El debate sobre la «guerra justa» en Kosovo
¿Puede ser cristiana una ética de la guerra?Cuando el Catecismo de la Iglesia Católica (1992) reformuló la doctrina tradicional sobre la «guerra justa», fue tildado de reaccionario. No faltaron comentaristas escandalizados de que el Magisterio mantuviera el viejo principio del ius ad bellum, que parecía superado. Ahora, antiguos pacifistas y los editoriales de muchos periódicos defienden la justicia de la guerra contra Milosevic.
Las críticas al Catecismo por recoger la doctrina de la guerra justa fueron rotundas. Un comentarista del diario El País sentenció: «El nuevo catecismo bloquea la apertura del Concilio Vaticano II» (1). En El Mundo se pudo leer que el Magisterio estaba prolongando una «tradición belicista» (2). En La Vanguardia, alguien se espantó de que la Iglesia siguiera admitiendo un cierto derecho a la guerra (3).
La cuestión es si el recurso a las armas es compatible con el Sermón de la Montaña. A primera vista parece que no, pero el asunto es complicado.
Según Robert McAfee Brown, profesor de teología y de ética en la Pacific School of Religion (Berkeley), en la historia del cristianismo se pueden identificar tres actitudes básicas respecto de la guerra (4). La primera es el pacifismo radical, practicado como consecuencia de una interpretación literal de las palabras del Señor, «vuelve tu espada a la vaina» (Mt 26,52) y del Sermón de la Montaña. Según McAfee Brown, la mayor parte de los primeros cristianos se opuso a servir en el ejército romano.
Recientemente, James Turner Johnson ha confirmado esta opinión, aunque destaca algunas excepciones significativas: en el año 170, por ejemplo, una porción de la Legio Fulminata estaba compuesta por cristianos (5).
Tres posturas históricas
Las cosas cambiaron -segunda posición- cuando la paz y la estabilidad del Imperio se vieron amenazadas por las invasiones de los bárbaros del norte. Muchos cristianos comenzaron a pensar que, en algunas circunstancias, era legítimo usar la fuerza. La teoría moral que se elaboró para sostener esta posición vino a llamarse doctrina de la «guerra justa», y se apoyó, por una parte, en el derecho natural helenístico, y por otra, en la opinión agustiniana de que los pasajes más «difíciles» del Evangelio, aquellos que requieren actitudes heroicas, no son, en la práctica, para todos los bautizados, sino solamente para «quienes pueden ser perfectos». La escuela de Salamanca (s. XVI) dio a esta teoría una forma jurídica definitiva (ius ad bellum). Se trata de un derecho a pelear de forma meramente defensiva, cuyas condiciones de legitimidad son: 1) sufrimiento de una agresión obstinada; 2) fracaso de todos los medios pacíficos; 3) proporción en la respuesta; 4) probabilidad fundada de éxito.
La doctrina agustiniana dio también lugar a la teoría de la «guerra santa» o cruzada -tercera posición-, según la cual, era lícita la participación de los cristianos en campañas de violencia activa, siempre que el fin perseguido fuera bueno, es decir un «servicio a la voluntad de Dios». Esta teoría destruía la arquitectura del ius ad bellum clásico, pues ya no respetaba la pasividad que presidía el equilibrio entre fines (justos) y medios (violentos).
Estas tres posiciones han convivido en la Iglesia durante casi dos mil años, si bien es verdad que la «guerra santa» siempre encontró grandes opositores, y acabó siendo definitivamente rechazada.
Dos versiones del pacifismo
El pacifismo absoluto es hoy una de las corrientes más vivas dentro de la Iglesia. De hecho, miles de fieles han vivido según esta ética en los estados totalitarios, y todavía hay muchos que resisten silenciosamente con heroísmo (pensemos en la «Iglesia clandestina» de China).
Pero no se puede confundir esta radicalidad cristiana con el movimiento pacifista secular de los años 60. El pacifismo secular coincide con el cristiano en el «sentimiento», pero no en las motivaciones, ni tampoco en los fundamentos teóricos. El pacifismo que va de Rousseau a Russell se basa, por el contrario, en el concepto ilustrado de naturaleza, según el cual el hombre es naturalmente bueno, y lo único que se requiere para establecer la paz universal es educación y reforma de las estructuras sociales injustas.
Este matiz social permitió que en nuestro siglo el comunismo enarbolara la bandera del pacifismo ilustrado. Según algunos, los partidos comunistas propagaron el pacifismo entre la juventud inconformista occidental con fines puramente estratégicos: minar el poder militar del bloque capitalista. Lo cierto es que, como se ha podido comprobar en sus realizaciones históricas, el socialismo real no ha sido, ni mucho menos, una ideología pacífica.
La diferencia entre el pacifismo cristiano y el pacifismo ilustrado se puede observar, precisamente, en la cuestión de la «guerra justa». La doctrina de la «guerra justa» se apoya en la creencia del pecado original, es decir, en la convicción de que en el interior de cada hombre pervive una raíz de maldad que puede llevar hasta las más horribles injusticias. El cristiano sabe que en la historia siempre habrá hombres que se dejen arrastrar hacia esa violencia. Violencia que sufrirán pacientemente quienes deseen imitar a Cristo (opción siempre personal y voluntaria).
