El laberinto sirio

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La espiral de violencia que sacude Siria desde hace dos años –una auténtica guerra civil que ha causado ya más de 70.000 muertos y casi millón y medio de refugiados en los países vecinos– se encamina, a marchas forzados, hacia una amenaza de la paz mundial. No se trata de una apreciación precipitada, ni exagerada, de ningún observador político, sino la conclusión a que ha llegado el cardenal maronita libanés Béchara Raï, que no cesa de apelar al mundo entero para frenar la escalada de la muerte en Oriente Medio.

Su argumentación, expuesta detalladamente por el cardenal no solo al Papa sino a todo quien desea escucharle como, hace unos días, el presidente francés François Hollande, es tan simple como inquietante: si no se apoya política y moralmente a las minorías cristianas para contener la expansión del integrismo islamista, la mayoría moderada de los musulmanes en la región puede pasarse al lado más radical. Esta mayoría moderada, observa el cardenal, ve cada día cómo ciertos Estados –léase Arabia Saudita y demás países del Golfo– están armando a los fundamentalistas. El riesgo es que los moderados caigan en la tentación de pasarse al radicalismo como medio de supervivencia. Tal deriva supondría una amenaza para la paz mundial, más allá de lo que ya supuso el 11-S y de lo que pueda esconderse tras las bombas de Boston.

El turno de Asad
Para valorar el alcance de esta dramática previsión hay que introducirse en el laberinto en que se encuentra el conflicto sirio y el empeño del presidente sirio Bachar el Asad de hacer frente a lo que, de manera imperturbable, considera una “conspiración internacional” contra Siria. Para simplificar, podríamos definir la situación como la resistencia de un régimen dictatorial a la oleada de la “primavera árabe”.

En Siria conviven decenas de minorías raciales y confesionales junto a una mayoría musulmana sunnita moderada… sometida desde hace décadas por una “elite” de confesión alauí que es una rama del chiísmo. Hasta el levantamiento más o menos pacífico de tunecinos y egipcios, los sirios, en su compleja diversidad, habían vivido en la paz relativa que puede existir en una dictadura de corte socialista –“baasista”– en permanente estado de guerra con Israel y, en buena medida, herencia de la “guerra fría”.

La caída de los dictadores Ben Alí, Mubarak y Gaddafi prendió de inmediato en las calles de las principales ciudades sirias con pintadas dirigidas a El Asad en las que podía leerse: “Te ha llegado el turno”. Para sorpresa de muchos observadores, el primer movimiento de resistencia del dictador sirio al empuje “primaveral” iniciado por las mayorías sunnitas árabes, fue la liberación de un numeroso grupo de fundamentalistas pero no como signo de conciliación sino todo lo contrario: para echar gasolina al fuego revolucionario… como pretexto para la represión que empezó de inmediato.

El maquiavelismo de Asad no tardó en tener sus consecuencias: aquellos radicales liberados engrosaron de inmediato las filas de los rebeldes, formaron su propia milicia, Al Nosra, y justo estos días se ha sometido a la disciplina de la franquicia de Al Qaida que, a su vez, ha tratado de liderar la lucha contra el dictador, provocando una profunda escisión en el seno de la oposición siria que clama, sin conseguirlo, por el apoyo armado del mundo occidental.

Repercusiones en la región
Pero este laberinto interno, que ha implicado la destrucción de varias ciudades con su estela de muertos y desplazados, se encierra dentro de otro mucho más complejo al entrar en juego el apoyo –político y armado- que Asad recibe del régimen de los ayatolás iraníes, así como de las milicias chiíes libanesas de Hezbolá –un Estado dentro del Estado del inestable Líbano– y, sobre todo, de Rusia que aún mantiene una base naval en territorio sirio y que teme, más que ningún país occidental, las repercusiones del fundamentalismo islamista en su propio territorio.

Se añade a ello la discreta ayuda que Asad recibe del confuso Irak, donde chiíes y sunnitas se tienen declarada una guerra abierta de influencias; la decisión de los países del Golfo de apoyar a los “rebeldes” sirios como una parte de su enfrentamiento con Irán… y la indecisión o impotencia de la ONU y de la Liga Árabe para llevar a las partes a una negociación.

Para Asad, la cuestión es muy simple: “O yo o el caos”. El mundo occidental, a su vez, se plantea otro dilema muy diferente: dejar que la dictadura caiga por si sola o ayudar a la oposición con algo más que buenas palabras, a sabiendas de que no hay salida posible hacia una democracia. Mientras tanto, la guerra sigue, el número de desplazados crece suscitando una dramática emergencia humanitaria… y aumenta el riesgo de que el conflicto alcance el corazón del Líbano, donde ya hay medio millón de refugiados.

En medio de ambos laberintos, este cardenal libanés, Béchara Raï, trata de impulsar una “cumbre” islamo-cristiana con el objetivo de frenar el fundamentalismo islamista …cuyo objetivo es establecer un nuevo califato musulmán al que, necesariamente, tendría que someterse todo Occidente. ¿Podría resumirse todo en una guerra entre las dos grandes facciones islámicas como prólogo de una ofensiva fundamentalista que empezaría con el intento de destruir Israel? La pregunta encierra otras muchas, como, por ejemplo, cómo frenar la represión de las minorías cristianas allí donde ha triunfado la revolución islámica.

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