Las paredes oyen

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Ningún otro sistema totalitario tuvo un impacto tan profundo en la vida privada de sus súbditos, ni siquiera el de la China comunista”, escribe el historiador Orlando Figes en Los que susurran (1), monumental obra dedicada a la represión en la Rusia de Stalin. A diferencia de otros libros sobre el mismo tema, en éste el punto de partida es la historia oral: diarios, memorias familiares, fotografías, documentos personales y, sobre todo, los miles de entrevistas hechas para conocer cómo vivieron su vida privada millones de rusos durante los años de terror de Stalin.

Desestalinización espontánea

La Guerra contra los nazis provocó un cataclismo en todo el país. Aunque en algunas ciudades hubo manifestaciones a favor de los alemanes por combatir el estalinismo, en la mayoría el pueblo luchó heroicamente no para que triunfase el comunismo sino por el instinto patriótico que en esos años las autoridades comunistas se dedicaron a cultivar. Durante la guerra se produjo una cierta desestalinización espontánea, pues las urgencias militares relajaron el obsesivo control de la población. Se pensaba, incluso, que al acabar la guerra habría ciertos cambios en el sistema comunista, pero no fue así.

Pero ya en 1946 Stalin dejó bien claro que no haría ningún cambio de rumbo. La Guerra Fría exigió nuevos sacrificios económicos y humanos y los Gulag volvieron a ser fundamentales para la economía del país. En 1949 había 2,4 millones de presos distribuidos en 67 complejos de campos de trabajo, diez mil campos individuales y mil setecientas colonias.

Tímido y fugaz deshielo

La muerte de Stalin el 5 de marzo de 1953 sumió al país en un periodo de confusión, aunque no representó una liberación del miedo. En 1956, Kruschev reconoció explícitamente los crímenes cometidos durante la época de Stalin en el XX Congreso del Partido Comunista, con la posterior rehabilitación de miles de víctimas (muchas de ellas ya fallecidas).

Muchos presos abandonaron los campos de trabajo y regresaron a sus ciudades. A la mayoría, sólo les quedaba la familia, y “la familia emergió de los años del terror como la única institución estable de una sociedad en la que casi todos los puntales tradicionales de la existencia humana -la comunidad del vecindario, la aldea y la iglesia- se habían debilitado o habían sido destruidos. Para muchas personas, la familia representaba la única clase de relación en la que podía confiar, el único lugar en el que experimentaban alguna sensación de pertenencia, e hicieron esfuerzos extraordinarios para reunirse con sus familiares”.

Sin embargo, el ansiado deshielo fue fugaz y limitado. La llegada al poder en 1964 de Leonid Brezhnev supuso el fin de una tímida apertura y el regreso a las tácticas dictatoriales e intimidatorias de las que siempre se había servido el Partido Comunista para mantenerse en el poder.

Conflicto de valores

Como se cuenta en este libro, todos estos sucesos condicionaron la vida íntima y familiar en la Unión Soviética. “¿Cómo lograron preservar sus tradiciones y creencias, y transmitírselas a sus hijos -escribe Figes-, si sus valores estaban en conflicto con la moral y los objetivos políticos que el sistema soviético inculcaba a las generaciones más jóvenes en las escuelas y en instituciones como el Komsomol? (…) ¿Cómo podían conservar fuerza alguna los sentimientos y emociones humanas en el vacío moral del régimen estalinista?”. Para el autor, las familias de estas víctimas (más de 25 millones) sufrieron “graves perturbaciones, con profundas consecuencias sociales que persisten incluso hasta nuestros días”.

La inmensa investigación llevada a cabo por Orlando Figes demuestra la importancia de la memoria familiar como contrapartida de la versión oficial de la historia soviética.

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NOTAS

(1) Orlando Figes, Los que susurran. La represión en la Rusia de Stalin. Edhasa. Barcelona (2009). 958 págs. 39,50 . T.o.: The Whisperers. Traducción: Mirta Rosenberg.

Un enemigo del pueblo no puede ser mi padre”


Anna Krivko tenía dieciocho años en 1937, en el momento en que su padre y su tío, ambos obreros de una fábrica en Jarkov, fueron detenidos. Anna fue expulsada de la Universidad de Jarkov y la echaron del Komsomol. Salió a buscar un empleo para mantener a su madre, a su abuela y a su hermana, que entonces era apenas un bebé. Trabajó durante un tiempo en un criadero de cerdos, pero fue despedida cuando sus empleadores se enteraron de que su padre había sido arrestado. No podía encontrar ningún otro empleo.

En enero de 1938, Anna escribió al subdirector de su soviet, el miembro del Politburó Vlas Chubar. Abjuraba de su padre y rogaba a Chubar que ayudara a su familia. Anna amenazaba con matarse y matar a su hermana si no podía llegar a tener una vida decente en la Unión Soviética. La joven estaba desesperada por demostrar que era una leal estalinista. Pero también es posible que el odio hacia su padre fuera real puesto que este había causado a su familia una desgracia tan enorme.

No sé de qué se acusa a mi padre y a su hermano, ni por cuanto tiempo han sido condenados a prisión. Me siento avergonzada y no sé qué hacer. Creo profundamente que el tribunal proletario es justo, y que si los han condenado significa que se lo merecían. No albergo hacia mi padre sentimientos dignos de una hija, sino tan sólo el sentimiento más elevado de una ciudadana soviética hacia su madre patria, el Komsomol que me ha educado y el Partido Comunista. Apoyo con todo mi corazón la decisión del tribunal, la voz de 170 millones de proletarios, y celebro su veredicto. Según mi propio padre lo admitió, fue enrolado en el ejército de Denikin, donde sirvió como guardia blanco durante tres meses en 1919, y por eso fue condenado a dos años y medio [en un campo de trabajo] en 1929; eso es todo lo que sé sobre sus actividades… Si hubiera advertido en su conducta alguna otra señal de actividad antisoviética, a pesar de tratarse de mi propio padre, no habría vacilado ni un momento en denunciarlo al NKVD”.

¡Camarada Chubar, créame! Me siento avergonzada de llamarlo padre. Un enemigo del pueblo no puede ser mi padre. Sólo las personas que me han enseñado a odiar a los canallas, a todos nuestros enemigos, sin compasión ni excepciones, pueden ocupar ese papel. Me aferro a la esperanza de que el proletariado, el Komsomol de Lenin y el Partido de Lenin y de Stalin ocuparán el lugar de mi padre, cuidando de mí como su verdadera hija y ayudándome a encontrar mi camino en la vida” (o.c., pp. 428-429).

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