Hoy, los Estados acogen una pluralidad cada vez mayor de etnias y culturas. A la vez, los diversos grupos afirman con energía sus propias identidades culturales. ¿Cómo integrar a tan variopintos ciudadanos en una misma nacionalidad? La respuesta que da el filósofo alemán Jürgen Habermas en La inclusión del otro (1), su última obra, difiere de la que proponen pensadores comunitaristas como Charles Taylor. Para Habermas, la ciudadanía multicultural se basa en la adhesión voluntaria a unos principios constitucionales. Pero esto, mientras deja completa libertad para que cada cual siga las tradiciones de su «tribu», exige educar a todos en una cultura política común.
Este libro es, entre otras cosas, un diálogo-discusión con algunos filósofos como John Rawls o Charles Taylor, en el que Habermas va delimitando sus propias opiniones. El tema de fondo es la concepción habermasiana de la democracia en un Estado de Derecho, especialmente en una Europa multicultural.
El filósofo de Francfort se enfrenta aquí de modo directo y concreto -frente a su anterior abstracción- con problemas políticos de la Europa contemporánea, desde la caída del muro de Berlín y la reunificación alemana, a la desaparición de la URSS. No es que antes no hubiera tratado de ofrecer guías de acción política, ya que siempre ha sido un filósofo comprometido. Pero ahora han cambiado las circunstancias políticas de Europa y del mundo, lo cual requiere una nueva reflexión.
Del marxismo al liberalismo
Habermas defendió un marxismo teórico, desarrollado en la Escuela de la Teoría Crítica de Francfort, donde fue discípulo de Adorno. Sin embargo, su teoría se mantuvo alejada de la praxis comunista de Alemania oriental. Hoy se presenta como un planteamiento que tiende puentes entre el liberalismo del libre mercado y el Estado social. Así las posturas se van acercando, y Habermas, desde distintos presupuestos filosóficos, llega a muchas conclusiones que concuerdan con la filosofía del liberal norteamericano John Rawls.
Del mismo modo, Habermas traza caminos de acercamiento entre los filósofos liberales y los comunitaristas. También es uno de los pocos intelectuales europeos que están en contacto directo con el pensamiento filosófico republicano americano, como el de Michelman, menos difundido en Europa que la filosofía liberal de Rawls o Dworkin.
Su sistema se entiende desde unas tradiciones filosóficas determinadas, como son la kantiana y la hegeliana, la marxista y la weberiana. Su fundamentación de los derechos humanos resulta insuficiente unas veces, incoherente con sus propios presupuestos otras. No le excusa el que esa actitud sea una epidemia: no es un virus exclusivo de este pensador alemán, sino presente y arraigado en muchos de los planteamientos actuales, tanto liberales como comunitaristas.
Defensor de la tesis kantiana de la autonomía de la conciencia, Habermas niega la ética sustantiva, es decir, una ética que defina lo bueno. A la vez, defiende la universalidad de los derechos junto con un historicismo en la determinación de sus contenidos.
Incluir al diferente
El título de su nueva obra, La inclusión del otro -aún no traducida al castellano-, suena como una respuesta a la política de reconocimiento reclamada por el canadiense Charles Taylor (ver servicio 32/96).
En primer lugar, Habermas discute con detalle sobre la teoría del liberalismo político de Rawls, para mostrarse de acuerdo en algunos puntos y distanciarse en otros, con su propia propuesta de un republicanismo kantiano. Después trata del futuro de la idea de soberanía y ciudadanía europea. En este contexto propone un concepto de ciudadanía que permita incluir a los inmigrantes de distintas procedencias culturales, de manera que sea posible la inclusión del diferente. Concluye esta parte con la discusión sobre la conveniencia o no de elaborar una Constitución europea, de la que se muestra partidario.
En el siguiente apartado, a raíz de la exposición del pensamiento kantiano reflejado en la obra La paz perpetua, expone Habermas la filosofía política sobre el Derecho Internacional, que incluye una reflexión sobre el papel de la ONU en la panorámica mundial. La defensa de los derechos humanos le lleva a discutir con Charles Taylor el derecho a la propia identidad cultural y al propio reconocimiento en una sociedad multicultural, así como los problemas de integración cultural derivados de los recientes fenómenos de inmigración, especialmente en Europa.
