogo luterano del XVII, Pedro Meiderlin, hizo buenos fundamentos ecuménicos «elaborando la famosa fórmula, derivada, en último término, de una frase de San Agustín: in necessariis unitas, in non necessariis libertas, in omnibus caritas». No es que esté basado en San Agustín; es que es literalmente del obispo de Hipona, que, con esa mentalidad, mal podría ser partidario de dar al pecado -muerte del alma- una trascendencia de apoyo a una política represiva.
Para bien o para mal -probablemente, para mal-, política y religión estuvieron indisolublemente unidos durante la mayor parte de la historia de Occidente; y fuera de Occidente no ocurría otra cosa.
De ahí se sigue que las posturas que se mantenían como separadas de la ortodoxia -las heréticas- iban con frecuencia dirigidas a la conquista del poder. Lutero lo vio, una vez más, con toda claridad cuando lo primero que hizo fue asegurarse el apoyo de algunos príncipes alemanes que, de ese modo, mantenían distancias respecto al emperador Carlos V. No tenía nada de extraño que, en este clima, la represión política -que parecía imprescindible para mantener la unidad del poder- se vistiera de los ropajes, más nobles, de la defensa religiosa. El mismo Enrique VIII, antes del cisma, tenía como título valiosísimo el de Defensor fidei que le concedió el Papa.
Y el Vaticano II
Al final de la historia, Kamen afirma que «el ejemplo de los países católicos parece demostrar que una ortodoxia estricta es incompatible con la libertad religiosa». Conclusión apresurada y contradictoria, porque en las primeras páginas describe nada menos que tres siglos de cristianismo como una propuesta de fe en libertad. En cualquier caso, según Kamen, «las enseñanzas del Papa Juan XXIII y las resoluciones del Concilio Vaticano II constituyen toda una revolución, sobre todo porque el reconocimiento de la tolerancia universal no estuvo acompañada por ningún tipo de repudio del dogma». En efecto: desde el principio, el cristianismo se presenta como la religión de la libertad y para la libertad, en el sentido de que el acto de fe o es libre o no es acto de fe.
La historia dio luego muchas vueltas -y en algunos vericuetos se llegó a prácticas que avergüenzan-, pero teológicamente nunca ha estado cerrado el camino de la tolerancia, es decir, la distinción entre creyente e intolerante, entre error y el que yerra.
Quedándonos en el ámbito de la historia, podría recordarse que desde hace ya dos siglos lo raro es que se dé intolerancia en países de religión católica, mientras que la intolerancia se difunde en países de otras religiones o en países gobernados por ideologías ateas. ¿Por qué será que todavía se habla más de la Inquisición, desaparecida hace ya mucho tiempo, que de las actuales persecuciones?
Rafael Gómez PérezAño de cultivo de la toleranciaA propósito de la proclamación de 1995 como Año Internacional de la Tolerancia, Rafael Navarro-Valls, catedrático de la Universidad Complutense, reúne y valora algunas ideas que aclaran ese concepto en El Mundo (Madrid, 31-XII-94).
El problema de crear una verdadera cultura de la tolerancia es fijar los límites de lo intolerable. De ahí que el proyecto de declaración [presentado a las Naciones Unidas para su aprobación] no se pierda en el escepticismo del «todo vale». Al contrario, basa la tolerancia en «la necesidad que tienen los seres humanos de convicciones, ideales y normas». Umberto Eco desde Le Monde insistía en que «para ser tolerante hay que fijar los límites de lo intolerable». Y Norberto Bobbio alertaba sobre el «exceso de tolerancia -en su acepción negativa- que sufren nuestras sociedades democráticas, en el sentido de dejar correr, de no escandalizarse ni indignarse nunca por nada». Para Bobbio la verdadera tolerancia es «la firmeza de principios, que se opone a la indebida exclusión de lo diferente».
Así pues, el desafío del Año Internacional de la Tolerancia será el esfuerzo por equilibrar los derechos de la verdad con los de la conciencia individual. La desaprobación de una tesis no puede llevar a su aplastamiento y persecución, «pero no todo es posible en todas partes». Claude Sahel, que ha postulado una vigorosa defensa de la tolerancia, acierta cuando distingue la tolerancia de la indiferencia. (…) De ahí que el director general de la UNESCO, en el informe que acompaña al proyecto, advierta que «la tolerancia no es una actitud de simple neutralidad o indiferencia, sino una posición resuelta que cobra sentido cuando se la contrapone a su límite, que es lo intolerable». (…)
Me parece que John Neuhaus pone el dedo en la llaga cuando desde el Wall Street Journal sugiere la apertura de un amplio debate sobre la verdad, que haga posible fundamentar la libertad y la dignidad humanas. De otro modo, pueden tener razón los que opinan en Oriente que la idea de la existencia de derechos humanos universales refleja «el imperialismo cultural de Occidente». Si la causa de la libertad se separa de la referencia a la verdad, concluye, los derechos humanos no son más que una imposición ideológica de Occidente. La democracia, privada de la referencia a la verdad, queda indefensa ante sus enemigos. Esto explica que el Consejo de Europa, en su reciente recomendación 1.202 sobre la tolerancia en una sociedad democrática, proclame «el conocimiento profundo de la propia religión o de los propios principios éticos como una condición preliminar para la verdadera tolerancia», que puede al tiempo servir de defensa contra la indiferencia y los prejuicios.
La tolerancia no puede convertirse en un sucedáneo de la mutua indiferencia. Ni, como irónicamente se ha observado, en «una variante de las listas de espera»: hable usted, diga lo que quiera, que luego me toca a mí; es decir, la eliminación de todo debate serio y su sustitución por «los monólogos en compañía». La tolerancia ha sido la semilla de donde ha surgido la libertad. Merece el homenaje de ser acompañada con un serio empeño de búsqueda de la verdad.
_________________________(1) Henry Kamen. Nacimiento y desarrollo de la tolerancia en la Europa moderna. Alianza. Madrid (1987). 250 págs. 525 ptas. (t.o.: The Rise of Toleration).