Cómo se expandió la Iglesia en el primer milenio

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Los cristianos tienen cosas que aprender de toda época histórica. El periodo descrito por Richard Fletcher en su excelente estudio The Barbarian Conversion (1) es particularmente ilustrativo en la inminencia del Jubileo del año 2000, que conmemora no sólo el nacimiento de Cristo, sino también dos mil años de cristianismo. Juan Pablo II ha convocado repetidamente a una reevangelización de Occidente, y ha señalado como prioritarios algunos aspectos que, precisamente, se estudian en este libro. En su carta apostólica Tertio millennio adveniente, el Papa invita a buscar inspiración en el primer milenio de la Iglesia como posible modelo para la unidad de los cristianos, una de las metas de su pontificado.

Richard Fletcher, de la Universidad de York (Inglaterra), es autor de varios estudios sobre temas medievales. Sus obras más conocidas son The Quest for El Cid (1991) –galardonada con dos premios: el Wolfson Literary Award for History y el Los Angeles Times Book Award for History– y Moorish Spain (1988).

En un artículo anterior comenté The Rise of Christianity, el best seller de Rodney Stark que lleva al lector, a lo largo de una investigación sociológica sobre la primitiva cristiandad, desde Pentecostés hasta el Edicto de Milán (ver servicio 77/97). El autor sugiere algunas originales conclusiones, entre las que se subraya la importancia del ejemplo personal en la familia y entre los amigos –»el poder del influjo personal», que diría el cardenal Newman– para explicar el crecimiento de la Iglesia primitiva bajo el Imperio romano.

El libro de Fletcher nos lleva al siguiente estadio, que es radicalmente distinto y, en cierta medida, más importante para Occidente. Como dice el autor: «Este libro trata del proceso por el que una religión que creció en el seno de un mundo romano y mediterráneo se propagó a ese mundo exterior al que los romanos llamaban bárbaro». Casi todos nosotros descendemos de esos bárbaros.

Del mundo romano a los intrusos

El campo de investigación del libro se limita al cristianismo de cuño latino. El cristianismo de Oriente no alcanzó un desarrollo misionero tan grande, debido a varios factores: su localización geográfica, el cesaropapismo, las pérdidas humanas a causa del islam, etc. Por tratarse de una obra científica, el libro puede resultar demasiado extenso y un poco repetitivo. Una versión condensada hubiera sido más legible, aunque, ciertamente, habría perdido interés para los especialistas.

Fletcher hace un trabajo excelente en los primeros capítulos, poniendo en escena las invasiones bárbaras y las conversiones, que comenzaron a raíz de dos acontecimientos que dieron al traste con la unidad cultural del Mediterráneo. «Uno de estos acontecimientos fue el repliegue sobre sí misma de la mitad bizantina y ortodoxa del Imperio. El otro fue la irrupción del islam, con la consiguiente inmersión de las orillas meridional y oriental en una cultura totalmente diferente».

El Edicto de Milán, a comienzos del siglo IV, supone la tolerancia del cristianismo en todo el Imperio. En la misma época, se producen las primeras incursiones bárbaras. Puede decirse que el periodo bárbaro comenzó aquí, y se prolongó hasta 1387, año de la conversión de la última nación europea: Lituania.

Lo tolerable y lo intolerable del paganismo

El autor estudia la evangelización de las tribus bárbaras a lo largo de estos mil años, e intenta responder a varias cuestiones, empezando por los motivos que llevaron a los evangelizadores a empeñarse en un trabajo arduo, sin recompensa y a menudo arriesgado. Después se pregunta por los métodos que emplearon para introducir la fe cristiana en los pueblos bárbaros. Y plantea también una cuestión muy pertinente ante el actual debate sobre la «inculturación» de la fe en la evangelización de las naciones asiáticas y africanas: ¿a qué compromisos llegó el cristianismo medieval con las culturas paganas?; ¿cómo se trazaron los límites entre lo tolerable y lo intolerable en las creencias y prácticas del paganismo (matrimonio, régimen penal, ritos funerarios, comercio de esclavos, venganzas…)?

Todas esas cuestiones son contestadas con detalle, aunque no siempre de forma convincente. Las limitaciones son obvias. Hay muy poca documentación histórica acerca de las tribus bárbaras, así como de su sistema moral, de sus costumbres, de sus prácticas religiosas. Normalmente eran nómadas, con una cultura de tradición oral, y hasta nosotros han llegado muy pocos de sus utensilios y casi ningún texto. Los maravillosos relatos de conversiones, aunque sean rigurosamente históricos, ofrecen solamente la visión de una de las partes. Así ocurre, por ejemplo, con la crónica de Beda el Venerable y con los registros realizados por los monasterios y las diócesis.

