En Estados Unidos, hace tiempo que dejó de haber un movimiento conservador unitario. Y el contexto actual, de fuertes divisiones en la derecha, no ha hecho más que enmarañar las cosas. Pero en ese choque de visiones también se van perfilando preocupaciones comunes.
No le pida a un conservador liberal que se ponga de acuerdo con un conservador nacionalista o de la derecha posliberal acerca de cómo librar la batalla cultural, qué es la libertad, cuál es el tamaño ideal del Estado o qué piensa de Donald Trump. Seguramente, no se van a entender. Como tampoco van a hacerlo las izquierdas cuando discuten entre sí sobre otros temas.
En la vida real, no hay un conservadurismo y un progresismo, sino varios. Y cada uno pone el acento en lo que más le preocupa. Lo interesante es ver qué temas permanecen y cuáles tienen el potencial de traer aire fresco. Sin ánimo de ser exhaustivo, señalo algunos indicios que completan los que ya destaqué en un artículo de 2018 y en otro de 2021.
Provida, profamilia, ¿pro-Estado del bienestar?
Que en el hit-parade de las prioridades de este movimiento siga la defensa de la vida y la familia no es una sorpresa. Pero sí es novedoso que un referente intelectual del conservadurismo liberal, como el Ethics and Public Policy Center (EPPC), abogue ahora por unir esas causas al empeño por ampliar la protección social a las familias, un ámbito en el que todavía queda mucho por hacer en Estados Unidos.
Para hacerse cargo del cambio de guion, hay que ver de dónde vienen: tradicionalmente, los conservadores y los republicanos –no siempre coinciden– veían la ayuda del Estado como una red de seguridad para los más pobres. Pero, de fondo, siempre estaba la cautela: ojo con extender las ayudas a mucha gente o con prolongarlas demasiado tiempo, pues podemos acabar perpetuando el ciclo de la dependencia…
Ahora, el discurso es otro, como muestra la declaración Envisioning a Pro-Family Policy Agenda: A Statement of Principles, promovida por el EPPC en 2022 y apoyada por destacados intelectuales conservadores como Robert P. George, Erika Bachiochi, Bradford Wilcox, Yuval Levin, Ryan T. Anderson, Helen Alvaré o Patrick T. Brown, artífice de la iniciativa.
Frente al discurso conservador clásico, que ponía el acento en la responsabilidad individual, estos autores parten de la premisa de que la libertad de las familias hoy se ve mermada por diversas fuerzas culturales, políticas y económicas. Por eso, sostienen, uno de los objetivos primordiales de las políticas públicas debe ser “empoderar a las madres y a los padres”, facilitarles la vida para que puedan cumplir sus funciones insustituibles.
Los firmantes son conscientes de que apoyarse en el Estado –aquí revive la vieja cautela– puede tener efectos no deseados imprevistos. Pero creen –y aquí vence la novedad– que, pese a todo, vale la pena adoptar un enfoque “más proactivo”, que ofrezca soluciones concretas a las familias.
A una persona acostumbrada al Estado del bienestar europeo no le sorprenderá lo que pide la declaración (permisos de maternidad y paternidad remunerados, flexibilidad laboral, ayudas para el cuidado infantil…). Pero, insisto, lo decisivo es el cambio de discurso: esto ya no va de self-made men, sino de familias que las están pasando canutas.
Contra el dolor
Una de las ideas-fuerza que está detrás del giro hacia un conservadurismo más atento a las necesidades de las familias es que el bien común exige atender tanto a las propuestas de felicidad y de sentido que inspiran las grandes disputas sobre valores, como a los condicionamientos económicos y sociales que están impidiendo a millones de ciudadanos alcanzar una vida plena.
Si los estadounidenses sin estudios universitarios (la llamada “clase trabajadora”) sienten más dolor crónico ahora no es solo por problemas derivados de la crisis de la familia o la secularización, sino también por la pobreza, la inseguridad económica, el fracaso escolar, los problemas de salud mental o la falta de oportunidades y expectativas.
