Voces de la disidencia se lamentan del “escaso impacto” de la visita en un hipotético cambio de la situación política
La recién concluida visita oficial y pastoral del Papa Benedicto XVI a Cuba ha dejado varias reacciones: en el pueblo católico, gratitud; en el gobierno, satisfacción; y en la oposición política, decepción.
Se podría hacer una disección por partes. Pocos minutos después de concluida la eucaristía en la Plaza de la Revolución de La Habana, el 28 de marzo, una fuente del arzobispado habanero me explicaba telefónicamente que la Iglesia había pedido expresamente que quienes asistieran a la celebración no portaran pancartas ni aplaudieran efusivamente, al contrario de lo que había sucedido allí mismo durante la visita de Juan Pablo II en 1998.
Era extraña y no “cuadraba” con el espíritu festivo del cubano una orientación de esta índole. Sin embargo, podía estar relacionada con el activismo desplegado por la oposición cubana en los días cercanos a la visita. Tal vez la Iglesia deseaba evitar que, bajo el manto de la celebración religiosa, se escudaran manifestaciones de otra índole que dieran al traste con el desenvolvimiento de la visita.
La protesta de la disidencia
En días previos, un grupo de 13 personas había ocupado el santuario habanero de la Caridad, con demandas tan variopintas como el cese del engorroso mecanismo de solicitud del permiso de viaje al exterior y la instalación de un gobierno provisional. El Arzobispado de La Habana les solicitó abandonar el templo, y ante su negativa, 48 horas después fueron pacíficamente desalojados por las fuerzas del orden.
Cualquier personalidad que visite Cuba tiene una agenda pactada con el gobierno, de la que no puede salirse sin perder los contactos oficiales
Una protesta de este tipo, evidentemente, tenía muy pocas posibilidades de prosperar en sus objetivos. Solo quería hacer el “ruido” pertinente para atraer la atención de la numerosa prensa extranjera afincada por esos días en La Habana a la espera de la visita del Pontífice, y hacer ver que la oposición no estaba desmovilizada. Ante un gobierno ocupado en la organización de la visita oficial, los disidentes calcularon que habría cierta vulnerabilidad y que era hora de marcar algún gol.
Otra vía pensada por la oposición política fue solicitar encuentros con el Pontífice. “Un minuto”, pidió la organización Damas de Blanco, y desde el entorno eclesial se le hizo saber que la agenda pontificia era apretada.
Tal vez por esto, algunas voces de la disidencia se lamentan del “escaso impacto” de la visita en un hipotético cambio de la situación política. Lo respaldaría el hecho de que, en una conferencia de prensa, el vicepresidente cubano Marino Murillo pareció replicar indirectamente al Papa, quien en México había expresado que “la ideología marxista ya no responde a la realidad”. El funcionario cubano se apuró a advertir que en la Isla no habrá reforma política.
Los partidarios de la confrontación abierta no reparan en una verdad comprobable: tradicionalmente, el gobierno cubano no responde a actos de fuerza y opta por encastillarse. Si se va atrás en la historia, hasta 1962, se puede recordar la determinación del entonces presidente Fidel Castro de no permitir inspecciones norteamericanas a los buques soviéticos cargados de misiles, pese al riesgo que ello significaba para la isla.
La tónica ha siempre sido esa y se aplica en cualquier contexto. Así, cualquier personalidad política que visite Cuba tiene una agenda pactada con el gobierno. Si decide salirse de ella y contactar con disidentes, ve automáticamente cancelados sus encuentros oficiales. O lo que es lo mismo, roto el diálogo con el actor principal. Si se rompe el diálogo, ¿cómo hacerle llegar al interlocutor las ideas de renovación, de cambios?
El Papa pidió que nadie se vea impedido de sumarse a la construcción de una sociedad renovada y reconciliada por la limitación de sus libertades fundamentales
En 2010, fruto del diálogo entre la Iglesia y el Estado (no del enfrentamiento), se logró la excarcelación de los opositores que quedaban presos después de los arrestos de 2003, algunos de ellos con condenas de más de 15 años. Sin la mediación eclesial, que logró garantías concretas para quienes salieron de prisión (los que emigraron, por ejemplo, no perdieron sus propiedades en Cuba), el desenlace a la tensión de la primavera de 2010 hubiera sido, tal vez, muy diferente.
Un toque de realismo para el gobierno
Del otro lado de las aspiraciones respecto la visita papal estaba, precisamente, el gobierno. Según el académico cubano-estadounidense Arturo López Levy, la presencia de Benedicto XVI en La Habana contribuiría a la agenda gubernamental, en cuanto consolidaría el diálogo institucional de las autoridades con la Iglesia, “creando incentivos para que esta última participe de forma ordenada en la renovación del sistema vigente”.
Asimismo, también propiciaría un ambiente internacional favorable a los proyectos de apertura y reforzaría la imagen de que el país se mueve, frente a una política inamovible (la de EE.UU.) que tiene hartos, por su ineficacia y por su perdurabilidad, a la mayoría de los cubanos de a pie.
Precisamente por ahí viene otra de las satisfacciones del gobierno de Raúl Castro: en su despedida, el Papa aludió a las “medidas económicas restrictivas impuestas desde fuera del país (que) pesan negativamente sobre la población”. En otras palabras, el bloqueo estadounidense. La Habana espera siempre de que las personalidades visitantes le dediquen unas palabras al tema, y Benedicto XVI lo hizo.
