Con su trabajo al frente de la Congregación para la Doctrina de la Fe desde 1982, el cardenal Joseph Ratzinger ha intervenido en las grandes decisiones y reformas del pontificado de Juan Pablo II. También se caracteriza por abordar los temas con la profundidad del intelectual y sin las cortinas de humo habituales en otros eclesiásticos. De ahí el interés con que ha sido acogido su libro-entrevista La sal de la tierra (1), publicado en varias lenguas cuando el cardenal acaba de cumplir los setenta años.
Su interlocutor es el periodista alemán Peter Seewald, que ha sido redactor de Der Spiegel y Stern, quien se hace portavoz de críticas habituales contra la Iglesia. A partir de sus preguntas, el cardenal pasa revista a numerosos temas relacionados con la vida de la Iglesia y de la sociedad contemporánea. Es inevitable hacer una comparación con el Informe sobre la fe, el primer libro-entrevista con el cardenal. Como se recordará, en 1985 causó gran impacto este libro, escrito por Vittorio Messori después de haber pasado varios días de coloquio en los Alpes tiroleses con el prefecto -por aquel entonces, casi recién nombrado- de la más importante Congregación vaticana. Era la primera vez que una personalidad de alto nivel de la Santa Sede abordaba abiertamente la crisis de la Iglesia tras el Concilio Vaticano II.
Quizá una primera diferencia de La sal de la tierra con el anterior es que ahora se trata de simples preguntas y respuestas, y no de un texto reelaborado por el periodista. Al confrontar los dos libros, salta a la vista que muchos temas de fondo siguen siendo los mismos (ahora quizá más agudizados) y que en otros se han verificado los pronósticos del cardenal (por ejemplo, en materia moral, teológica, litúrgica, etc.).
Del análisis emerge una visión realista, pero no desesperanzada, sobre el futuro de la Iglesia y sobre los problemas con que los cristianos deben enfrentarse para vivir su fe. En contra de algunos planteamientos pesimistas, para el cardenal es evidente que «la fe cristiana tiene mucho más futuro que las ideologías que la invitan a autosuprimirse». Es más, «la fe está amenazada por todos lados, pero esto forma parte de su esencia». En todo caso, «no somos una empresa comercial que puede tener como unidad de medida las cifras, y decir: nuestra política ha tenido buen resultado y las ventas han crecido. Nosotros desarrollamos un servicio, que en última instancia no está en nuestras manos sino en las de Dios…».
Los verdaderos problemas
El cardenal Ratzinger no elude ninguna de las cuestiones que plantea el periodista, pero deja claro que algunos problemas que ocupan con frecuenta el primer plano en la atención de la opinión pública (celibato, sacerdocio femenino, divorciados vueltos a casar…) son, en realidad, secundarios. «Estoy convencido de que en el momento en que se verifique un giro espiritual, estos problemas perderán importancia de un modo tan imprevisto como han aparecido. Porque, a fin de cuentas, no son los verdaderos problemas del hombre».
Al mismo tiempo, el cardenal mantiene que intentar solucionar esos problemas por la vía de las concesiones no es el camino adecuado para sacar a la Iglesia de la crisis. Y es que, junto a las razones estrictamente doctrinales, se tiene también una experiencia empírica: la de las Iglesias protestantes, donde esos temas han recibido una respuesta distinta a la católica. «Sin embargo, es del todo evidente que las Iglesias protestantes no han resuelto el problema de cómo ser cristianos en el mundo de hoy. Se demuestra que el ser cristianos no está en crisis por estos problemas y que su solución no hace más atractivo el Evangelio o más fácil el ser cristianos».
Una mirada al Vaticano II
No podía faltar en el libro una amplia referencia al Concilio Vaticano II, en el que Ratzinger participó como joven perito. A este propósito afirma que el intento de fondo de toda su labor como teólogo, «especialmente durante el Concilio, siempre ha sido liberar de incrustaciones el verdadero núcleo de la fe, devolviéndole energía y dinamismo».
El cardenal señala dos razones fundamentales para explicar por qué el Vaticano II no supuso automáticamente el inicio de una nueva era para el cristianismo. «La primera es que teníamos unas expectativas excesivas. La Iglesia no la podemos hacer nosotros. Podemos desempeñar nuestra tarea, pero que las cosas vayan bien o mal no depende sólo de nuestra actividad».
La segunda consideración es que entre lo que los padres conciliares querían y lo que ha sido transmitido a la opinión pública hay una sensible diferencia. «Los padres querían actualizar la fe, pero presentándola precisamente con toda su fuerza. Por el contrario, se ha ido formando poco a poco la idea de que la reforma consistía simplemente en tirar lastre, en aligerar, de modo que, al final, la reforma parecía consistir no en una radicalización de la fe sino en aguarla».
La reforma litúrgica
Un punto sobre el que el cardenal Ratzinger se muestra particularmente sensible es la reforma litúrgica que siguió al Vaticano II. Sin olvidar que la comprensibilidad forma parte de la liturgia, «existe la tendencia, en mi opinión equivocada, a adaptar completamente la liturgia al mundo moderno. Debería ser, por tanto, todavía más breve y se debería quitar todo lo que se considera incomprensible.
«Al final, se debería traducir a una lengua todavía más simple, más llana. De este modo, sin embargo, se malinterpretan totalmente la esencia de la liturgia y la misma celebración litúrgica».
El cardenal pone de relieve que en la celebración litúrgica «no se comprende sólo de modo racional, como se comprende una conferencia, sino de modo complejo, participando con todos los sentidos y dejándose penetrar por una celebración que no ha sido inventada por una comisión de expertos cualquiera sino que nos llega de la profundidad de los milenios y, en definitiva, de la eternidad».