El individuo, primero
En las últimas obras habermasianas, tomadas en su conjunto, se echa en falta un mayor desarrollo y defensa del Estado social, quizá porque se da por hecho, ya que en Alemania es una realidad, a pesar de los continuos lamentos por su situación crítica. Son siempre interesantes las consideraciones que a Europa dedica Habermas, como fiel defensor de la Unión Europea y de sus instituciones, lo que no le impide hacer propuestas concretas de reforma, para mejorar los cauces de participación política de los ciudadanos europeos. También se agradece la profundidad filosófica, que contrasta con los planteamientos de algunos pensadores estadounidenses, más superficiales o, por lo menos, que no tienen en cuenta la larga tradición intelectual de Occidente. El modelo europeo de Estado social, la mayor dosis de pertenencia a un grupo cultural, una clara identidad occidental, difieren bastante del melting pot a la americana.
El republicanismo kantiano de Habermas interpreta el multiculturalismo de un modo diferente a como lo ha hecho el canadiense Charles Taylor. Para el primero, los derechos individuales priman sobre los derechos colectivos: Habermas no es comunitarista, es incluso más liberal que muchos liberales de pro. Considera la libertad como un valor en sí, el primero de todos: esto es, para él, un a priori evidente, que no necesita fundamentación.
¿Lazos de sangre o contrato social?
Ya en «Ciudadanía e identidad nacional», uno de los ensayos reunidos en su anterior obra Faktizität und Geltung, Habermas hace distintos recorridos históricos para demostrar cómo nacieron y cómo se han utilizado estos conceptos a lo largo de la historia. Esto ayuda a entender la situación actual.
En algunos momentos se ha definido al ciudadano como la persona vinculada a una nación por lazos de sangre. Pero ya desde la Ilustración otras voces defendieron una concepción de la ciudadanía entendida como la pertenencia a una comunidad política a partir de un acto de voluntad, y no a una comunidad pre-política integrada por descendencia, tradición compartida y lengua común. Así, el concepto rousseauniano de autodeterminación implica la pertenencia a una comunidad política y no a una comunidad étnica.
«Pero en el lenguaje de los juristas -escribe Habermas-, ‘ciudadanía’ ha tenido durante mucho tiempo el sentido de nacionalidad o pertenencia a un Estado; sólo recientemente ha experimentado el concepto una ampliación en el sentido de un status ciudadano circunscrito por derechos civiles… Conforme a la autocomprensión del Estado democrático de derecho como una asociación de ciudadanos libres e iguales, la nacionalidad o pertenencia a un Estado está ligada al principio de la voluntariedad. Los rasgos adscriptivos habituales constituidos por la residencia y el nacimiento (ius soli y ius sanguinis) no fundan una sumisión irrevocable a la jurisdicción estatal. Sólo sirven de criterios administrativos para la atribución de un supuesto asentimiento implícito, con el que se corresponde el derecho a emigrar o a renunciar a la nacionalidad».
Sin embargo, a pesar de los deseos de Habermas, esta idea de una ciudadanía ligada al principio de voluntariedad, es hoy por hoy una utopía intelectual, y más todavía si atendemos a la realidad alemana, en la que la concesión de la nacionalidad está muy restringida.
«Patriotismo europeo de la Constitución»
Por otra parte, Habermas propone una cultura constitucional europeo-occidental definida en términos supranacionales. Eso se concreta en una idea que caracteriza la nueva propuesta de Habermas: lo que une a los ciudadanos es una cultura política común, reflejada en la Constitución, pero no la etnia: «Los ejemplos de sociedades multiculturales, como Suiza y Estados Unidos, muestran que una cultura política en la que los principios constitucionales logren echar raíces, de ningún modo tiene que apoyarse en un origen étnico, lingüístico y cultural común a todos los ciudadanos. Una cultura política liberal sólo constituye el denominador común de un patriotismo de la Constitución que simultáneamente agudiza el sentido para la pluralidad y la integridad de las diversas formas de vida coexistentes en una sociedad multicultural. La ciudadanía democrática no necesita quedar enraizada en la identidad nacional de un pueblo, pero, por encima de la pluralidad de formas de vida culturales diversas, exige la socialización de todos los ciudadanos en una cultura política común».
