En el centenario del nacimiento de Raymond Aron (1905-1983), Francia recuerda a uno de sus intelectuales más importantes del siglo XX, que destacó en los campos de la filosofía política, la sociología y el análisis político internacional. Un pensador que no temió ir a contra corriente de la opinión intelectual, cuando muchos de sus colegas veían en el marxismo la filosofía insuperable de la época. Si rechazó siempre los prejuicios ideológicos, no fue un analista frío sino que supo tomar postura cuando había situaciones en las que había que estar de un lado u otro.
Este pensador liberal, de origen judío, fue descalificado por los intelectuales de izquierda de la Francia de su tiempo, como Jean-Paul Sartre y Simone de Beauvoir, por haber criticado desde «la prosa de la razón» los dogmas del comunismo. Aron se propuso comprender la realidad del tiempo en que vivió, sin adoptar necesariamente un papel de espectador. De hecho, se calificaba a sí mismo de «espectador comprometido», y tomó partido en el debate político, nacional e internacional, en las columnas de «Le Figaro» y «L’Express».
Dada la magnitud de la personalidad y la obra aronianas, abordamos algunos aspectos de las mismas, que no agotan el universo intelectual del pensador francés.
La razón sobre las emociones
Los estudios de filosofía, los compañeros de estudios de su generación como Sartre… Todo inclinaba a Raymond Aron, en el período de entreguerras, al compromiso político con la izquierda: pacifismo, universalismo en contraposición al nacionalismo, hostilidad hacia los poderosos, socialismo… Por aquel entonces empezaban a expandirse ciertos gustos intelectuales, que se impondrían tras la II Guerra Mundial y que han llegado hasta nuestros días. A la atracción por Marx se unía la fascinación por Nietzsche, algo no privativo de los delirios del nazismo, y que se complementó más tarde con la vulgarización de las teorías freudianas.
Del racionalismo marxista y sus rígidos dogmas sobre la economía y la sociedad se iría pasando, no sin flagrante contradicción, al irracionalismo, a un emotivismo individualista que encontraría años más tarde en Sartre a uno de sus principales representantes y que, pese a todo, seguiría proclamando su adhesión formal al marxismo-leninismo. Este campo abonado para el relativismo moral no acababa de convencer a Aron, hombre destinado a ser un riguroso analista de los hechos sociales y económicos, sin caer por ello en sociologismos y economicismos, enfoques deterministas incompatibles en un pensador liberal.
Se cuenta que en una cena, Aron mostró su indignación contra la fuga de capitales. Su perorata se vio truncada por la réplica de su tío, agente de cambio y Bolsa, quien estaba dispuesto a escuchar sus opiniones sobre filosofía, pero no sobre las finanzas de las que entonces no entendía nada. Esta crítica le llevaría a interesarse años después por los estudios económicos. Tenemos aquí otro de los rasgos de Aron: el conocimiento racional debía sustituir al mero impulso emotivo. Esto le daba un aspecto de hombre frío y distante, aunque en realidad era un apasionado del estudio y sabía escuchar a los otros. Mas detestaba los conceptos equívocos, por muy sugerentes que resultaran las imágenes, pues no ayudan a las personas a hacer un buen uso de su razón.
Una experiencia alemana
Aron completó sus estudios universitarios en Alemania entre 1930 y 1933, donde asistió a la ascensión del nazismo. Volvió de Alemania convertido en un realista, dispuesto a analizar el mundo tal y como es, el mundo probable y no el posible de las ideologías. Desconfiaba de los entusiasmos de quienes estaban dispuestos a dejarse llevar por la corriente de la historia, con séquito de masas incluido. Prefería ser un espectador crítico, según le calificara un estudiante de Colonia, a aceptar compromisos que no le resultaban honrosos.
Hasta entonces había creído -y no le faltaba razón- que el egoísmo nacional francés, materializado en el tratado de Versalles, dificultaba la reconciliación franco-alemana y la paz en Europa. Pero ante la amenaza hitleriana, Francia debía tener en cuenta más la situación actual que el pasado. Sus reflexiones de este período alemán tenían la lucidez de adelantarse al fracaso de la política de apaciguamiento, practicada por las democracias occidentales frente a Alemania.
La quema de libros en plena calle por los estudiantes nazis impresionó a Aron por lo que tenía de premonitorio. A su regreso a Francia, intentó -sin éxito- convencer de sus presagios de guerra al Ministerio de Asuntos Exteriores.
Estaba claro que Aron no estaba destinado a ser consejero de príncipes, tal y como lo demostrarían sus divergencias con varios presidentes de la República.
Cuando leyó su tesis doctoral en La Sorbona en 1938 y el tribunal le preguntó por sus proyectos, el nuevo doctor respondió que no los tenía, dada la inminente proximidad de la guerra. Y es que el realismo de Aron se apegaba a lo posible, no a lo deseable: su pacifismo, anterior al advenimiento de Hitler, se desvaneció ante las nuevas circunstancias.
