La tolerancia no significa que todas las posturas valgan por igual, ni prohíbe oponerse a alguna, si se hace con respeto a las personas, comenta Daniel Innerarity en El País (Madrid, 14-VI-95).
La insistencia en respetar todas las particularidades, dice el autor, se ha extremado tanto, que «así pasamos de la hostilidad entre las diversas concepciones del mundo a su recíproca indiferencia. La cuestión estriba en saber si es posible respetar y discutir al mismo tiempo, enjuiciar sin ofender, ofrecer razones sin necesidad de hacer como aquel que, en vez de dar datos, te daba con un dato».
La exaltación de la diferencia ha traído nuevos tópicos. Uno de ellos dice que «para comprender una realidad cualquiera debe ser mínima la distancia entre el sujeto y objeto. Esta empatía metodológica ha dado lugar a una serie de campos de investigación en los que coinciden los sujetos que la llevan a cabo con los que son investigados. Los women’s studies, black studies o los gay and lesbian studies se han configurado desde el supuesto de que sólo las mujeres pueden entender a las mujeres o sólo los homosexuales a los homosexuales. (…)
«Ahora bien, esta argumentación es autodestructiva. ¿Cómo puede convencer a otros de que no es posible hacerse comprender alguien que cree que no nos podemos hacer comprender? Y además, la tesis de que no nos comprendemos es tan poco plausible como la de que uno se comprende siempre a sí mismo, tozudamente desmentida por el desconocimiento propio en el que acostumbramos a vivir».
Esa tesis «suele hacerse valer porque muchos grupos que han de defender un asunto creen que lo hacen mejor cuando pueden desacreditar a quien discrepa diciendo que no les comprenden ni pueden comprender porque son varones, intelectuales, no tienen hijos, no beben, etcétera». A veces ocurre así: sería sospechoso «que los empresarios quisieran definir y defender los derechos de los trabajadores mejor que los trabajadores mismos». Pero en otros casos, para entender algo se necesita estar libre de intereses personales que impedirían el juicio crítico. De modo que «la obsesión por las denominaciones de origen supone que en un juicio importa menos lo que se dice que quien lo dice».
«En cualquier caso, lo que me interesa subrayar es que la afirmación de que sólo las mujeres pueden entender a las mujeres, etcétera, es una manera muy delicada de decir que no hay quien las comprenda, que son incomprensibles para quien no lo sea (y probablemente también para quien lo sea). Es un insulto camuflado con el guante blanco de un exquisito respeto. El principio de la no injerencia deriva con facilidad hacia el prejuicio de que hay territorios donde no vale la pena adentrarse porque no son comprensibles ni interesantes. (…) Cuando no se cultiva la argumentación, los seres humanos se atrincheran en la única posición que consideran propia: sus sentimientos ante las cosas. Pero entonces, atacar cualquier posición es automáticamente un insulto a quien la expone e incluso una vulneración de sus derechos; cada argumento se convierte en ad hominem.
«La sociedad está así compuesta por grupos que se comportan como concesionarios de autoestima: los hay de sexo, de género, de raza, de profesión… Nada vende hoy menos que una apelación a modificar alguna de estas adscripciones, es decir, a considerarse corregible, ampliable, comparable. Los censores de antaño son hoy los certificadores de la diferencia, que prohíben la confrontación razonable y nos condenan a todos a una irracionalidad repartida sin discriminación.
«De este modo nos hacemos públicamente inaccesibles. Opinar no es tanto afirmar algo de lo que no estoy seguro como afirmar algo que no quiero someter a contrastación, declarar una postura que no quiero ni puedo corregir. Lo importante de una opinión es que sea mía o tuya, la denominación de origen, y no el espacio de pública discusión en el que se arroja. Charles Taylor ha llamado la atención sobre el hecho de que al insistir en la legitimidad de elegir entre opciones diferentes privamos frecuentemente a las opciones de su significación. Nuestros sentimientos no son un principio suficiente para hacer respetar nuestra posición porque no pueden determinar qué es significativo».
«La inteligencia no es otra cosa que una suministradora de razones para discriminar. Si las preferencias no son discutibles, las diferencias terminan siendo insignificantes (…). Por eso me parece que ha de combatirse tanto como la intolerancia ese pluralismo plano e inofensivo de las opiniones, los gustos y los estilos de vida que equivale a su mo-mificación, haciendo indiscernible lo razonable de lo irrisorio».
«Tolerancia no significa que todas las opiniones sean igualmente respetables, o sea, que no las haya mejores o peores, magníficas y peregrinas; lo que merece respeto es el que las sostiene, porque las personas son mejores que sus opiniones».