Además, el autor muestra poco interés por los motivos que impulsaron a los misioneros a realizar todo aquello. La visión religiosa personal de Fletcher queda poco clara. Confiesa haber frecuentado la iglesia en su juventud, y su posición es favorable al cristianismo. Pero, en algunos pasajes, como cuando considera la rectitud de intención tanto de los evangelizadores como de los conversos, muestra una ironía algo inquietante. Ante la cuestión de cómo fueron capaces esos pueblos paganos de conservar la fe cristiana durante siglos, suspende el juicio. ¿Podría decirse que lo lograron gracias a la acción de la gracia sacramental y a la fuerza de la Sagrada Escritura? Para responder afirmativamente a esta pregunta se necesita fe. Pero, nos preguntamos nosotros, ¿de qué otro modo pudo ser?

La evangelización puso a los pueblos bárbaros en contacto con una cultura superior: la cultura greco-romana. Sin duda, el atractivo de esta cultura jugó a favor del cristianismo, en un momento en que éste tenía que enfrentarse con los ritos paganos. Si el cristianismo hubiera venido de China, los bárbaros también se habrían impresionado ante una cultura superior –e incluso anterior a la romana–. Pero esa cultura les habría llegado transformada y purificada por la persona y enseñanzas de Cristo. La providencia dispuso las cosas de distinta forma.

La historia ha mostrado que el mensaje salvífico de la Iglesia trasciende culturas, nacionalidades y etnias, porque la naturaleza humana es constante. En los viajes apostólicos de Juan Pablo II, el misionero más viajero de la historia, se puede ver una confirmación de esta tesis.

¿Podía la Iglesia vivir sin el Imperio?

Para responder las preguntas que se plantea, Fletcher retrata, a lo largo de cien páginas, la situación de la Iglesia tras el Edicto de Milán. Señala que en ese periodo se puede identificar dos tendencias que estarán ya presentes a lo largo de toda la historia cristiana. Una es la «actitud de prevención, de desconfianza, e incluso de odio, hacia el mundo secular». «Esta actitud puede estar relacionada con la propensión a ver el floreciente monacato como el ideal de vida cristiana». Fletcher no toma en consideración otros factores que sin duda contribuyeron a esa actitud: la decadencia moral en el Imperio, el declive de su poder, la disminución del fervor de muchos cristianos cuando dejaron de estar marginados, la desorientación producida por las herejías arriana y maniquea con sus dudas sobre la divinidad de Jesús y sobre el origen divino del mundo creado.

La segunda tendencia era «la búsqueda de alguna forma de acomodación a un Imperio y un mundo seculares». La existencia de esta tendencia no debe sorprendernos. Los cristianos de esa época no conocían otra forma política que la del Imperio romano, un Imperio que tras dos siglos y medio de persecuciones, de la noche a la mañana se había hecho tolerante, que posteriormente había ido incorporando el cristianismo, y que además aparecía ante sus ojos como inmortal.

Como si analizara un proceso, Fletcher asegura a continuación que «el siguiente paso fue pensar que el Imperio romano formaba parte del plan de Dios para el mundo». Quienes creemos en la providencia de Dios podemos muy bien pensar que así era, efectivamente. Lo cual no equivale a decir que la Iglesia sólo podía vivir en el interior del Imperio o en dependencia de él. Esta última idea, sin embargo, también gozó de cierta popularidad entre algunos cristianos, y sin duda fue una de las causas de que durante un tiempo no hubiera interés por la evangelización de los bárbaros. Así piensa, al menos, un conocido historiador citado por Fletcher: «A lo largo del periodo imperial no se conoce un solo ejemplo de ordenación episcopal realizada con el propósito misionero de convertir a los paganos que vivían más allá de las fronteras».

Dentro quedaba mucho por hacer

Fletcher parece no entender que la obra de evangelización en el interior del Imperio absorbía considerables energías. Tanto él como Stark reconocen que el cristianismo era un fenómeno fundamentalmente urbano, mientras que las sociedades paganas, como su mismo nombre indica, vivían en el campo (pagus). Las zonas rurales interiores del Imperio también quedaron sin evangelizar durante siglos.

En la época del Edicto de Milán, según se estima, sólo el 10% de la población era cristiana. Hasta que comenzaron a emigrar hacia el sur y hacia el oeste, las tribus nómadas apenas eran conocidas por la jerarquía y por el pueblo cristiano. El eficaz sistema de comunicación y de vías romanas terminaba en los bordes del Imperio. Es poco científico, por tanto, concluir que el celo evangelizador de los primeros cristianos se limitaba a los ciudadanos romanos.

Fletcher sostiene que la idea que tenía san Agustín de una comunidad cristiana no confinada al Imperio era novedosa. En realidad, ante la evidente decadencia del Imperio, Agustín participa en una polémica de su tiempo: el fin del mundo y la predicación del Evangelio a todas las naciones. Argumenta que «entre nosotros, es decir en África, hay multitud de tribus bárbaras a las que todavía no se ha predicado la Palabra de Dios. Y sin embargo, no puede decirse que estén excluidos de las promesas de Dios, porque cuando el Señor prometió a Abraham multiplicar su descendencia no hablaba de los romanos, sino de todas las naciones» (De fine saeculi).

