Un análisis de Romano Guardini sobre convicciones y tolerancia
El «multiculturalismo» y el «pluralismo democrático» plantean hoy de modo acuciante la cuestión de la tolerancia. A menudo se dice que la convivencia en una sociedad donde existen diversas posturas éticas o religiosas sólo es posible si se consideran todas meras preferencias subjetivas; el que está firmemente convencido de algo es un fanático en potencia. Eso, contestaba Romano Guardini, es una salida falsa, que niega el problema y falta al respeto debido a los otros, porque no los toma en serio. Así lo explica en un capítulo de su Ética (1), recién publicada en español, del que se reproduce una parte en este servicio.
Quien quiera ver toda la perentoriedad del problema [de la tolerancia] deberá primero tomarse en serio el concepto de verdad. Debe tener claro que existe una verdad. Digamos más exactamente que las cosas -tomada esta palabra en su más amplia acepción: las cosas naturales y los acontecimientos, el ser humano y su vida, el Estado y la historia-, que las cosas tienen una identidad de esencia, que es como es y no de otro modo. Que esta identidad de esencia puede ser conocida, es decir, convertida en verdad. Y que, sin embargo, el ser humano no puede proceder caprichosamente en dicho conocer, sino que está en relación de obediencia respecto a la identidad de esencia.
Superar la subjetividad
Conocer es, por tanto, obedecer. Si yo digo que «esto es de tal y cual modo» no lo digo por capricho, tampoco porque congenie con mi estructura anímica, o porque subvenga a mis necesidades, sino porque eso es así. La voluntad de conocer es una voluntad de superar la subjetividad. (…)
Despréndese de lo dicho que, si una declaración es verdadera, su contradictoria no puede serlo. Y que entonces rechazar su contradictoria no es sólo mi derecho, sino también mi deber.
Por otra parte, el conocimiento de la verdad presupone la libertad. Esta libertad no es un capricho, sino un hecho, que surge de que la razón es llamada por el contenido de verdad y movida por el deber, pero de ninguna manera violentada por dicho contenido de verdad: la libertad ha de abrirse a él por intrínseca disponibilidad. (…)
Las condiciones del diálogo
Es aquí donde surge el problema de la tolerancia. Respecto del conocimiento del otro, yo estoy obligado a tener respeto. Dicho más genéricamente: puesto que alguien, llevado de su libertad espiritual, ha encontrado la verdad o cree haberla encontrado, debo comportarme respetuosamente. Aun cuando considere falsa su convicción, no podría afrontarla ni con violencia exterior, ni con coacción psicológica, sino únicamente salir al encuentro de ella en el terreno mismo en el que surge la convicción: en el de la confrontación con el ser, que es donde se prueba si algo es de tal manera o de tal otra. (…)
Este deber de respeto frente al comportamiento veritativo del otro se extiende más, incluso. El deber de respetar la convicción ganada por el otro no significa sólo que -si somos de distinta opinión- yo deba evitar la violencia psicofísica, sino que debo con mi comportamiento dar al otro ser humano espacio para que él pueda llegar a la verdad en la forma correcta. Cuando él esté junto a mí y hable conmigo deberá percibir claramente que yo soy de tal o cual opinión, pero sin que nunca se vea molestado en su propia configuración de la verdad, sino llevado a continuar buscando desde ella. (…)
Esta actitud alcanza su más plena expresión en el diálogo auténtico, que consiste en la confrontación de dos personas, las cuales se hallan en la disposición adecuada para la verdad, pues o bien han encontrado ya su veredicto, o se esfuerzan por encontrarlo. De este modo se produce entre ellos una concordia en la afirmación de la verdad, en el reconocimiento de la propia limitación y de la posibilidad de errar, y en el deseo de alcanzar con el otro un conocimiento más pleno del que cada uno de ellos podría obtener por separado. (…)
No traicionar la verdad
Esta concordia, esta conciencia de la propia limitación, así como también este respeto de la libertad del otro, no debería sin embargo llevar a decir: «Desde luego, he sabido que esto y esto es verdadero, y tu declaración contradice esta sabiduría; a pesar de ello, te concedo que también lo que tú dices es verdadero». Tal sería una traición a la verdad, pero además también una desconsideración de la persona, tanto de la propia como de la ajena, toda vez que cuando actúo de ese modo desvalorizo toda la relación. Pues, por mucho que el otro pudiera desear estar de acuerdo conmigo, cuando él tiene lo que se llama conciencia moral de la verdad y carácter de la verdad, entonces no quiere ninguna concesión, sino que reconozca y acepte mi opinión como errónea. Así pues, tan pronto como él advierte que yo «hablo conmigo mismo», o que «también al otro le doy la razón», aunque pueda de alguna manera resultarle agradable, pierde sin embargo básicamente interés ante mí.
