La visita del Papa a la tumba de su amigo el profesor Jérôme Lejeune ha servido para comprobar una vez más dónde están hoy los gérmenes de la intolerancia. En la Francia de los derechos humanos parece que debería respetarse el derecho de una persona a rezar en la tumba de un amigo sin necesidad de pedir permiso a nadie. Y así lo han comprendido casi todos. Pero un sector minoritario de los profesionales de la tolerancia han visto ahí una «provocación», un «gesto inamistoso» o, incluso, una incitación a «acciones violentas» por parte de los que «no respetan» la ley del aborto.
Quizá no es superfluo recordar que el profesor Jérôme Lejeune fue un ardiente defensor del derecho a la vida, con su ciencia y su acción ciudadana, siempre con medios pacíficos y dentro de la ley. Por tanto, hablar de él como de un farouche (feroz) adversario del aborto, es tanto como calificar al nuevo beato Frédéric Ozanam como un farouche adversario de la pobreza. Ciertamente, ninguno de los dos se conformó ante algo que parecía normal en su tiempo, pero que era profundamente injusto. Y los dos reaccionaron luchando contra la exclusión de los más débiles, ya fuera de los excluidos de los bienes terrenos o de excluidos del derecho a la vida.
El gesto del Papa molesta de tal modo a estos fundamentalistas del aborto que les hace olvidar sus propios argumentos. Mientras justifican el aborto invocando el respeto a la libre autodeterminación de la mujer, consideran injustificable que un hombre decida visitar la tumba de un personaje que ellos preferirían olvidar. Defienden el derecho a escoger, pero querrían censurar lo que escogen otros. Aseguran que están defendiendo la tolerancia, pero no toleran que alguien defienda la postura contraria aunque sea con un gesto. Se presentan como los paladines del pluralismo, pero temen que el pluralismo se utilice para reabrir un debate que consideran zanjado.
Juan Pablo II, como de costumbre, sin atender a las críticas, ha hecho lo que pensaba que debía hacer: rendir homenaje a un amigo que tanto se distinguió en la defensa de la vida. Y es absurdo que alguien pretenda negarle ese derecho. En cuestión de cementerios, uno de los signos de los fanáticos -también a veces en Francia- ha sido profanar las tumbas de los enemigos. Pero ir a rezar a las tumbas sólo puede molestar a los intolerantes.
Ignacio Aréchaga