El opio de los intelectuales
El espíritu independiente de Aron le llevaría a enfrentarse con las tendencias dominantes en la intelectualidad francesa de la posguerra, que seguían alimentando los mitos de la revolución o del proletariado, y que consideraban que el advenimiento del paraíso sin clases, entrevisto por Marx, se había realizado en la URSS.
En su libro «El opio de los intelectuales» (1955), Aron censuraba esas pasiones ideológicas. Certificaba que el marxismo se había transformado en una religión secular. Si Marx rechazaba la religión como el opio del pueblo, el marxismo se había convertido en el nuevo opio no solo del pueblo sino también de muchos intelectuales. No era ya una filosofía de la historia sino la única filosofía de la historia, según afirmara entonces Merleau-Ponty.
Con el marxismo, la historia, en definitiva, se hace sagrada y mesiánica. Terrible paradoja, la resaltada por Aron, de que los herederos del mensaje de una «religión» cívica, basada en los ideales de la Ilustración, terminaran rindiendo culto a Stalin y sus continuadores. Las principales críticas aronianas se dirigían no contra los dirigentes comunistas, sino contra los intelectuales simpatizantes con el comunismo, que nunca se atrevían a criticar al partido ni a la URSS. Como era de esperar, el libro fue acogido en el extranjero mejor que en Francia, donde muchos lo tildaron de «reaccionario».
Enfrentado a De Gaulle
Tal y como demostrara en sus obras de filosofía política, Aron era un espíritu libre, capaz de actuar en conciencia ante los acontecimientos de su época: el hombre que apoyaba la intervención de tropas americanas en Corea, con el respaldo de la ONU, era el mismo que se oponía a la expedición anglofrancesa en Suez en 1956, y defendía la independencia para Argelia.
De ahí que sus relaciones con De Gaulle estuvieran marcadas por serias discrepancias, pese a haber militado desde 1947 en uno de los primeros partidos gaullistas y haber elogiado la instauración de la Quinta República en 1958, como un antídoto contra la endémica inestabilidad parlamentaria de Francia. No obstante, en 1943, en uno de sus artículos para «La France Libre», órgano de la resistencia en el exilio de Londres, Aron había arremetido, dados sus profundos conocimientos históricos, contra el «cesarismo popular» y el mito del héroe nacional. Aron, el liberal, no podía compartir la postura de alguien que, situado por encima de los partidos, se dirigía directamente al pueblo.
Aron se identificaba con algunas políticas gaullistas, pero le disgustaba la retórica nacionalista del general, y más todavía su antiamericanismo plasmado en la retirada de la estructura militar de la OTAN en 1966. Para Aron, era prioritaria la contención de la URSS, pero De Gaulle sacrificaba todo a la independencia nacional, consciente además de que se ganaba las simpatías «anti-imperialistas» de un buen número de países africanos y asiáticos.
Mas la ruptura definitiva con De Gaulle vendría marcada por las declaraciones del general sobre Israel en una rueda de prensa en noviembre de 1967, en la que calificó a los judíos de «pueblo de elite, seguro de sí y dominador». Aron respondió con un libro, «De Gaulle, Israël et les Juifs», en el que subrayaba que expresiones así abrían la puerta al antisemitismo.
Aron, el judío
La defensa del judaísmo en Aron no suponía en ningún modo un apoyo acrítico al Estado de Israel: criticó el expansionismo territorial en las diversas guerras, así como los asentamientos en los territorios ocupados, y llamaba a Israel a negociar un acuerdo con los palestinos, teniendo en cuenta el peso demográfico de éstos en el futuro.
Uno de sus amigos, el sacerdote Gaston Fessard, le atribuyó años más tarde, en su defensa de los judíos, una cierta necesidad de búsqueda de trascendencia, representada por el pueblo elegido. No había inquietud religiosa en Aron, pues no era creyente sino un racionalista formado en la escuela de Descartes y Spinoza. No obstante, según señala su biógrafo, Nicolas Baverez (1), la razón en la que creía Aron era una especie de razón trascendente, que ocupaba el mismo lugar que Dios en Pascal. Detrás de esa razón, el pensador intuía un misterio en el sentido metafísico del término. Estaba en contra del determinismo y del relativismo, y no renunciaba a la libertad humana ni a una orientación moral última.
Adalid del atlantismo
En octubre de 1945, Aron, el realista, prevenía en «Les Temps Modernes» contra la tentación, en la que años después caería la política exterior francesa, de seguir considerando a Francia como una potencia mundial, cuando en realidad sólo podía aspirar a ser una potencia regional. No sería ésta la línea seguida por De Gaulle y sus sucesores. De ahí que el enfrentamiento con Estados Unidos estuviera servido, sobre todo tras la línea adoptada por De Gaulle de buscar una relación privilegiada con los soviéticos, con la finalidad de poner simbólicamente a Francia al nivel de las grandes potencias.