Habermas defiende así un modelo de política dialógica. Para él, en la sociedad actual no es posible repetir el modelo de la democracia directa, pero se debe buscar otros cauces en los que se dé una mayor participación directa, por ejemplo, la opinión pública. Esto es aplicable también a la política europea. El ciudadano europeo siente que muchas de las decisiones que le afectan directamente se toman no en el contexto de una política nacional, sino en el contexto supranacional de los órganos de la Unión Europea. Habermas sugiere también que el Parlamento europeo asuma más funciones, en lugar de la extensa red de funcionarios que constituyen una burocracia desligada de procesos de legitimación democrática.
Otro fenómeno que está cambiando el panorama cultural europeo es la inmigración procedente de la Europa del Este y del Tercer Mundo, que hará aumentar la pluralidad multicultural de la sociedad.
Aplicada a Europa la idea de la cultura política común, este nuevo modelo que propone Habermas «iluminará el trasfondo político-cultural para una nueva relación entre ciudadanía e identidad nacional… Los espacios nacionales de opinión pública siguen en buena medida encapsulados unos frente a otros… Pero de estas diversas culturas nacionales podría diferenciarse en el futuro una cultura política común y las tradiciones nacionales en arte y literatura, historia y filosofía, etc., que se diversificaron desde principios del mundo moderno… Un patriotismo europeo de la Constitución, a diferencia de lo que ocurre con el americano, habría de surgir de interpretaciones diversas de unos mismos principios jurídicos universalistas, impregnadas en términos de historia nacional».
La identidad cultural alemana
Hay un momento de la historia en que la nación alemana se identificó con el pueblo de un Estado (Staatsvolk). Habermas hace un estudio histórico de la evolución de estos conceptos y propone un postnacionalismo más allá del Estado nacional.
La identificación de la nación con la raza ha estado muy arraigada en la cultura alemana. Habermas critica este concepto de nación, y sostiene que su definición de lo que serían los nuevos Estados postnacionales es aplicable más allá de la propia Alemania. A la vez, sus exposiciones reflejan una polémica sobre la propia historia alemana que se ha desarrollado estos últimos años entre intelectuales alemanes y en la opinión pública.
Habermas hace un análisis histórico de la situación de Alemania, después de la reunificación. Alemania debe hacer una reflexión intelectual en búsqueda de su propia identidad cultural. Así, adopta una actitud clara y decidida en temas hoy todavía al rojo vivo en su país, como se demuestra en un suceso reciente: la controversia suscitada a raíz de una exposición de documentos y fotografías sobre actuaciones del ejército nazi. La exposición está recorriendo Alemania. Comenzó en Múnich, donde suscitó manifestaciones en contra.
Habermas señala que a los alemanes les ha llevado tiempo asimilar los horrores del nazismo, y aunque se hicieron algunos cambios de personas que habían participado en el régimen, muchas otras mantuvieron sus cargos, y otras siguieron defendiendo el nacionalsocialismo en la sombra. Habermas propone aprender de la historia, hacer frente al pasado aclarándolo. Sólo desde la propia historia, dice, se puede construir el presente.
María Elósegui es profesora Titular de Filosofía del Derecho. Investigadora de la Fundación Humboldt en la Facultad de Derecho de la Universidad Christian Albrechts (Kiel).
Extranjeros en Alemania
El artículo 16 a) de la Constitución alemana, introducido en 1994, permite que personas que solicitan asilo y que vienen de terceros países considerados seguros puedan ser inmediatamente deportadas a su país de origen, sin posibilidad de recurrir. Entre ellos están países ex comunistas como Polonia, República Checa, Eslovaquia o Hungría, calificados como «libres de persecución».
Por otra parte, las leyes para adquirir la nacionalidad alemana son muy estrictas. Se basan en el ius sanguinis, de modo que los descendientes de alemanes tienen derecho automáticamente a la nacionalidad alemana, aunque hayan nacido fuera del país, y sus progenitores ni siquiera hayan vivido nunca en Alemania. Esto afecta especialmente a polacos y rusos. En cambio, quien nace en Alemania no tiene derecho a la nacionalidad si sus padres no son ciudadanos alemanes.
Desde 1981 han llegado 2,5 millones de alemanes de origen (unos 200.000 al año). Ahora se les exige pasar un examen de idioma. De las 500.000 personas que pidieron asilo en 1992, 220.000 eran alemanes de raza, y 130.000 eran yugoslavos.