Pero el cristianismo también tenía algo que decir a los gobernantes. Y para ello se basó en el derecho natural estoico. La Iglesia dijo a los príncipes que tenían derecho a utilizar las armas cuando su pueblo sufría una agresión injusta. Así pues, a partir del dogma del pecado original y del amor evangélico a los más débiles se puede llegar tanto al pacifismo como a la doctrina de la «guerra justa».
El derecho a la legítima defensa
Bajo la influencia del cristianismo la guerra se había humanizado durante el medievo. El fin de la guerra no era destruir al enemigo sino poner en fuga al adversario, o arrebatar sus estandartes; y además, se respetaba a la población civil, no se batallaba en las fiestas, etc. Pero el siglo XX prescindió de esas limitaciones. Primero con los totalitarismos, y luego con el empleo de las armas químicas y nucleares, nuestro siglo restituyó a la guerra su carácter más brutal.
Por eso, el Concilio Vaticano II, celebrado en plena «guerra fría», pidió una acción a escala mundial para impedir la guerra (Gaudium et spes, n. 82). A pesar de esto, el Concilio no negó «el derecho de legítima defensa a los gobiernos» (ibid., n. 79), porque consideró prudente admitir la posibilidad, al menos teórica, de una guerra de violencia limitada que, en la práctica, era poco probable en un mundo dividido en grandes bloques militares.
Juan Pablo II, que ha hecho de la puesta en práctica del Concilio el fin de su pontificado, admitió la doctrina de la «guerra justa» en el número 2309 del Catecismo (6) aunque, personalmente, él no la ha utilizado para justificar ninguna de las guerras acontecidas durante su pontificado (más bien, se ha opuesto a todas ellas). Aquí se ve una muestra del talante católico, verdaderamente universal, de la Iglesia: el Magisterio proporciona a los fieles una variedad de opciones legítimas, ante problemas que exigen decidir con criterios prudenciales, y el margen de discusión es muy amplio.
De esta forma, la Iglesia acoge a todos los hombres de recta conciencia, incluso a aquellos que han mantenido posturas críticas con el Magisterio. Los actuales responsables de la OTAN (Clinton, Solana, Blair, Fischer, etc.), que fueron en su juventud pacifistas ilustrados, justifican hoy su recurso a la fuerza apelando a la doctrina de la guerra justa. «No luchamos por un territorio, sino por unos valores», ha dicho Tony Blair (7). «Sabemos que esta es una guerra justa -dijo George Bush en el conflicto del Golfo-, y que, Dios mediante, la ganaremos» (8).
Así pues, el razonamiento que hacen los responsables de la guerra coincide, a veces incluso en los términos utilizados, con la doctrina del Catecismo. No podía ser de otra forma, porque esa doctrina está tejida con principios revelados, pero también con razones del derecho natural, y sobre todo, con una larga, muy larga, experiencia histórica. El Catecismo es un vademecum religioso, pero también un código de derechos humanos.
El derecho positivo no basta
La mayor parte de quienes se oponen a la guerra argumenta desde el positivismo jurídico (es decir, prescindiendo del derecho natural). Según el socialista Enrique Múgica, se trata «solamente de un sector pequeño de la izquierda» («La democracia armada», ABC, 24-IV-99), y de intelectuales sin responsabilidades de gobierno. A la guerra del Golfo se opuso, por ejemplo, Norberto Bobbio, padre del neopositivismo italiano («Ética de la guerra», El País, 27-II-91). Recientemente, el catedrático de sociología Ignacio Sotelo también ha lamentado que las «naciones más poderosas de la tierra hayan dado la espalda al derecho y justifiquen su acción con una apelación directa a la moral» (El País, 16-IV-99).
Efectivamente, en la guerra de Bosnia se han violado los acuerdos de Helsinki (1975), donde los países europeos pactaron no modificar las fronteras de aquel momento. Además de la reunificación alemana y de la división de Checoslovaquia (ambos procesos pacíficos), nuevos países -Croacia, Eslovenia y Bosnia- Herzegovina- han aparecido en el mapa como fruto de la guerra. Pero lo que Sotelo no dice es que la Conferencia sobre la Cooperación y Seguridad de Helsinki suponía un reconocimiento implícito de la dominación soviética en Europa oriental bajo los efectos de la amenaza del Pacto de Varsovia. Helsinki sólo se puede entender en el marco de una política de bloques, y ese marco ha desaparecido.
Esta es la mayor dificultad para argumentar desde el positivismo: la obsolescencia de los pactos. Para un positivista, lo único válido son los pactos surgidos de un acuerdo de voluntades (nunca de una concepción moral del hombre). Pero el cambio de escenarios deja pronto anticuados los acuerdos. Un derecho fundado en la ley natural, aunque quizá más abstracto, proporciona un fundamento más estable a la convivencia. Esto parece bastante claro, pero aun así, Sotelo se empeña en afirmar que una guerra «no se puede justificar con principios de moral».