Es un asunto en el que llevan tiempo insistiendo pensadores conservadores nada sospechosos de populistas o posliberales, como Arthur Brooks, expresidente del American Enterprise Institute, o el ya citado Yuval Levin, director de la revista National Affairs. En eso están también expertos en políticas públicas que han puesto en marcha innovadoras iniciativas:
— El proyecto liderado por el matrimonio David y Amber Lapp, Love and Marriage in Middle America, que indaga la visión del amor y del matrimonio que predomina en la clase trabajadora para salir al paso de sus miedos y sus falsas expectativas, a la que vez que presentan los salarios justos como una causa profamilia.
— Las distintas investigaciones del sociólogo Bradford Wilcox y del equipo que coordina en el Institute for Family Studies. Uno de sus últimos proyectos, en colaboración con Melissa Langsam Braunstein, es un documental que muestra cómo la falta de familia, religión, trabajo y comunidad entre los pobres y la clase trabajadora está llevando a una brecha de felicidad.
— El empeño del American Compass y el EPPC por ampliar la conversación pública con quienes carecen de voz y del que salen, directas al corazón, algunas conclusiones: “La gente quiere ser escuchada“, “las madres merecen ser cuidadas”…
Otras iniciativas destacadas, que no distinguen por nivel social, son el proyecto Teología del hogar, de Carrie Gress y Noelle Mering, que impulsa la dignificación del trabajo de cuidar el hogar; y los grupos de lectura CanaVox, presentes en 31 países, que buscan maneras de construir una cultura más favorable al matrimonio.
Regular a las Big Tech
Dentro de esta nueva batalla conservadora contra el dolor tienen un lugar preferente los esfuerzos por poner coto a las grandes tecnológicas, para lo que se invocan distintos motivos. Uno de los más interesantes es el que destaca Patrick T. Brown: políticos de ambos lados del arco ideológico parecen haber entendido que los padres están preocupados de que sus hijos acaben metidos –a menudo por culpa de los algoritmos– en auténticos pozos sin fondo o madrigueras (rabbit holes) que conducen a la pornografía, el extremismo político, los desórdenes alimenticios, etc. Brown menciona tres proyectos de ley federales bipartidistas, seis nuevas leyes estatales… y las que están en camino.
Entre los adalides de esta ola de regulaciones hay varios senadores republicanos: Tom Cotton, Marco Rubio, Josh Hawley, J.D. Vance… Cotton acaba de llevar al Congreso, del brazo de un senador demócrata, el proyecto de ley Protecting Kids on Social Media, que pretende exigir el consentimiento parental para abrir una cuenta en una red social a los menores de 18 años. Hawley fue uno de los primeros en hacer sonar las alarmas con el libro The Tyranny of Big Tech. Rubio es uno de los republicanos que ha apoyado una actualización bipartidista de la Kids Online Safety Act. Vance mantiene el nivel de alerta contra las tecnológicas con sus estridentes advertencias contra las “enemigas de la civilización occidental”…
Para completar la batalla contra el dolor queda por ver cómo va a llevar ahora el movimiento conservador su preocupación por la vida y la familia a tres cuestiones en las que muchos republicanos –no siempre conservadores– no dan su brazo a torcer: el apoyo a la pena de muerte; la negativa a tomarse en serio las restricciones a las armas; y la renuencia a afrontar la reforma del sistema migratorio, que lleva años pendiente.
Es la identidad, querido
La perspectiva del dolor –la sensibilidad hacia las heridas que cada cual arrastra– también invita a entrar con suma delicadeza en determinados debates que afectan a la identidad. No es lo mismo hablar en general de transexualidad, feminismo o crisis de masculinidad que partir del sufrimiento concreto de quien se plantea una “reasignación” o una “detransición” por un malestar psicológico encubierto; ha sido víctima de un depredador sexual; o ha perdido la familia, el trabajo y la motivación en la vida.