Desde 1990, Alemania ha acogido un millón de refugiados políticos. En cambio, los nacidos en Alemania de padres no alemanes, por lo general inmigrantes -muchos proceden de Turquía y Europa meridional-, que quizá no volverán o ni siquiera conocerán el país de sus padres, deben solicitar la nacionalidad una vez pasados quince años, demostrar que se han integrado en la cultura alemana y renunciar a la nacionalidad de la que proceden, porque no se admite la doble nacionalidad. Aun para el que cumple todos esos requisitos, los trámites son lentos.
Alemania, país de inmigración
En Alemania, el número de extranjeros ha pasado de 4,5 millones en 1988 a 7,2 millones en la actualidad, de un total de 80 millones de habitantes (9% de la población). Casi todos (8,2% de la población) son inmigrantes. Cuando resurgió la industria alemana, el gobierno fomentó la contratación de mano de obra extranjera. En 1960 empezaron a venir los primeros turcos, que en 1964 alcanzaron el millón. En 1973, con la recesión económica, se deja de importar mano de obra extranjera. Hasta los años 80 no hay ningún intento de integrar a estos trabajadores extranjeros. Sólo en 1991 se acorta a quince años el tiempo de espera para solicitar la nacionalidad, y poco después se reducen las tasas exigidas. La mayoría de estas personas y sus hijos se han quedado a vivir en Alemania, pero no pueden participar en la vida política del país.
Esto es paradójico en el caso de los turcos, considerados como extranjeros, incluso los de segunda generación, nacidos y educados en Alemania, que hablan el idioma sin acento extranjero y no conocen Turquía. En 1991, el gobierno relajó las condiciones para la naturalización de los menores nacidos en Alemania, y a su vez Turquía dio más facilidades para renunciar a la nacionalidad turca. Así, las naturalizaciones pasaron de 2.000 en el año 1990 a 32.000 en 1995. A pesar de ello, no deja de ser significativo que en la actualidad sólo el 10% de los inmigrantes turcos posea la nacionalidad alemana.
¿No hay sitio para más?
Junto a algunos políticos que piden que cambie la ley de nacionalidad, muchos ciudadanos están preocupados por el drástico aumento del paro, un 12% (4,7 millones de parados). Pero, frente a la idea de que los inmigrantes quitan trabajo a los nacionales, hay que tener en cuenta que a menudo hacen los trabajos que los alemanes rechazan. Así, el 48% de los trabajadores de MacDonald’s en Alemania son extranjeros.
Desde 1989 se ha dado trabajo a 1,2 millones de extranjeros. Los extranjeros reciben más de 6 billones de marcos anuales en subsidios para los parados, y más de 500.000 reciben ayudas sociales del Estado.
Michael Glos, portavoz parlamentario de la Unión Socialcristiana de Baviera, propone discutir medidas conjuntas en la Unión Europea, tales como una ley de asilo común, una distribución más justa de los refugiados en Europa, expulsión ágil de las personas a las que se niega el asilo, vuelta gradual de los refugiados bosnios a su país, control estricto de las fronteras. También propone medidas para dificultar la inmigración económica: por ejemplo, restricciones a la reagrupación familiar o límites de edad.
Este partido, socio de la Unión Democristiana de Kohl, propugna que se conceda con más rapidez la ciudadanía, pero que no se cambie el ius sanguinis por el ius soli. Según dice Glos en una entrevista reciente, «la ciudadanía en Alemania y otros países de Europa se basa en una larga e histórica tradición, en la que el factor principal es la nacionalidad de los padres. Muchos de los países europeos no tienen como meta crear sociedades multiculturales».
Esta opinión refleja la actitud de la mayoría de la gente de la calle, bastante diferente a la de intelectuales como Habermas. Al final de la II Guerra Mundial, Alemania recibió 12 millones de desplazados. En 1990 eran ya 15 millones los refugiados, inmigrantes, extranjeros alemanes o descendientes de alemanes. Si contamos los 4,8 millones llegados desde entonces, viene a resultar que una tercera parte de la población alemana es resultado de los movimientos de inmigración. No obstante, los políticos, incluido el canciller Kohl, consideran que Alemania nunca quiso ser una nación de inmigración, y no hay razón para que lo sea ahora. Según ellos, apenas queda sitio para más.
María Elósegui
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(1) Jürgen Habermas. Die Einbeziehung des Anderen. Studien zur politischen Theorie. Suhrkamp. Francfort (1997). 404 págs.