Viejos y nuevos bárbaros

La conversión de los bárbaros propiamente dicha comienza con la invasión del Imperio romano por varios pueblos godos, y más en concreto por los hunos, al final del siglo IV. Fletcher dedica centenares de páginas a narrar con detalle historias maravillosas y heroicas sobre el trabajo de los misioneros, sobre el papel que tuvo el monacato, particularmente el procedente de Irlanda e Inglaterra, y sobre la labor evangelizadora en el corazón de Europa y en las tierras eslavas. Habla de la conversión de los gobernantes, del establecimiento de la jerarquía y, finalmente, de conversiones de enteras tribus y reinos. Habla de Ufila, el apóstol de los godos; de Patricio de Irlanda; de Wilifredo y Wilibrordo, apóstoles de los sajones y los daneses; de Cirilo y Metodio, predicadores de los eslavos y copatronos de Europa junto con San Benito; de los santos irlandeses Columbano y Columcila, que evangelizaron parte de Francia, Alemania e, incluso, del norte de Italia, y del inglés Bonifacio, el gran apóstol de francos y germanos.

Junto ellos, aparecen muchos otros, menos familiares para nosotros, e incluso desconocidos. Los grandes evangelizadores son siempre santos. Estos hombres están muy alto en el cielo porque no repararon en gastos, a pesar de conocer el alto precio que deberían pagar. Ante la proximidad del Jubileo, les rendimos homenaje, pues sin su trabajo, la gran mayoría de nosotros no estaríamos aquí para celebrarlo.

En el último capítulo, «Caminando hacia Belén», Fletcher se detiene sobre una cuestión crucial: la evangelización es una tarea que tendrá que continuar hasta la segunda venida del Señor. Todavía, o ya, en 1608, el arzobispo de la católica región de Salzburgo escribe al príncipe elector Maximiliano I: «La gente corriente de nuestra tierra no sabe ni siquiera recitar el Padrenuestro o el Avemaría, y desconoce el Credo de los Apóstoles, por no hablar de los diez mandamientos». «En nuestra época –dice Fletcher–, parece que las cosas han ido todavía a peor».

Al mismo tiempo, nos encontramos hoy ante una coyuntura singular de la historia de la Iglesia, pues el Evangelio está siendo predicado a todas las naciones. Frente a ello, vemos surgir nuevas y exóticas formas de barbarie tecnológica, que amenazan la existencia del género humano. Y sin embargo, el Papa entrevé una «nueva primavera para la Iglesia» y una «civilización del amor» en el nuevo milenio.

C.J. McCloskey (http://www.catholicity.com/cathedral/mccloskey/), sacerdote, es director del Centro Católico de Información de la archidiócesis de Washington.


Los métodos de los evangelizadores

Fletcher señala que los obispos exhortaban a las elites agrarias a «tomar enérgicas y, si era necesario, coercitivas medidas –hasta cierto punto– para hacer cristianos a los campesinos». Indica que san Martín de Tours, un obispo del siglo IV, fue particularmente eficaz en esta línea. Además de predicar, no dudó en utilizar la confrontación directa: suspensión de los cultos paganos, demolición de templos paganos, etc. La actitud es similar a la que posteriormente adoptó Cortés con el Imperio azteca. Pero debemos recordar que aquello con lo que se enfrentaban todos ellos no era una verdadera civilización sino un crudo paganismo lleno de violencia e inmoralidad, al menos para una sensibilidad cristiana.

Otras tribus fueron persuadidas más suavemente, poniendo en el centro de su ritual un objeto religioso distinto, demostrando que el Dios cristiano y sus santos respondían a las oraciones, mientras que las divinidades paganas no lo hacían. «Para saber cómo pensaban aquellos primeros cristianos sobre la forma de convertir a los paganos debemos fijarnos en las iniciativas episcopales relativas al bienestar espiritual y social, a la predicación, a la legislación, así como a los ejemplos de renuncia ascética y de un poder superior de lo cristiano frente a las curaciones mágicas y milagrosas obradas por los santones paganos». Uno de los mejores medios de conversión era, simplemente, poner a los propietarios de tierras a construir iglesias, porque si las construyes tú, ¿vendrán ellos?

Es ilustrativa la obra de Juan de Éfeso, que emprendió una misión a mediados del siglo VI en lo que hoy es la Turquía occidental. Se nos narra que «a lo largo de bastantes años, Juan y sus colaboradores demolieron templos y santuarios, derribaron árboles sagrados, bautizaron a 80.000 personas, construyeron noventa y ocho iglesias y fundaron doce monasterios». Y eso fue en el corazón del Imperio, en una zona en la había existido presencia cristiana ¡desde los tiempos de san Pablo! No debe sorprender, pues, que la Iglesia no llegara inmediata y eficazmente a los bárbaros cuando aún quedaba tanta labor evangelizadora dentro del Imperio. Como dice Fletcher, «tanto la conversión como la cristianización eran un asunto muy lento». Se podría añadir que siguen siéndolo. C.J.M.

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(1) Richard Fletcher. The Barbarian Conversion: From Paganism to Christianity. Henry Holt & Co. Nueva York (1998). 576 págs. U.S.$ 35. / The Conversion of Europe. Fontana Press. Londres (1998). 700 págs. £ 10,99.

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