Cuando el pasado Jueves Santo las noticias reflejaron la masacre de 147 personas en la universidad de Garissa (Kenia), el Papa manifestó su cercanía a los familiares de las víctimas, y un día después lamentó el “silencio cómplice” de quienes observan con indiferencia cómo los cristianos siguen siendo perseguidos y asesinados.
El primer lunes de Pascua, el Pontífice fue aún más directo: “Pido que la comunidad internacional no permanezca muda e inerte frente a tal crimen inaceptable, que constituye una violación preocupante de los derechos humanos más elementales”.
Los cristianos son víctimas de masacres, desplazamientos forzosos, secuestros y despojo, en un amplio espectro territorial que va del norte de Nigeria a Kenya, de Libia a Siria e Iraq, y es el islamismo extremista el responsable. Occidente pudiera hacer más para detener esa fatal influencia —la propia Santa Sede ha expresado que los países con capacidad para ello pueden hacer uso de la fuerza militar para poner fin al atropello contra los cristianos, los miembros de otras minorías y los musulmanes que no se pliegan a los caprichos de los fanáticos—, pero los decision-makers se toman su tiempo. Un tiempo que, para quienes ven pender la espada sobre sí, es bastante escaso.
En la sociedad árabe, marcada más por la pertenencia a clanes familiares que por un sentido amplio de comunidad, el sufrimiento de los cristianos no interesa demasiado
“Por favor, no molestar a los musulmanes”
Sucede, sin embargo, que hay extrañeza e indiferencia en los países occidentales hacia esos cristianos que viven en el mundo árabe, una nebulosa región que, en la mente de muchos, es únicamente tierra de petróleo, mezquitas, y tipos barbudos con cinturones de explosivos. Tal vez por esa misma errónea percepción —y por una pizca añadida de mala fe—la autoridad de transportes de París decidió en días pasados retirar de la red de Metro unos carteles que anunciaban un concierto solidario con los “cristianos de Oriente Medio”, bajo el pretexto de la “neutralidad ante un conflicto armado en el exterior”, como si realmente fuera de recibo mantenerse neutral ante un asesino y su víctima. Finalmente, ante la indignación pública, se ha visto obligada a rectificar y reponer los carteles
Pero la indiferencia no florece únicamente en la oficina central de Transportes de la capital gala. Un artículo de Foreign Policy señalaba en marzo pasado que EE.UU. va de perfil en el asunto para no aparecer como defensor de una minoría en detrimento de otras, y no buscarse problemas con la comunidad islámica.
John Eibner, líder de la organización Christian Solidarity International-USA, afirmó a dicha publicación que “el interés político compartido por republicanos y demócratas es ganar los corazones y las mentes de los musulmanes. (…) Tras el 11 de septiembre, esto se volvió un asunto delicado, y todos lo saben. Es una gran preocupación de la política exterior de EE.UU., y parece un asunto de seguridad nacional”.
Iniciativas torpedeadas
Para que la Casa Blanca y el Congreso no actúen, basta con que la población esté de espaldas al tema y no presione demasiado. Según comenta a FP Faith McDonnell, especialista del Institute of Religion and Democracy, muchos cristianos y organizaciones de inspiración cristiana suelen ser muy activos en asuntos de política doméstica, como el aborto y el “matrimonio” homosexual, pero los temas internacionales les resultan más “intimidantes”.
Un proyecto de ley para auxiliar a las minorías religiosas de Iraq ha sido torpedeado por el Congreso
En cuanto a aquellos cristianos que sí llegan a interesarse por los destinos de sus correligionarios en Oriente Medio, McDonnell explica que muchos “no saben ni siquiera que existe un Comité de Relaciones Exteriores” en el Legislativo, que sería la instancia sobre la cual podrían ejercer influencia.
