Contrapunto
Atravesamos unos tiempos en que la necesidad de pedir perdón se ha puesto en primer plano. Grupos que han sido tiempo atrás víctimas de persecuciones o humillaciones (desde indígenas a grupos étnicos o naciones) exigen y obtienen que los gobiernos reconozcan públicamente las culpas pasadas de sus predecesores y pidan perdón. En el caso Pinochet se invoca la necesidad de restablecer la verdad, de hacer justicia al pasado, como paso indispensable para que pueda haber reconciliación. También como preparación para el Jubileo del año 2000, Juan Pablo II ha recomendado a los católicos que hagan examen de conciencia para pedir perdón por las veces en que, a lo largo de la historia, se han alejado del Evangelio y han ofrecido al mundo formas de antitestimonio.
Según el proyecto del Papa, ese reconocimiento de las culpas pasadas debe ser una ocasión de penitencia y conversión personal de los fieles de hoy. Pero, así como es fácil encontrar cristianos dispuestos a invocar -y hasta exagerar- el mea culpa histórico de la Iglesia, confesar y rectificar las propias culpas es harina de otro costal. Así que la confesión de los pecados en el sacramento de la Penitencia ha costado siempre, tanto en la Edad Media como en la actual.
Conscientes de la dificultad, hay sacerdotes que han renunciado a insistir en la práctica de la confesión individual, sustituyéndola por ocasionales absoluciones colectivas. El cambio se justifica diciendo que lo anterior era la confesión «tradicional», mientras que lo nuevo responde «a la necesidad sentida por la comunidad». A fin de cuentas, todos somos pecadores y es mucho más cómodo para todos una versión light de la penitencia sin tener que descender al terreno personal.
En Asturias, el arzobispo Gabino Díaz Merchán ha publicado una carta pastoral en la que desautoriza esta práctica y advierte sobre la «más que probable invalidez de esas celebraciones» contrarias a la doctrina y a la disciplina de la Iglesia. En respuesta, 43 sacerdotes le han escrito una carta en la que manifiestan que continuarán impartiendo las absoluciones colectivas, que vienen practicando desde hace años y, según dicen, a plena satisfacción de sus feligreses.
Para que nadie piense que se trata de una rebaja de la confesión, los defensores de la absolución colectiva aseguran que ha permitido a muchos fieles reencontrarse con el sacramento del perdón. No hay por qué descartarlo. Pero la afirmación suscita tantas reservas como la idea de que la proliferación de partidos televisados ha permitido a mucha gente reconciliarse con el ejercicio físico.
Parece que la conversión necesita un empeño más personal. Juan Pablo II ha escrito que un hombre no se pone en el camino de la penitencia genuina «hasta que dice no sólo ‘existe el pecado’, sino ‘yo he pecado'». Y es que el arrepentimiento y el perdón exigen salir del anonimato para asumir la propia culpa. Al menos, así parece entenderse hasta en los procesos civiles de reconciliación.
En Sudáfrica hemos tenido una prueba reciente a propósito del juicio sobre el régimen del apartheid. El nuevo régimen de Mandela optó por la reconciliación nacional, renunciando a la venganza. Para cubrirse las espaldas, su predecesor, F.W. de Klerk, había decretado una amplia amnistía de los crímenes cometidos bajo el régimen. Pero Mandela anuló esa absolución colectiva. En su lugar se creó la Comisión de la Verdad, presidida por el arzobispo anglicano Desmond Tutu (siempre hay algún clérigo dispuesto a oír confesiones), que debería decidir quién podía beneficiarse de una amnistía por los delitos cometidos. El criterio fundamental era que aquellos que se presentaran ante la Comisión para confesar totalmente y con sinceridad sus delitos recibirían el perdón y no serían procesados. Quienes no se presentaran o negaran sus responsabilidades, corrían el riesgo de ser enjuiciados. Y así se hizo.
No pretendo aquí poner al mismo nivel los crímenes del apartheid y otros pecados, sino el procedimiento para obtener el perdón. En Sudáfrica entendieron que no puede haber arrepentimiento y perdón sin la implicación personal de reconocer en concreto las propias culpas ante una comisión. La Iglesia no exige tanto, y sólo pide al penitente que se confiese personalmente con el sacerdote, para que éste pueda aconsejarle y garantizarle el perdón divino. Pero con los criterios de algunos curas, en Sudáfrica todo se habría resuelto a satisfacción con una absolución colectiva.
Ignacio Aréchaga