Manifestación contra Lukashenko en Minsk, el 16 de agosto (CC: Homoatrox)
La revuelta contra Lukashenko puede anunciar, según se ha dicho estos días, la próxima caída de la “última dictadura” o “el último régimen comunista” de Europa. Contra este movimiento democrático se alza, sin embargo, la realidad geopolítica. Bielorrusia depende de Rusia, y Putin solo dejaría caer a Lukashenko si el recambio garantizase que siga siendo así.
Las elecciones presidenciales en Bielorrusia del pasado 9 de agosto sorprendieron no por el resultado. Aleksandr Lukashenko fue nuevamente elegido, tal y como viene sucediendo casi rutinariamente desde 1994, pero lo que nadie podía esperar que miles de manifestantes se lanzaran a la calle para denunciar un fraude electoral.
Todo apuntaba a que los candidatos alternativos quedarían pronto marginados por un Lukashenko que domina los medios de comunicación y los resortes del poder. Pero una mujer de 38 años, Svetlana Tijanóvskaya, profesora de inglés, madre de dos hijos y candidata de último minuto porque su marido Serguéi Tijanosvski había sido encarcelado tras ver rechazada su candidatura, consiguió en convertirse en un símbolo del deseo de cambio para sustituir lo que suele llamarse “la última dictadura de Europa”, quizás porque recuerda, en sus formas y símbolos, al viejo régimen comunista.
Mujeres protagonistas
El espectáculo de una oposición lanzada de inmediato a las calles, con un protagonismo destacado de mujeres como María Kolésnikova, activista y profesora de música, o la Nobel de Literatura Svetlana Alexiévich, desató los nervios del presidente bielorruso, que llegó a retratarse con un fusil de asalto y un chaleco antibalas, en la pose de defensor de la patria frente a la supuesta invasión o injerencia de potencias extranjeras. Lukashenko pretende desviar la atención de los acontecimientos poniendo el acento en una supuesta amenaza exterior, con el cierre de las fronteras con Lituania y Polonia, al tiempo que tienen lugar maniobras antiterroristas bajo el significativo nombre de “Fraternidad eslava”, con la participación de unos 1.500 soldados y más de un centenar de equipos militares de Bielorrusia y Rusia. Además, se han reforzado los controles fronterizos con la vecina Ucrania.
Las protestas piden la anulación de las elecciones, algo que Lukasehnko no está dispuesto a hacer, y no se dejará impresionar por las posturas de la UE, cuyo Parlamento ha aprobado una resolución en la que no le reconoce como presidente electo. Pese a todo, Lukashenko está actuando cautelosamente, en espera de que el tiempo juegue a su favor. Reprimir huelgas y manifestaciones a sangre y fuego puede tener el efecto contrario al deseado, pues es imposible garantizar por completo la lealtad de las fuerzas de seguridad. La táctica del presidente es que el paso del tiempo y la geopolítica hagan su trabajo.
La baza más importante de Lukashenko es el apoyo de la Rusia de Putin
Tal y como es habitual en nuestra época, todo se reduce a una cuestión de imagen. Hay que presentar la imagen de una oposición dividida, alentada por potencias occidentales que se arrogan el derecho de injerencia en un país soberano, y ofrecer en contrapartida los testimonios de una mayoría de funcionarios, pensionistas y trabajadores “independientes” que se muestran satisfechos con las políticas sociales de Lukashenko. Tal y como decía una de estas personas, la libertad existe solo donde hay trabajo, argumento aplicable a Bielorrusia, donde su presidente juega a la vez el papel de padre de la nación independiente y de nostálgico del sovietismo. Pero su baza más importante es, desde luego, el apoyo de la Rusia de Putin.
El aliado incómodo de Putin
Lo cierto es que Vladímir Putin no ha tenido nunca un aliado cómodo en el presidente bielorruso. Existe una importante relación política: el Estado de la Unión de Rusia y Bielorrusia, formada en 1996 a propuesta del propio Lukashenko, que no deja de ser una entidad supranacional de vínculos un tanto laxos, aunque Rusia tenga un papel determinante en muchas materias, sobre todo la economía. Pese a todo, la revuelta en curso podría servir de estímulo para acelerar unos acuerdos que profundicen en la unión. Una reciente entrevista entre Putin y Lukashenko se ha traducido en un crédito de 1.500 millones de dólares para Minsk, lo que acentúa su dependencia, muy acusada además en el tema energético, pues Bielorrusia necesita del petróleo y el gas natural de su vecino.
Todo esto contrasta con las declaraciones de Lukashenko a principios de agosto, en las que denunciaba que el Kremlin estaba enviando mercenarios para desestabilizar su país. En las complejas relaciones entre Bielorrusia y Rusia, Lukashenko ha tratado en la medida de lo posible marcar ciertas distancias para no aparecer como alguien que pone en peligro la soberanía de su patria. Sin embargo, dada la situación actual, Lukashenko se aferra a Rusia como su tabla de salvación. Más allá de simpatías o antipatías, Putin no puede dejar caer a Lukashenko, pues eso sentaría el precedente de que un jefe de Estado del antiguo espacio soviético, y aliado de Moscú, pueda ser derrocado por movimientos de protesta callejeros. Basta recordar la contundente respuesta rusa cuando en 2014 fue destituido su aliado, el presidente ucraniano Víktor Yanukóvich: la anexión de Crimea y un conflicto que hace de Ucrania un estado fallido en la práctica.