En este sentido, son muy ilustrativos los testimonios de pensadoras que han llegado a posiciones tenidas por conservadoras tras haber experimentado las consecuencias del progresismo cultural en sus vidas, como Mary Harrington, autora del recién publicado libro Feminism Against Progress y Erika Bachiochi, autora de The Rights of Women, que hoy defienden un feminismo amigo de la maternidad. Sin llegar al conservadurismo, Louise Perry denuncia en The Case Against the Sexual Revolution, cómo la revolución sexual ha traído un legado envenenado para las mujeres. Las tres participan en Fairer Disputations, un foro que reúne a pensadoras de distintas tendencias en torno a un solo principio: la defensa del sexo biológico.
La atención al otro está enriqueciendo los debates en torno a la libertad religiosa y de conciencia. Seguramente muchos dejarían de ver estos derechos fundamentales como “licencias para discriminar” si comprendieran –como hacía notar un importante informe del think tank canadiense Cardús– la “experiencia terrible y desgarradora” que supone para un médico debatirse entre ser despedido por rehusar practicar abortos o eutanasias, o ir en contra de unas convicciones que le definen. Sufrimientos que se podrían evitar fácilmente con una acomodación razonable.
La perspectiva del dolor puede ayudar a enfocar debates de forma más humana. O, por lo menos, a hacerse más sensible a los motivos de los demás. De todos modos, para avanzar en la conversación pública y formular políticas concretas, al final hay que volver a cosas tan objetivas como el sexo biológico o los derechos fundamentales.
Diversidad intelectual ¿por ley?
En educación, los conservadores han seguido impulsando medidas a favor de la libertad de las familias de cualquier nivel de ingresos para escoger escuela. 2022 fue un buen año para esta causa.
Pero el movimiento conservador es consciente de que también debe prestar más atención a la escuela pública… y gastar más en ella. Así lo ha entendido el gobernador de Florida, Ron DeSantis que, en vez de meterse en la enésima pelea republicana con los sindicatos de profesores, ha optado por subirles los sueldos.
De Florida viene también un sorprendente proyecto de ley para hacer frente a la crisis de libertad de expresión en los campus universitarios. Según explica Stanley Kurtz, investigador del EPPC y uno de sus inspiradores, la HB 931 (bautizada como “ley de diversidad intelectual”) exigirá a las universidades públicas que organicen debates sobre asuntos públicos de calado con presencia de ponentes conservadores y progresistas. Para garantizar la relativa imparcialidad, las universidades estarán obligadas a anunciar la lista de ponentes, a grabar los debates y a publicarlos online. Además, esta ley (que ya cuenta con el visto bueno de las dos Cámaras legislativas, a la espera de la firma de DeSantis) prohibirá la práctica de exigir a los profesores que demuestren sus contribuciones a la diversidad como requisito para acceder a un puesto.
En Florida y otros estados bajo dominio republicano, muchos conservadores ven con buenos ojos los proyectos de ley destinados a impedir la enseñanza de la teoría crítica de la raza o la ideología de género. Los promotores de estas iniciativas alegan que su intención es evitar el adoctrinamiento, pero sus críticos replican que en realidad esos proyectos impiden discutir con alumnos de secundaria sobre racismo, sexismo o identidad sexual, lo que a su juicio amenaza la libre expresión de ideas y el pensamiento crítico.
Uno de los ejemplos más llamativos que ponen, extraídos de sendos proyectos de ley republicanos en Tennessee y Connecticut, es la propuesta de prohibir cualquier enseñanza que pueda llevar a un alumno a “sentir malestar, culpa, ansiedad u otra forma de angustia psicológica únicamente por su raza o sexo”, lo que parece un calco del lenguaje woke.
Pero los conservadores no lo ven así. Alegan que esas medidas van dirigidas a garantizar el derecho de los padres a elegir la formación religiosa y moral que deseen para sus hijos, también en la escuela pública.
En el próximo artículo de la serie, veremos de dónde viene el realineamiento ideológico de los conservadores y si es posible vislumbrar en qué puede quedar.