Por otra parte, en una sociedad abrumada por las penurias económicas, caldo de cultivo para que las insatisfacciones se vuelvan reclamos de cambio político, el gobierno ve en la Iglesia la “válvula de escape”, el mecanismo mediante el cual puede hacer saber su postura sobre determinados temas a grupos con los que no tiene interlocución directa, porque para él no cuentan con legitimidad alguna y porque la oposición, muy fragmentada en facciones pequeñas, no tiene, parafraseando a Kissinger, un único teléfono al cual llamar.
La visita del Papa constituye un espaldarazo al modo en que la Iglesia está conduciendo las relaciones con el Estado y mediando en la interlocución con la Cuba plural
No es de dudar, además, que el gobierno del Partido Comunista esté experimentando un “toque de realismo”. Menos idealistas que en otros momentos de la historia, las autoridades pueden estarse planteando seriamente la posibilidad de una colaboración más profunda con una institución con el prestigio y la solidez de la Iglesia, con una presencia de cinco siglos en la isla y que ni en los más oscuros días de solapada persecución se dispersó en los dominios del “Estado ateo”.
La Iglesia ha demostrado, y el gobierno lo sabe, capacidad de “anticipación” en cuestiones en las que el Estado ha debido rectificar al final. Por casi dos décadas, por ejemplo, la Iglesia estuvo pidiendo que se eliminara la obligatoriedad de que todo adolescente ingresara en una escuela en el campo si quería hacerse bachiller. Decenas de miles de jóvenes de entre 15 y 18 años que deseaban alcanzar una carrera universitaria debían ir por tres años a esos centros, donde la alimentación se había vuelto pésima, el orden una ensoñación, el transporte un problema, y el malestar era general, al punto de que no pocos profesores se marcharon de aquellos planteles y abandonaron el magisterio. Ni qué decir de cuántos buenos estudiantes, potenciales científicos e intelectuales, dejaron colgados sus sueños por no matricularse en esas escuelas.
Cuando, muy recientemente, comenzó la reapertura de institutos preuniversitarios en las ciudades, el ahorro de recursos se hizo palpable de inmediato, y los padres recuperaron el control de sus hijos en una edad tan difícil, ¡tras 20 años de alerta eclesial sobre el problema!
Particular énfasis en la libertad religiosa
Para la Iglesia, la visita del Papa Benedicto XVI constituye un espaldarazo al modo en que está conduciendo las relaciones con el Estado y mediando en la interlocución con la Cuba plural.
El clima de los días previos era, de hecho, señal de cambios: los jóvenes católicos organizaron vigilias de oración y predicación en céntricos parques de La Habana, y 14 vía crucis surcaron las calles de la capital durante la Cuaresma, animados por miembros de las comunidades cristianas y seguidos por creyentes y no creyentes, fieles y curiosos. Escenas sencillamente impensables hace 20 años.
A ellos, cristianos católicos, y a todos los cubanos, el Pontífice dedicó mensajes claros. De hecho, al despedirse, aludió a la necesidad de construir la concordia entre todos: “Que nadie –dijo– se vea impedido de sumarse a esta apasionante tarea por la limitación de sus libertades fundamentales, ni eximido de ella por desidia o carencia de recursos materiales”, palabras que llamaban a la inclusión y que bien recogían los reclamos de muchos.
La acogida a los enfermos, el alivio del sufrimiento de los presos, el respeto a los no nacidos, la promoción de la familia. Todos fueron temas abordados por el Papa, ante una sociedad que asiste a la pérdida de valores o a la suplantación de algunos por pseudovalores de la “modernidad”.
Respecto a la Iglesia, animó al Estado a avanzar en el reconocimiento al aporte que esta puede dar en la construcción de la sociedad. Para ello, puso énfasis en el aspecto de la libertad religiosa, mayormente entendida en Cuba como la no intromisión en la religiosidad privada del individuo y el permitir que los templos abran sus puertas.
El creyente, apuntó el Papa, debe poder hacer manifestación pública de su fe y dar su contribución en campos como el de la educación. En Cuba todo el sistema educativo tiene sello estatal, y está de espaldas a las experiencias que se desarrollan en las áreas internas de algunas parroquias, donde se ofrecen cursos de idiomas, ética, historia, habilidades manuales, etc.
La Iglesia cubana ha dicho que no desea volver al antiguo modelo de escuela católica: aquellos grandes colegios regidos por órdenes religiosas que fueron confiscados en 1961. Pero habrá que ver qué variante está dispuesta a aplicar y qué espacio está dispuesto el Estado a cederle. Hasta ahora es una incógnita a merced del diálogo entre ambas instituciones, del cual, en honor a la verdad, trasciende muy poco.
De momento, y como un gesto hacia la recién concluida visita del Pontífice, el gobierno cubano ha declarado festivo este Viernes Santo, si bien con “carácter excepcional”, mientras se espera una decisión “definitiva”. Había sido una petición directa del Papa al presidente cubano, y la Santa Sede expresó su beneplácito por el anuncio.
Son pequeños pasos, sin duda, pero pasos hacia adelante, a la espera de otros. El Papa, como ironizaba un dictador, no tiene divisiones armadas, pero la Iglesia en Cuba se apresta a desempeñar un papel más relevante que el de un ejército: el de ayudar a la articulación de todas las propuestas para llevar adelante al país, y el de ser una voz incansable por la reconciliación de todos los cubanos.