Menos nacionalista que Ucrania
Bielorrusia no es, desde luego Ucrania, donde el sentimiento nacionalista tiene una mayor tradición, aunque sea más destacado en la zona occidental del país y tenga innegables rasgos antirrusos. El pasado de Bielorrusia tiene mucho más que ver con el de Polonia. Precisamente el territorio bielorruso fue uno de los focos del levantamiento polaco contra la Rusia zarista de 1863, y Moscú siempre tuvo la percepción de que era un espacio demasiado “polonizado”. Entonces era mayoritariamente campesino y poco urbanizado, sin la existencia de establecimientos de enseñanza superior.
Bielorrusia seguirá siendo prorrusa aunque gane la oposición, sostiene Dmytro Kuleba, ministro de Asuntos Exteriores de Ucrania
El nacionalismo solo surgió allí a finales del siglo XIX y alentó una efímera independencia en 1918-19, poco después de la revolución rusa, si bien la propaganda bolchevique presentó a la nueva república como un Estado satélite de la Alemania imperial. Precisamente la derrota alemana en la Primera Guerra Mundial facilitó la ocupación de Bielorrusia por los soviéticos. En las manifestaciones contra Lukashenko pudieron verse banderas de color rojo y blanco, vigentes durante la breve república, aunque el actual régimen sigue utilizando la enseña roja y verde, propia de la época soviética.
En la órbita rusa
Una interpretación extendida acerca de la rebelión popular contra el presidente bielorruso es que la sociedad civil finalmente se ha movilizado contra un régimen neocomunista. A este respecto, el filósofo francés Bernard Henri Lévy ha comparado a Tijanóvskaya, la líder opositora, ahora en el exilio, con Havel o Wałęsa. Por lo demás, las escenas de la calle servirían para recordar las revoluciones pacíficas de 1989 que dieron al traste con la mayoría de los regímenes comunistas en Europa.
Es un deseo bienintencionado, mas no tiene en cuenta que han pasado treinta años y que la geopolítica, con sus inevitables zonas de influencia, tiene un mayor peso en la realidad que las aspiraciones a la democracia. Se dijo algo parecido en 2014 de las manifestaciones contra Yanukóvich en Ucrania, que precipitaron su huida, aunque no dejó de ser una ilusión porque enseguida afloró la profunda fractura de la sociedad ucraniana, escindida entre nacionalistas y prorrusos.
Putin solo podría abandonar al incómodo Lukashenko si su eventual sucesor optara decididamente por mantener la relación estratégica especial con Rusia. La opinión del ministro de Asuntos Exteriores de Ucrania, Dmytro Kuleba, es tajante al respecto: Bielorrusia seguirá siendo prorrusa aunque gane la oposición. Es una cuestión meramente geopolítica: Bielorrusia pertenece a la zona de influencia de Moscú. Es su patio trasero, al igual que Ucrania, Moldavia y las repúblicas caucásicas. Es cierto que en los inicios de la presidencia de Putin, los estados bálticos ingresaron en la OTAN y en la UE, pero Moscú no querría ver a otros países siguiendo el mismo ejemplo. En realidad, no es un problema por el que los rusos debieran preocuparse, pues ambas organizaciones occidentales no contemplan en la práctica, con independencia de lo que digan sus respectivos estatutos, la llegada de nuevos miembros. Después de todo, las únicas ampliaciones de la OTAN de los últimos años han sido Montenegro y Macedonia del Norte, muy alejados de las fronteras rusas.
El realismo de la UE
Al igual que sucedió en Kiev en 2014, en las calles de Minsk se han visto banderas europeas, pero los gobernantes de la UE nunca enviarán señales claras de su apoyo a los manifestantes. Antes bien, su política exterior pasa por el mantenimiento del statu quo, y Rusia forma parte de ese status. Cabe recordar que, desde el año pasado, Emmanuel Macron está desarrollando una serie de iniciativas para mejorar las relaciones de Europa con Rusia, recibidas con escepticismo por los vecinos europeos de Rusia. Pero el presidente francés no considera realista abordar la situación sin contar con los rusos, y ha propuesto a Putin la mediación de la OSCE, que también está presente en el conflicto del este de Ucrania.
El realismo de la UE se puede apreciar también en unas declaraciones de Thierry Breton, comisario europeo del Mercado Interior, en las que no considera a Bielorrusia como parte de Europa, sino como un país situado cerca de la frontera entre Europa y Rusia. El que la actual Bielorrusia haya sido escenario de hechos trágicos y trascendentales en el siglo XX, como el pacto germano-soviético de 1939 o el Holocausto, no impresiona a este funcionario europeo que, en el fondo, considera que es un país en el ámbito de influencia ruso. La geopolítica ha desplazado a la historia y a la lucha por la democracia. De ahí que la crisis bielorrusa esté probablemente llamada a extinguirse, sin perjuicio de que en el camino se produzcan algunos previsibles coletazos.