Mientras esto ocurre, las escasas iniciativas encaminadas a resolver la situación de las comunidades cristianas son torpedeadas por el Congreso o demoradas por la Administración. En el primer caso, una propuesta de ley —la denominada Ley para los Refugiados de las llanuras de Nínive 2014— “murió de muerte apacible”, según FP, sin el voto siquiera de algún comité para salir adelante. De haberse aprobado, habría vuelto más expedito el proceso de concesión de visas a los actuales o antiguos residentes de áreas invadidas por el Estado Islámico, y habría concedido a cristianos y yazidíes un estatus especial como refugiados. Su promotora, la representante demócrata Anna Eshoo, piensa volver a intentarlo, pero no es demasiado optimista.
No tiene motivos, cuando su propio gobierno anunció en agosto pasado la creación de la figura de un enviado especial para ayudar con apenas un millón de dólares —una gota en un océano de tanta calamidad— a los desplazados por el avance del EI, y a estas horas no hay todavía noticias ni del enviado ni del dinero.
La responsabilidad de EE.UU. y Occidente
Más activa se ha mostrado la diplomacia francesa, que logró que el Consejo de Seguridad de la ONU se ocupara el 27 de marzo de la suerte de los cristianos de Oriente perseguidos por el Estado Islámico. El ministro de asuntos exteriores, Laurent Fabius, pidió una acción concertada de la comunidad internacional para favorecer la seguridad y el retorno de estos cristianos. Su plan propone la creación de un fondo de ayuda humanitaria para este retorno, que debería ser asegurado por las fuerzas militares sobre el terreno. También pide que la ONU lleve los crímenes del Estado Islámico al Tribunal Penal Internacional. La iniciativa ha sido bien acogida, aunque los observadores temen que se quede en un gesto simbólico.
Moralmente, EE.UU. tendría un papel que desempeñar ante este deplorable escenario de terror contra los cristianos y otras minorías de Siria e Iraq, toda vez que fue quien emprendió la acción armada que terminó por desplazar del poder a Saddam Hussein y fomentó a los grupos rebeldes que se levantaron contra la dictadura de Damasco. La pésima planificación de los escenarios post bélicos, en el primer caso, y el cálculo erróneo de las consecuencias de armar a cualquiera que se sumara a la guerra contra Bashar al Assad, en el segundo, han desembocado en la presente situación.
El Papa Francisco ha pedido a la comunidad internacional que no permanezca muda e inerte ante la violencia anticristiana
El periodista cristiano libanés Hisham Melhem, director de la oficina de Al Arabiya News Channel en Washington, señala en un artículo que la ocupación estadounidense de Iraq llevó a los islamistas radicales a declarar abierta la “temporada de caza” contra las antiguas comunidades cristianas presentes en el país, y que de 65 iglesias de diversas confesiones existentes en Bagdad, unas 40 han sido bombardeadas o incendiadas, mientras que varios obispos han sido asesinados, así como muchos fieles que participaban del culto.
“Una generación atrás, los cristianos iraquíes eran más de un millón; algunos dicen que un millón y medio. Líderes eclesiales y otras fuentes estimaban que –incluso antes de la irrupción del EI– más de la mitad ya se habían marchado obligados por la violencia y la intimidación, o por razones económicas. Algunos opinan que el número actual de los que se han quedado ronda los 150.000”.
A casi nadie allí, a lo que parece, le importa que los cristianos árabes estén presentes en estos países desde los primeros tiempos del cristianismo, ni que, según precisa Melhem, su influencia fuera decisiva en el renacimiento de la lengua y la literatura árabe en el siglo XIX. Son la “nada” en un contexto cultural en que no ya el sufrimiento de un país artificialmente trazado, sino el dolor del prójimo importa muy poco, como no pertenezca a la propia tribu o al mismo clan familiar.
Mal van, pues, los seguidores de Cristo si el Occidente que reniega de sus raíces cristianas persiste en desentenderse de ellos, y si EE.UU. no se implica en arreglar adecuadamente el lío de 2003.