Viejas doctrinas aún vigentes
La teoría del derecho internacional, sin embargo, por mucho que hoy se apellide «positiva», no es tan opuesta a los criterios morales. El derecho internacional tiene parte de su fundamento en principios filosóficos, pues no en vano el origen de este derecho es el humanista derecho de gentes. Antonio Cassese, juez del Tribunal Internacional de La Haya y representante italiano ante la ONU para el derecho internacional en los conflictos armados, ha explicitado recientemente los cinco criterios que considera imprescindibles para el uso legítimo de la fuerza (9). Cuatro de ellos coinciden con los citados en el Catecismo. El quinto, que es el propiamente «positivo», señala que «el empleo de la fuerza es legítimo para un conjunto de Estados -nunca para una sola potencia-, siempre y cuando esté de acuerdo la mayoría de los países de la ONU».
La cláusula de la mayoría (criterio «positivo») es problemática. Por una parte, el consenso internacional en el uso de la fuerza parece, efectivamente, imprescindible. También el Concilio lo vio así (Gaudium et spes, n. 82). Pero los derechos humanos son valores de índole superior al consenso, y no pueden condicionarse ni siquiera al principio de la mayoría. Por eso, frente a una agresión injusta, una parálisis fundada en la opinión (o falta de opinión) de la mayoría no es siempre admisible para una conciencia cristiana.
Reto a la imaginación política
En el caso de Kosovo Juan Pablo II ha deplorado la intervención armada de la OTAN. El Papa duda que se cumplan las condiciones de la «guerra justa». Según el nuncio apostólico en Belgrado, monseñor Santos Abril, aunque se hicieron muchos intentos de negociación, «todavía existían márgenes de intervención política antes de llegar a los bombardeos» (Avvenire, 8-IV-99).
Evidentemente, el Papa se mueve en la esfera que le es propia: la afirmación de los principios y la solicitud cristiana por los que sufren. En cuanto a los principios, ha hablado en diversos momentos del derecho a «desarmar al agresor» y también de «injerencia humanitaria». Pero no sabemos cómo se articulan en la práctica esos derechos, y cabe dudar que el actual plan de guerra de la OTAN sea conforme con ellos.
El Papa ha lanzado un reto a la imaginación política que toca a los gobiernos desarrollar. El mundo actual tiene que pensar «la guerra con mentalidad totalmente nueva» (Gaudium el spes, n. 80). La vieja doctrina del ius ad bellum tiene que ser refundada, entre otras cosas porque los conflictos son globales, y ya no se producen sólo entre Estados individuales soberanos. Pero esto no significa que los principios de moral objetiva que están en la base de la legítima defensa se hayan derogado. Simplemente, hay que repensarlos de una forma original. ¿Surgirá así una «cuarta postura del cristianismo histórico» frente a la guerra?
Gabriel Vilallonga_________________________(1) J. Arias, El País, 19-XI-92.(2) J. Pérez Pellón y J.M. Vidal, «Los pecados del siglo XXI», El Mundo, 27-IX-92.(3) A. Escala, La Vanguardia, 23-IX-92.(4) R. McAfee Brown, Religion and Violence, Westminster Press, 1973.(5) J.T. Johnson, The Quest for Peace: Three Moral Traditions in Western Cultural History, Princeton University Press, 1987; Just War and Jihad: Historical and Theoretical Perspectives on War and Peace in Western and Islamic Traditions, Greenwood Press, 1991.(6) La doctrina católica sobre la paz es más amplia que los criterios de la «guerra justa» y se recoge en los nn. 2302-2317 del Catecismo.(7) T. Blair, «Why the Generation of 1968 Chose to Go to War», en International Herald Tribune, 13-IV-99. Traducido en El Mundo, 15-IV-99.(8) Cfr. R.N. Ostling, «A Just Conflict, or Just a Conflict?», Time 11-II-91.(9) Citados en W. Veltroni, en «Guerre juste et paix juste», Le Monde, 13-IV-99. La guerra en el Catecismo2308 Todo ciudadano y todo gobernante están obligados a empeñarse en evitar las guerras.
Sin embargo, «mientras exista el riesgo de guerra y falte una autoridad internacional competente y provista de la fuerza correspondiente, una vez agotados todos los medios de acuerdo pacífico, no se podrá negar a los gobiernos el derecho a la legítima defensa» (Gaudium et spes 79,4).
2309 Se han de considerar con rigor las condiciones estrictas de una legítima defensa mediante la fuerza militar. La gravedad de semejante decisión somete a ésta a condiciones rigurosas de legitimidad moral. Es preciso a la vez:
Estos son los elementos tradicionales enumerados en la doctrina llamada de la «guerra justa».
La apreciación de estas condiciones de legitimidad moral pertenece al juicio prudente de quienes están a cargo del bien común.