En el ámbito de la ciencia exacta todo es como es, está ahí y no se discute. (…) Básicamente parecido, pero prácticamente más difícil, es cuando se trata de ciencias del espíritu, pues aquí el estado de cosas es mucho más complicado, los factores subjetivos más numerosos, y las posibilidades de equivocarse mayores. (…) También aquí se ve por doquier la tendencia a valorar, por ejemplo, un conocimiento histórico no como una auténtica verdad, sino como una representación del pasado subjetivamente determinada, como una simple «intuición» que busca encontrar en el pasado una justificación para la propia existencia actual y su actividad creadora de futuro.
Sospecha contra las convicciones
Esta inclinación se fortalece aún más, y de forma definitiva, allí donde se trata de cuestiones de interpretación del mundo y de orden vital, por tanto de convicción metafísico-religiosa. Aquí el mundo contemporáneo deja caer más o menos el concepto de verdad en sentido objetivo y considera la toma de posición en estas cuestiones como una mera opinión subjetiva.
En su forma de escepticismo radical se dice que en tales cuestiones no existe en general ningún conocimiento adecuado, sino solamente un mero caminar (…). No hay que olvidar el modo de pensar inmanentista del pensamiento moderno, que considera carentes de importancia a las cuestiones metafísicas y religiosas en general, y sólo les concede atención en la medida en que son necesarias para crear un cierto trasfondo para la propia existencia.
(…) Según eso, nunca se puede decir «esto es así», sino únicamente «es así en relación con esto otro, en este tiempo a diferencia de otros, en este grupo social o en esta estructura económica, desde estos supuestos psicológicos, en esta situación, etc.». El liberal tiene la sensación de que únicamente de este modo podría vivirse la vida con perspectiva de progreso. Tan pronto como aparece una posición absoluta le parece que trae consigo conflictos y que amenaza con la violencia. (…)
De este modo se ha perdido lo que constituye el núcleo de la existencia: la dignidad del sentido de la verdad, la decisión característica de la convicción. (…)
Desavenencias sin sentido
La mayor parte de las desavenencias carecen de sentido, pues en ellas únicamente chocan opiniones fijas contra opiniones fijas, cuyos portadores no intentan en absoluto entender al otro. Esto resulta hoy especialmente grave, pues las palabras parecen haber perdido en gran medida su significado exacto, por lo cual primero debe aclararse fatigosamente la terminología, y a ello contribuyen todas las esclerotizaciones acuñadas en consignas y programas. Por eso hay que restablecer los necesarios eslabones intermedios a través de los cuales pueda hacerse visible en general la propia opinión al otro. Por añadidura, esto no suele hacerse en absoluto nunca (carencia de tiempo, cansancio…).
Pero aceptemos que un auténtico diálogo comience a producirse; puede ser que en última instancia queden frente a frente convicción contra convicción. Entonces el uno deberá decir al otro: «Valoro tu seriedad para con la verdad, pero tengo que comunicarte que lo que tú dices es falso».
Quizás éste busque luego, pese a todo, alcanzar un compromiso: «Lo que tú dices es también verdadero». Si así cede, entonces tenemos la tolerancia en el sentido actual. Pero, si es serio con la verdad, entonces perderá en última instancia el respeto ante semejante tolerancia, y con razón.
Cuando el acuerdo es imposible
La verdadera tolerancia es, por tanto, algo muy complejo. Comporta en primer lugar la importante idea de que la relación con la verdad descansa en la libertad. De que, por lo tanto, la toma de postura del otro no puede ser influida por la fuerza ni por la sugestión. De que, incluso cuando esto ocurre, todo queda echado a perder, porque la verdad únicamente puede realizarse desde la libertad.
Si un ser humano con una convicción personal verdadera se encuentra con otro que tiene otra (…) de contenido contradictorio, puede darse el caso más favorable de que uno convenza al otro de que se ha equivocado. Pero, si esto no ocurre, entonces surge una situación que básicamente ya no tiene solución. (…)
Cualquier intento de liberar al otro de un error debe pasar por ese punto de su interioridad en que su persona se enfrenta en libertad a la cuestión. Esto a menudo resulta muy arduo y se ve dificultado por los imponderables fácticos. Por eso fácilmente se produce un cortocircuito, y ya no se busca el camino por los medios personales, sino a través de la inteligencia abstracta, la sugestión psicológica, la ironía, la chanza y el ridículo, etc. De este modo termina ocurriendo lo malsano, pues ya no se busca la verdad, sino el tener razón a cualquier precio. (…)
En el nombre de la verdad -también y especialmente de la religiosa- se ha perpetrado mucha violencia en la historia. La intención de traer a la verdad al equivocado, únicamente puede llevarse a término desde el respeto y la piedad, pero demasiado frecuentemente se ha pervertido en la voluntad de tener razón. Sin embargo, para gozar de una perspectiva clara, basta con remitirse a la persona que en estas cuestiones es también la norma por excelencia, la persona de Cristo. Entonces se ve con cuánta calma y plenitud ha renunciado él a querer imponer la razón, a querer vencer, a reducir al otro al silencio. Y cuán fructuoso camino recorrió cuando, como dice San Juan, vino «a guiar el mundo».
