Ante su 50 aniversario, muchas voces piden una reforma
La 49.ª Asamblea General de la ONU, que se abrió el 20 de septiembre, ha puesto en primer plano el debate sobre el futuro de la Organización. En 1995 se cumplirá el 50.º aniversario de la Conferencia de San Francisco, en la que se aprobó la Carta de las Naciones Unidas y se puso en marcha la Organización que nació con ella. Con este motivo, y a la vista de lo que la ONU nos ha ofrecido en el medio siglo pasado, son muchas las voces que se alzan pidiendo una reforma para que la Organización sea más eficaz.
La propia Carta de las Naciones Unidas admite la posibilidad de su modificación (art. 109) y, de hecho, se han realizado algunas en los años 1965, 1968 y 1973. Pero estas reformas han sido de tono menor: ampliación del número de miembros no permanentes del Consejo de Seguridad, o de los que componen el Consejo Económico y Social, o del número de votos necesarios para convocar una Conferencia General para la revisión de la Carta.
Lo que ahora se pide es una reforma esencial, que afecte al espíritu y al sentido de la ONU. Los defectos con que nació en 1945 no han podido corregirse y parece que todos ellos apuntan al Consejo de Seguridad.
Los puntos débiles del Consejo de Seguridad
Las urgencias de la Conferencia de San Francisco eran fácilmente comprensibles: todavía no había terminado la II Guerra Mundial y los deseos de los firmantes coincidían en disponer de un instrumento institucional capaz de mantener la paz a toda costa.
Los dos escollos fundamentales con los que se tropezaba hacían referencia al intento precedente, la Sociedad de Naciones (SDN): la excesiva democratización de la Organización y la falta de una garantía cierta para preservar la paz.
Por eso la ONU se aristocratizó: en el Consejo habría miembros de distinto rango, los permanentes y los no permanentes, y se dotó a los primeros del derecho de veto. En el capítulo de garantías se aceptó el concepto de Seguridad como «Garantía de la Paz», entendiendo que buscar simplemente la paz -como decía la SDN- era insuficiente.
El Consejo así nacido presentó demasiados puntos débiles:
– Los miembros permanentes parecían equivaler a los «Grandes». Calificación inadecuada para una China sin definir, con una guerra civil pendiente y que se transformó casi por arte de magia en 1971, con la sustitución de Taiwán por Pekín, en la más importante de las modificaciones de la ONU, aunque no registrada por la vía constitucional. Tampoco se podía considerar como grandes al Reino Unido y a Francia, especialmente a esta última, tan zarandeada por los avatares de la Guerra Mundial.
– El veto paralizó por completo la posible actividad del organismo. Desde la primera reunión hasta nuestros días, el veto hizo su aparición 232 veces: 116 de la mano de la antigua Unión Soviética (cuyo puesto ha ocupado Rusia sin que nadie se haya preocupado de investigar si esa sustitución era conforme a derecho); 64, interpuesto por Estados Unidos; 30, por Gran Bretaña; 18, por Francia, y 4, por China.
– La descripción que todavía se hace de los miembros no permanentes resulta anacrónica, porque habla de la proporción en que serán elegidos en estos términos: cinco países de África y de Asia; dos de América Latina; uno de Europa del Este y dos del Oeste y «los demás». La expresión «Europa del Este» no tiene el mismo significado geopolítico que tenía antes de la caída del muro de Berlín, de modo que probablemente se está diciendo algo que no se quiere decir.
Del veto al Nuevo Orden
Esa ineficacia demostrada del Consejo llevó a la ONU a realizar intentos -no confesados públicamente, pero evidentes en el estudio histórico- para desplazar el protagonismo hacia la Asamblea General, primero, y hacia el Secretario General, después. La personalidad de Dag Hammarskjöld o, incluso, la de U Thant, permitió algunas esperanzas. Pero el tono plano de Kurt Waldheim o de Javier Pérez de Cuéllar acabó con esas ilusiones.
