En una sociedad verdaderamente liberal, cabe esperar que el Estado sepa acomodar las distintas visiones del mundo que concurren en el espacio público, sin exigir a nadie que preste su conformidad a una de ellas. Sin embargo, en su reciente sentencia contra una universidad cristiana, el Tribunal Supremo de Canadá renuncia a buscar ese acomodo y opta, en cambio, por limitar la diversidad de perspectivas.
La Trinity Western University (TWU), una pequeña universidad evangélica, quería abrir una facultad de Derecho con sendas sedes en la Columbia Británica y Ontario. Como cualquier otra universidad, debía solicitar la concesión del permiso a los colegios de abogados de esas provincias. Y estos debían comprobar que la universidad cumplía los requisitos académicos mínimos para asegurar una formación profesional competente.
Ambos colegios le denegaron el permiso por razones extraacadémicas. Alegaron que la TWU iba a exigir a sus alumnos la firma de un compromiso por el que debían abstenerse de relaciones sexuales fuera del matrimonio –entendido como la unión de un hombre y una mujer–, tanto en el campus como en cualquier otro sitio.
Se trataba de una declaración de valores, difícilmente exigible, pues nada impide a los estudiantes llevar el tipo de vida que quieran fuera del recinto de la universidad. En cualquier caso, resulta exagerado verlo como una imposición a los alumnos: a quienes no estén de acuerdo con el ideal de la TWU, pueden buscar plaza en cualquiera de las otras facultades de Derecho.
La TWU recurrió la denegación del permiso a los tribunales provinciales, aduciendo que vulneraba su libertad religiosa y otros derechos. El Tribunal Supremo de la Columbia Británica y el de Apelaciones dieron la razón a la universidad. Los de Ontario, en cambio, respaldaron al colegio de abogados de esa provincia.
¿A quién obliga el deber de acomodar?
Ambos recursos llegaron al Supremo de Canadá. Según explica el resumen oficial del caso, los magistrados debían decidir si los colegios de abogados habían sopesado de forma equilibrada el conflicto entre la libertad religiosa de la TWU y la obligación de proteger el interés público por parte de aquellos. Por tal interés, el Supremo entiende el acceso igualitario a la profesión legal, el apoyo a la diversidad y la prevención de un perjuicio a los estudiantes LGTBQ.
“El auténtico pluralismo y la auténtica diversidad requieren de auténtica tolerancia” (Rod Dreher)
Es interesante subrayar que ocho de los nueve jueces estiman que la denegación de la licencia a la universidad restringía, en efecto, su libertad religiosa (tres de ellos lo consideran una restricción grave). Sin embargo, una mayoría de siete magistrados contra dos resuelve finalmente que la ponderación de los colegios de abogados había sido proporcionada y, por tanto, razonable.
No lo ven así los dos jueces que votaron en contra, para quienes también era de interés público que ambas asociaciones profesionales se hubieran preocupado de acomodar las distintas visiones en conflicto. “En una sociedad liberal y pluralista, el interés público es servido, y no perjudicado, por la acomodación de las diferencias”, sostienen en un voto discrepante de la sentencia (fundamentos 56 a 82).
De hecho, sostienen que la obligación de acomodar les correspondía a los colegios de abogados, en cuanto entidades públicas, pero no a la universidad, que es una entidad privada. Por eso, concluyen, “el desigual acceso derivado del compromiso” sobre la abstinencia sexual, no debe verse como “una dispensa para discriminar, sino como una acomodación a la libertad religiosa”.
Discriminación en cascada
Paradójicamente, con esta sentencia pierde la diversidad social que los jueces trataban de proteger: mientras los estudiantes con una visión de la sexualidad distinta de la de la TWU –no solo los homosexuales– podrán seguir eligiendo la universidad a la que quieran ir, los que deseen estudiar en la TWU se quedan sin su facultad de Derecho.
Este caso tiene similitudes con uno que protagonizó en 2014 la Facultad para el Cuidado de la Salud Sexual y Reproductiva, dependiente del Colegio Real de Obstetricia y Ginecología del Reino Unido. La diferencia es que aquí quien dicta las normas en materia sexual es una universidad pública.
Ese año, la Facultad aprobó unas directrices por las que impedía obtener el título de experto en salud reproductiva a los estudiantes de medicina y enfermería con “objeciones morales o religiosas” a la contracepción y la píldora del día después. Quienes tuvieran reservas podrían cursar el programa. Pero solo recibirían el diploma acreditativo los que mostrasen “durante las prácticas la voluntad de prescribir cualquier forma de anticonceptivo hormonal, incluidos los de emergencia, y la voluntad de aconsejar y, si fuera apropiado, de remitir al especialista en métodos intrauterinos”.
“En una sociedad liberal y pluralista, el interés público es servido, y no perjudicado, por la acomodación de las diferencias” (voto discrepante)
Como señaló en su día David Jones, director del Anscombe Bioethics Centre, con sede en Oxford, esta discriminación arbitraria contra los profesionales sanitarios tiene un efecto multiplicador, pues indirectamente discrimina también “a los pacientes que comparten las mismas creencias y que probablemente querrían ser tratados por profesionales capaces de empatizar con su postura”. En realidad, cabe matizar a Jones, se discriminan igualmente a cualquier profesional y a cualquier paciente –creyentes o no– que quieran ejercer como expertos en planificación familiar natural, cuya eficacia reconoce la OMS.
La tentación de intransigencia acecha a todos
Se cumple así la advertencia de Rod Dreher, redactor de The American Conservative y autor del libro The Benedict Option. Como explicó en una larga entrevista para Spiked, la próxima batalla legal en el ámbito de los derechos de conciencia y de libertad religiosa bien podría afectar a las instituciones educativas confesionales –colegios y universidades– que, por no adherirse a la mentalidad dominante, podrían verse amenazadas con la retirada de títulos oficiales o de fondos públicos.
A los dispuestos a presionar, les invita a pensar: “El auténtico pluralismo y la auténtica diversidad requieren de auténtica tolerancia. Y eso supone tolerar el derecho de las personas a estar equivocadas”. La reflexión de Dreher es pertinente, pues recuerda que los creyentes no son los únicos que comparecen en el espacio público con pretensiones de verdad. Ni tampoco son los únicos a los que acecha la tentación de fanatismo.
En la misma línea, el jurista de Princeton Robert P. George previene frente a la supuesta neutralidad de un liberalismo político que dice respetar por igual todas las convicciones y creencias, mientras toma partido por una concreta visión del mundo. “Si nunca resultó creíble la pretensión del liberalismo antiperfeccionista [sin una idea del bien] de presentarse como una simple doctrina política (no metafísica) y, en cuanto tal, neutral respecto de las doctrinas comprehensivas que compiten entre sí, el caso TW [Trinity Western University] muestra que es irrisoria. El progresismo laico es una religión cada vez más fundamentalista”.