Secuelas del escepticismo
El escepticismo contemporáneo, la pérdida de la verdadera relación con la verdad religiosa, fue ampliamente la sencilla respuesta a la falsa representación de la verdad por aquellos que estaban convencidos de estar seguros de ella.
Este escepticismo ha producido sin embargo por su lado consecuencias ominosas, pues los seres humanos no pueden a la larga permanecer en el vacío interior y en la inconsistencia que trae consigo la pérdida de auténtica verdad, y de este modo se ha producido un vacío en el que ha entrado la violencia. Allí donde antaño reinara la excelencia de la verdad se ha hecho presente en la práctica el Estado. Allí donde imperaba la fuerza de sentido de la evidencia se ha comenzado a ejercer la violencia. La obediencia espiritual a la exigencia de verdad ha sido reemplazada por la física sumisión a las autoridades y a la policía; la convicción debida a la palabra, por la arenga militar.
La nueva intolerancia
En (…) Occidente, especialmente Norteamérica, tan supuestamente consolidada en la libertad plena que permite tomar posiciones, habría que preguntar en qué medida todo eso no es una violencia difusa, una técnica por doquier operante de configuración de opinión en que aparentemente cada cual dice lo que piensa, mientras que en realidad se cuida mucho que cada uno sólo piense aquello que «se» tiene que pensar, de forma que también aquí sería mucho más rara de lo que parece una convicción adecuada.
En todos los casos se descubre aquí un fenómeno monstruoso (…). Como herencia de la más decidida exigencia de formación de juicio autónomo, representada por un ethos de la tolerancia continuamente defendido, surge una intolerancia que deja pequeño todo lo que la tan supuestamente esclava Edad Media hubiera podido llevar a cabo alguna vez en punto a constricción. Esta intolerancia no es, sin embargo, algo así como -según acostumbra a decirse- una recaída en la atávica esclavitud, una vuelta a la oscurantista medievalidad, sino una consecuencia exacta del supuesto progreso contemporáneo hacia la libertad, que cree por su parte haber alcanzado su máximo triunfo con la superación de toda autoridad procedente de la Revelación y de la voz divina.
La fuerza del bienRomano Guardini (1885-1968) consideraba la Ética como la «síntesis de todo mi trabajo». Está compuesta por las lecciones que impartió en la Universidad de Múnich de 1950 a 1962, siempre ante una numerosa audiencia. Aunque intentó publicarlas, su mala salud le impidió culminar la tarea de darles forma escrita final: así, algunas secciones de la obra son esquemas no desarrollados. Sólo pudo dar a la imprenta algunas partes, como la ya traducida Las etapas de la vida (ver servicio 15/98). La Academia Católica de Baviera, que está ocupándose de sacar a la luz las obras completas de Guardini -incluidas varias inéditas-, publicó el original alemán de la Ética en 1993.
Esta obra puede ser considerada la más representativa del Guardini filósofo. Pero él es aquí el mismo Guardini sacerdote que escribió populares libros sobre el rosario o el Via Crucis, o el Guardini teólogo y apologista de tantos otros en que interpreta con la perspicacia de la fe la cultura contemporánea. Su Ética, desde la primera parte («La ética natural», seguida de «Ética y Revelación»), se apoya en aquella evidencia básica de Guardini expresada en el título de otra obra: Quien sabe de Dios conoce al hombre (ver servicio 130/95). Sin embargo, no la da simplemente por supuesta: la muestra prestando, primero, máxima atención a los datos que suministra la experiencia humana común.
Por partir de la experiencia, Guardini incluye en sus lecciones temas que a primera vista podrían parecer digresiones en un tratado de ética. Pero a Guardini, observar todo lo que pone ante los ojos el fenómeno moral le lleva a detenerse en la sexualidad, la enfermedad y la muerte, la amistad, el arte, la cortesía…
Se comprueba en la Ética de Guardini que el acicate de la fe despierta un extraordinario aprecio por lo humano: no con exaltación fácil e irrealista, como si no existieran errores y degradaciones; sino con mirada que descubre las mejores posibilidades del hombre, señala los obstáculos que pueden hacerlas estériles y quiere ayudar a realizarlas. Como dice Alfonso López Quintás en su estudio introductorio, Guardini estaba convencido de que «el hombre sólo puede desarrollar su personalidad y adquirir plenitud y felicidad por vía de elevación»; por eso, «se preocupa menos de recordar prohibiciones que de mostrar la fecundidad de lo valioso». En palabras del propio Guardini tomadas de Una ética para nuestro tiempo: «Con demasiada frecuencia se ve la norma ética como algo que se impone desde fuera a un hombre rebelde; aquí el bien ha de entenderse como aquello cuya realización es lo que de veras hace al hombre ser hombre». ACEPRENSA.
_________________________(1) Romano Guardini. Ética. Lecciones en la Universidad de Múnich. BAC. Madrid (1999). XLVI+937 págs. 6.800 ptas. T.o.: Ethik. Vorlesungen an der Universität München. Matthias Grünewald-Ferdinand Schöning. Mainz-Paderborn (1993). Traducción: Daniel Romero y Carlos Díaz.