Todo pareció cambiar cuando, agotado el mito del comunismo y destruido el muro de Berlín, se planteó el problema de la agresión iraquí a Kuwait y se hizo realidad la Guerra del Golfo. Los vetos del Consejo fueron sustituidos por un clima de acuerdo, y el presidente Bush pudo hablar, con orgullo, en el Mensaje sobre el Estado de la Unión de 1991, de un «Nuevo Orden Mundial», que se asentaba sobre cuatro columnas -la Paz, la Seguridad, la Libertad y el Imperio de la Ley- y tenía a la ONU como instrumento para realizar ese bello sueño.
Duró muy poco. Las experiencias de Somalia, Ruanda, el avispero balcánico, Angola o el Cáucaso han vuelto a sumir a la ONU en duelos y quebrantos. Volviendo al principio de estas líneas, gana terreno la opinión de que hay que reformar la Organización. Pero no se ha aventurado otro proyecto que el de aumentar el número de miembros permanentes del Consejo de Seguridad. Es probable que eso mejorase algo el funcionamiento de la ONU, aunque no sería fácil realizar la reforma. Algunos nombres sugeridos -por ejemplo, Alemania o Japón- despertarían recelos, fundados o no.
Esos recelos invocan la historia y recuerdan que fueron Alemania y Japón, precisamente, los agresores de la Segunda Guerra Mundial. Cualquier rebrote neonazi o cualquier movimiento nacionalista nipón de los últimos años ha levantado temores mucho más allá de lo razonable. El argumento no se sostiene. A los 50 años de terminada la guerra, las circunstancias son bien distintas de las de 1945 y, por otra parte, resultaría contradictorio que a dos miembros de pleno derecho de Naciones Unidas -Alemania y Japón lo son- se les pusiera trabas especiales. Su ingreso en la Organización no fue condicionado.
Un lugar para dos nuevos grandes
La conveniencia de que dos países de la categoría de Japón y Alemania ocupasen plaza de permanentes en el Consejo de Seguridad está clara. Esta decisión anularía los recelos anteriormente citados y cerraría de manera definitiva la Segunda Guerra Mundial, todavía origen de muchos de los males actuales.
Si, además, se quiere buscar la equivalencia de permanentes y grandes, no se puede plantear la discusión. Alemania domina la escena europea -es, se quiera o no, la fortaleza de la Unión- y Japón ocupa idéntica posición en el Lejano Oriente. La geopolítica quedaría mucho más compensada y ése era uno de los proyectos de Naciones Unidas cuando se estaba trabajando en su creación. La única dificultad que se prevé es que ambos países tendrían que retocar sus Constituciones respectivas, y ahí entrarían en posibles conflictos nacionales.
La idea de incorporar estos dos grandes a mayores responsabilidades dentro de la ONU se relaciona, claro está, con su potencial económico. El milagro alemán es ya un concepto clásico, y el tercer puesto de Japón en la clasificación de las potencias mundiales resulta incontestable. De modo que algunos países, muy especialmente Estados Unidos, acogerían de buen grado el aumento en la couta de participación de gastos de la ONU que correspondería a los dos miembros permanentes recién llegados.
Un informe de Naciones Unidas da cuenta de que los gastos ascendieron, durante 1993 y como consecuencia de la intervención de los cascos azules, a 3.600 millones de dólares, y -comenta el propio informe- «es un misterio saber de dónde han salido los fondos para atender esos gastos».
A finales de enero de ese 1993, sólo 18 miembros de los 184 que componen la ONU estaban al corriente de sus pagos. Estados Unidos, el mayor contribuyente, es también el mayor deudor: 284 millones de dólares debe a la Organización como tal y otros 188 millones para las operaciones de paz. Y eso, a pesar de que el 6 de octubre había hecho un abono de 533 millones de dólares (233 para la primera partida de las referidas y 300 para la segunda).
¿Cascos azules o Legión extranjera?
Un reciente artículo, publicado en Le Monde (21-IX-94), pone el dedo en muchas de las llagas -esenciales- de la ONU.