El gaullismo se apegaba al tradicional juego diplomático de los Estados soberanos y se negaba a tomar en consideración la política de bloques y menos todavía la confrontación ideológica con el sistema comunista. Aron le reprocharía que no se planteaba una Europa unificada en la libertad y que su concepción de las relaciones internacionales era una nueva versión del equilibrio de poder entre las potencias. Esta visión de la política exterior proclamaba una Europa para los europeos, desde el Atlántico a los Urales, pero ¿habría contribuido a la reunificación de Alemania? En todo caso, Moscú se mostraba complacido por la consiguiente relajación de los vínculos entre los aliados europeos y norteamericanos.
Raymond Aron no pudo ver la caída del comunismo, que él tanto había combatido. Pero a su muerte en 1983, cuando las decepciones de tantos otros habían confirmado la anticipada lucidez de Aron, el mundo intelectual tuvo que reconocer que pocos pensadores habían visto tan claro en el laberinto ideológico de la segunda mitad del siglo XX.
Antonio R. Rubio
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(1) N. Baverez, Raymond Aron. Un moraliste au temps des idéologies, Flammarion, París, 1993.
Biografía y obras destacadas
Raymond Aron nació en París el 14 de marzo de 1905, en el seno de una familia judía. Desde sus años de juventud, mostró inquietudes políticas. Así, en 1925 se afilió al Partido Socialista francés (SFIO), aunque más tarde evolucionó hacia los planteamientos políticos e intelectuales del liberalismo.
Entre 1930 y 1933 reside en Alemania. Allí pudo asistir al ascenso al poder de Hitler, circunstancia que influiría después en su batalla intelectual contra el totalitarismo y las ideologías que conducen a él. En 1940 se traslada a Londres, donde colabora en la revista mensual «La France Libre». Entre 1947 y 1955 compaginó su actividad periodística con la labor docente en el Institut des Études Politiques y en la École National dAdministration. En 1955 obtuvo la cátedra de Sociología en la Sorbona. Posteriormente, se dedica a la enseñanza en la École Pratique des Hautes Études y más tarde, a partir de 1970, en el Collège de France.
Junto al magisterio en las aulas, Aron no desatendió en ningún momento el campo más vasto de la opinión pública. Fue un impulsor de revistas de pensamiento, desde «Les Temps Modernes» -que fundó en 1945 junto con Sartre y Merleau-Ponty- hasta «Commentaire» en 1978. Al mismo tiempo, tuvo una intensa labor como editorialista político, en «Combat» (1946), después a lo largo de treinta años en «Le Figaro», y desde 1977 hasta su muerte en el semanario «LExpress». Murió en París el 17 de octubre de 1983.
Con «El opio de los intelectuales» (1955) y «Los marxismos imaginarios» (1969), Aron ajustó las cuentas intelectuales al marxismo, al que consideraba «la última ideología», en el sentido de una representación global del mundo en función de la cual se hace política.
Fruto de su pasión por la libertad en la sociedad tecnificada, son obras de hondo calado intelectual como «En defensa de la libertad y de la Europa liberal» o su «Ensayo sobre las libertades» (1965). Entre sus obras filosóficas destacan la «Introducción a la filosofía de la historia» (1974) e «Historia y dialéctica de la violencia» (1975), en la que lleva a cabo la crítica del pensamiento de Sartre.
Como sociólogo, fue uno de los principales difusores de la sociología alemana en Francia y posteriormente en Europa. Asimismo realizó una ingente labor sistemática que quedó reflejada, sobre todo, en dos obras fundamentales: «La Sociología alemana contemporánea» (1935) y «Las etapas del pensamiento sociológico» (1967).
Sus «Dieciocho lecciones sobre la sociedad industrial» (1963) quedan como ejemplo de atención a la realidad económica, en un momento en que la economía no era tenida en cuenta por los filósofos. De su atención a los problemas de la paz y de la guerra es testimonio «Pensar la Guerra: Clausewitz».
Entre las obras de Aron reeditadas en España en los últimos años figuran «Las etapas del pensamiento sociológico» (Ed. Tecnos), «Ensayo sobre las libertades» (Alianza Editorial y Círculo de Lectores), «Introducción a la filosofía política: democracia y revolución» (Paidós, ver Aceprensa 85/00).
Juan Meseguer
Raymond Aron, visto por sí mismo
«Soy ante todo un liberal que no querría sacrificar un cierto número de libertades de los individuos a un objetivo igualitario que, la mayor parte de las veces, creo inaccesible y que colocaría en el segundo rango, después del objetivo de las libertades».
«Tengo una filosofía de la historia y de la política que implica que se trate cada problema por sí solo, que no se deduzca la solución de un conjunto de principios establecidos de una vez para siempre».
«El historiador, el sociólogo, el jurista desvelan los sentidos de los actos, de las instituciones, de las leyes. No descubren el sentido de todo. La historia no es absurda, pero nadie capta el sentido último».
«Lo que reprocho a ciertos hombres de letras es erigirse en jueces políticos y morales en campos en los que no tienen particular competencia. Temo que se aprovechen indebidamente de su talento o de su genio literario para que las posturas más discutibles obtengan un consentimiento o un respeto. Quiero que se admiren sus obras, y no los arranques de sus humores y sus opiniones políticas pasajeras».