Se acaban de publicar en Francia las Avant-Mémoires de Mijaíl Gorbachov (Ed. Odile Jacob). Se trata de un adelanto, destinado al gran público, de unas auténticas Memorias en las que sigue trabajando. En ellas, el ex mandatario soviético relata su actuación en el Kremlin ante unos cambios que ni él ni sus colaboradores supieron prever. Reproducimos algunos párrafos del comentario que hace Bernard Lecomte (L’Express, 18-II-93) acerca del libro.
El libro desvela uno de los grandes misterios de la historia contemporánea: cuando Mijaíl Gorbachov consiguió el poder supremo, en 1985, ¿había previsto, concebido, premeditado el fin del comunismo? ¿Existía entonces, entre los reformadores de los que se rodeó en el Kremlin, algún plan de democratización del bloque socialista?
La respuesta es negativa. Es verdad que, a diferencia de la vieja guardia de Breznev, el sucesor de Constantin Chernienko era muy consciente de los problemas que tenía planteados la URSS, a la que consideraba «al borde de sus fuerzas»: agotadora carrera de armamentos, descenso de la productividad, caída del nivel de vida, burocratización total, corrupción galopante, descomposición de la vida intelectual, etc. Pero, confiesa, «no tenía clara la dimensión real de los problemas». Y el nuevo equipo en el poder se puso a trabajar «en el espíritu tradicional de la política del partido».
El objetivo es claro y primordial durante años: «Perfeccionar el sistema, obligarle a funcionar, sin cambiar nada los principios.» (…) Y si Gorbachov, con sus reformas, quiso evitar dos catástrofes, ésas eran el hundimiento del partido comunista y la descomposición del imperio soviético.
Muy pronto se vio que la empresa era vana y que había que ir más lejos. Gorbachov y sus colaboradores más próximos (Alexander Yakovlev, Eduard Shevardnadze) inventaron entonces la perestroika, tentativa desesperada para domar un sistema totalitario que se encabritaba en cuanto se pretendía tocar sus fundamentos. «Nosotros concebimos primero la perestroika sólo como una reforma económica», recuerda Gorbachov. Antes de admitir que, «sin cambio de régimen político, las transformaciones eran sencillamente imposibles».
¡Qué esperanzas, qué batallas libradas contra el aparato, pero también qué errores estratégicos! Habría sido preciso, dice el autor, «hacer más por destruir las estructuras burocráticas», pero también dar prioridad a la reforma de la agricultura, «que habría producido efectos rápidos y manifiestos para la gente», en lugar de agotarse en vano con la industria pesada. Apasionante mea culpa…
Habría sido preciso, sobre todo, advertir el «potencial del renacimiento nacionalista impulsado por el proceso de democratización»: ¡Lituania, Nagorno-Karabaj, Georgia y otros problemas nacionalistas habrían ganado tanto si hubieran sido comprendidos en el Kremlin! El autor confiesa con desarmante sinceridad: «La ficción de la amistad indestructible entre los pueblos seguía cegándonos».
De algo está orgulloso, sin embargo. Cuando un proceso de transformaciones se escapa de la mano a sus autores (particularmente en la historia rusa, añade el antiguo amo del Kremlin), lo que prevalece es una lógica revolucionaria, con su cortejo de destrucciones y de violencias irreprimibles. En cambio, durante todos esos años, Mijaíl Gorbachov rehúsa dejarse arrastrar hacia un baño de sangre.
Ese será su honor, esa será también su pérdida: renunciar a utilizar la fuerza frente a los manifestantes de Hungría o de la RDA en 1989 (en el exterior), como frente a los defensores nostálgicos del marxismo-leninismo (en el interior), era condenarse a la caída del muro de Berlín y al golpe conservador de agosto de 1991. A Gorbachov no le falta dignidad cuando cierra su balance: «Lamento no haber tenido éxito en llevar a buen puerto el barco que dirigía».