El artículo habla de «tiempos de realismo» y su conclusión es muy vieja y utilizada por todos los órganos de poder: la ONU que tenemos es la que quieren que sea los Estados que la integran. Más o menos, una máquina imperfecta para imponer o mantener la paz en el mundo. Una ambigua «policía del planeta».
La ONU no ha descubierto una fórmula mejor para imponer o mantener la paz que el envío de los cascos azules. Pero éstos actúan siempre maniatados y se convierten, con mucha frecuencia, en mártires de una causa que no está a la altura de su sacrificio. Se ha hablado de la creación de una «Fuerza de Intervención Inmediata» y se llegó a crear algunas líneas de esta Fuerza: Estados Unidos coordinaría la acción de otros 20 países que aportarían, cada uno de ellos, 30.000 soldados. La realidad no ha hecho pasar ese ejército de la décima parte de lo propuesto y ha trasladado al plano internacional las dificultades de recluta que hoy son comunes a la mayor parte de los países del mundo, especialmente en Occidente. Por eso se ha mencionado también la posibilidad de que ese Ejército de Intervención se convirtiera en una poderosa Legión Extranjera de voluntarios.
Los cascos blancos
A todos los problemas se une el de la propia naturaleza de los conflictos que requieren la intervención de la ONU: un examen detenido de los 30 que se produjeron en 1992 muestra que 29 de ellos eran de índole interna, no internacional. De modo que la ONU, en su bienintencionado deseo de imponer la paz, acabaría por imponer soluciones contrarias a la voluntad de los nacionales. Y eso tiene más de violencia que de paz.
De momento, ha prosperado una fórmula práctica: buscar los mantenimientos de la paz por zonas de influencia: Francia acude a Ruanda; Rusia, al Cáucaso; Estados Unidos, a Haití. Y, entretanto, se expresa otro deseo manifestado con un deje de ironía: que la ONU intervenga en una doble función, «mitad gendarme, mitad ambulancia». O, dicho de otra manera: cascos azules y cascos blancos. Eso sería tanto como contraponer las dos facetas de la acción de la ONU: la política, del Consejo de Seguridad, la Asamblea General y el Secretariado, frente a la social/administrativa de las agencias especializadas que forman parte de lo que se llama «el sistema de la Organización» a través del Consejo Económico y Social (ECOSOC).
Más creativa es la idea de sustituir la función de imponer o mantener la paz por la de «prevenir la paz». Pero eso, ¿cómo se hace?
Policía del planeta
A principios de los años noventa se mantenía la ilusión de que la ONU iba a ser el principal árbitro del «nuevo orden mundial». De modo que, allí donde aparecía un conflicto, se acudía a la ONU para que lo arreglase.
Pero el secretario general, Butros Gali, pronto advirtió que no tenía ni el poder ni los recursos para que la ONU fuera la «policía del planeta». «Durante la guerra fría, la ONU adolecía de falta de credibilidad; hoy, adolece de un exceso de credibilidad -declaraba a Le Monde (13-I-93)-; en esas condiciones, no faltarán frustraciones y decepciones en la opinión pública». El secretario general advertía entonces que la organización no podría cumplir sus misiones sin un fuerte esfuerzo financiero. «Nos llaman de todo el mundo. Nos han pedido que supervisemos las elecciones en una treintena de países. Para una sola operación de este tipo, hay que enviar hasta mil observadores durante seis u ocho meses. Lo que supone millones de dólares».
Butros Gali se declaraba entonces partidario de constituir una especie de «ejército de la ONU», una fuerza que podría intervenir con urgencia para imponer la paz. «Se trataría de constituir este ejército a partir de fuerzas nacionales que estarían especialmente entrenadas en estas operaciones de paz. Cuando el Consejo de Seguridad lo decidiera, estarían disponibles para intervenir en un plazo de días. Si podemos firmar acuerdos de este tipo con una cuarentena de países, dispondríamos, por ejemplo, de 80.000 soldados. Estableceríamos otros acuerdos para el transporte, el armamento o las comunicaciones. Actualmente, montar una operación en Somalia o en Mozambique nos lleva de cuatro a cinco meses. Tengo que poner de acuerdo a los Estados, encontrar a los altos jefes de la operación, crear las infraestructuras, negociar una adjudicación internacional para encontrar las compañías aéreas más baratas, etc. Y durante cinco meses la situación tiene mucho tiempo para empeorar».
Pero el proyecto de «ejército de la ONU» no ha madurado. Después de la intervención en Somalia, Estados Unidos no sólo ha abandonado la idea, sino que además ha puesto condiciones cada vez más restrictivas para participar en operaciones de mantenimiento de la paz. Y en el conflicto de Ruanda, el propio Butros Gali -cansado de intentar montar una fuerza de la ONU- aplaudió la intervención de Francia en solitario.
Y es que la ONU no está preparada para poner orden en conflictos que cada vez más son enfrentamientos internos entre adversarios que quieren seguir luchando. «Durante decenios, sabíamos lo que se entendía por mantenimiento de la paz: eran cascos azules ligeramente armados, desplegados a lo largo de una línea de alto el fuego-explica Shashi Tharoor, número dos del departamento de «Mantenimiento de la paz» de la ONU-; ahora se nos pide que mantengamos la paz en situaciones donde todavía no existe una paz que mantener».
Intervenciones humanitariasLa creciente implicación de la ONU en operaciones de asistencia humanitaria era analizada en un artículo de The Economist (25-VI-94), en estos términos.
La ONU no lo está haciendo muy bien como policía: sólo puede parar las refriegas cuando los propios combatientes deciden que ya basta. Pero aún se requieren sus servicios como bombero y ambulancia, aunque falta mucho para resolver las contradicciones inherentes a una intervención armada humanitaria. En cierto sentido, las grandes misiones humanitarias han funcionado. Gracias a ellas, los bosnios han sobrevivido durante dos duros inviernos; y un impreciso número de niños somalíes se han salvado de morir de hambre. Pero pocos creen que cualquiera de las dos operaciones haya sido un éxito.
Los soldados y los cooperantes de la ayuda humanitaria no son siempre aliados naturales. Los cooperantes dicen que ellos deberían mandar en la operación; en la práctica, el ejército decide adónde y a quién irá la ayuda. La disputa fue más grave en Somalia, donde había muchos más soldados que personal civil. Enfadados por esta excesiva presencia militar a su alrededor, los cooperantes afirmaban a menudo que estaban más seguros sin los soldados, sobre todo desde que éstos se vieron envueltos en la guerra civil de Somalia.
El Departamento de Asuntos Humanitarios (DHA), creado por Butros Gali para coordinar la ayuda, busca aún a tientas su papel. Los cooperantes no están muy deseosos de ser coordinados: los descontentos dicen que todo eso sólo sirve para añadir una capa más de burocracia. Inevitablemente, el DHA está preocupado por la búsqueda de fondos. El dinero para asuntos humanitarios -que incluye desde ayuda de emergencia a la repatriación de refugiados o la eliminación de minas- tiene que ser recogido mediante donaciones voluntarias.
Otra de las preocupaciones del DHA es que las emergencias hagan olvidar las crisis planteadas desde hace tiempo o que ya no son noticia. Hay guerras olvidadas en Afganistán, Sri Lanka, Sierra Leona. Está Angola, que plantea la tarea imposible de alimentar a gente que está en ciudades sitiadas. Están los campos de minas, que mutilan a la gente y complican la vida en unos 25 países, y que se van retirando lentamente y sólo en unos pocos países.
Hace cuatro años, UNICEF gastaba apenas el 4% de su presupuesto en emergencias; ahora, gasta casi el 30%. Igualmente, el Comisariado para los Refugiados dedica sus energías a mantener en vida a los refugiados, no a luchar por sus derechos legales.
Pablo J. de Irazazábal