La conclusión es que «tenemos necesidad de una nueva formación litúrgica, sobre todo de los sacerdotes. Debe quedar de nuevo claro que la ciencia litúrgica no existe para producir continuamente nuevos modelos, como puede valer para la industria automovilística. Existe para introducir al hombre en las fiestas y en la celebración, para disponer a los hombres a acoger el Misterio».
Hacer atractivo el cristianismo
Una consideración de fondo está presente a lo largo del libro: la crisis que atraviesa la Iglesia es seria, aunque quizá no la más grave de toda su historia bimilenaria. Contrariamente a lo que ocurría hace unas décadas, en muchos países la gente ya no entiende los conceptos religiosos más elementales. Es necesario, por tanto, que los cristianos dejen de mirarse a sí mismos y centren su atención en el exterior. Para ello, es preciso preguntarse «cómo podemos expresar lo que creemos al mundo actual».
De hecho, no se conoce ya el cristianismo. El anuncio del Evangelio no puede ser cansino o tener aspecto de rancio, de cosa ya conocida. «Debe renacer, por así decir, una nueva curiosidad por el cristianismo, el deseo de conocer de verdad lo que es».
«Pecado original, redención, expiación, pecado, etc., son palabras que expresan una verdad pero que en el lenguaje actual no dicen ya nada a la mayor parte de los hombres. Debemos, por tanto, esforzarnos para hacer comprensibles los significados y sólo lo conseguiremos si los vivimos profundamente. La comunicación de las verdades cristianas nunca es sólo una comunicación intelectual».
Problemas de comunicación
Otro aspecto de esa dificultad de comunicación es que, para muchas personas, todo lo que dice la Iglesia se reduce a unas prohibiciones de carácter ético, sobre todo en el campo de la moral sexual. Por consiguiente, tienen la impresión de que sólo se desea condenar, limitar.
Es evidente que prohibiciones de ese tipo atraen más la atención de los medios de comunicación. «Si, por el contrario, se habla de Dios, de Cristo o de otros aspectos centrales de la fe, estos temas no consiguen entrar en el lenguaje secular y no son recogidos. Consecuentemente, nos debemos preguntar cómo la Iglesia puede presentar su propia imagen pública en vez de limitarse a regañar a los medios de comunicación».
Esas verdades, que incluyen prohibiciones, hay que saber presentarlas en el contexto mucho más amplio y positivo de una vida cristiana. De todas formas, está claro que «querer que todo sea de dominio público altera, por así decir, las proporciones. La Iglesia debe reflexionar sobre cómo puede contrapesar de modo adecuado el anuncio interno, que da expresión a una común estructura de fe, y lo que dice al mundo, en el que sólo puede haber comprensiones parciales».
Señales de nueva vitalidad
Junto a la crisis, no escapan al cardenal Ratzinger signos de nueva vitalidad. «Quien observa con atención la realidad de la Iglesia puede encontrar ya hoy un número sorprendente de formas de vida cristiana en las cuales aparece ya presente entre nosotros la Iglesia de mañana».
Posiblemente, observa, la cristiandad del futuro será muy distinta de como la hemos conocido hasta ahora. «Es probable que nos encontremos ante una época distinta de la historia de la Iglesia, una época nueva en la que el cristianismo se encontrará en la situación del grano de mostaza, en grupos de pequeñas dimensiones, aparentemente no influyentes, y que sin embargo viven intensamente contra el mal, llevan el bien al mundo, dejan sitio a Dios. Veo ya en marcha un gran movimiento de este tipo».
Mientras tanto, advierte que el peligro mayor para los cristianos de hoy, y sobre todo en el futuro, no serán probablemente las persecuciones abiertas, sino las presiones sutiles: dictaduras aparentemente abiertas a la religión, pero siempre y cuando la religión no cuestione su modelo de conducta y de pensamiento. «Considero de verdad que hoy tenemos necesidad de una especie de revolución de la fe en varios sentidos. Tenemos necesidad, sobre todo, de reencontrar la valentía de ir a contracorriente de las opiniones comunes».
Ratzinger se muestra convencido de que la pérdida de la fe no es sólo un mal, por así decir, para la Iglesia. Es la humanidad entera la que se resiente, como demuestran las grandes dictaduras de nuestro siglo, el nacionalsocialismo y el comunismo, nacidas en el ámbito ateo. De ahí que la fe en Dios sea también una cuestión de supervivencia.
Diagnósticos del cardenal
Reconocer la verdad. A lo largo de mi trayectoria intelectual me fui dando cuenta de lo siguiente: viendo todas nuestras limitaciones, ¿no será una arrogancia por nuestra parte decir que conocemos la verdad? Y, lógicamente, después me planteaba si no sería conveniente suprimir esa categoría. Y tratando de resolver esta cuestión, llegué a comprender y a percibir con claridad que renunciar a la verdad no sólo no solucionaba nada, sino que además se corría el peligro de acabar en una dictadura de la voluntad. Porque lo que queda después de suprimir la verdad sólo es simple decisión nuestra y, por tanto, arbitrario. Si el hombre no reconoce la verdad, se degrada; si las cosas sólo son resultado de una decisión, particular o colectiva, el hombre se envilece.
De este modo comprendí la importancia que tenía que el concepto de verdad -con las obligaciones y exigencias que, indudablemente, conlleva- no desapareciera y fuera para nosotros una de las categorías más importantes. La verdad tiene que ser como un requisito que no nos otorga derechos, sino que -por el contrario- requiere humildad y obediencia, y, además, nos conduce a un camino colectivo.
El mal y la alegría. Una serenidad que sólo se basara en no querer enterarse de los grandes males de la historia, no sería tal serenidad, sería engaño o ficción, sería un replegarse en sí mismo. Y, por otra parte, no querer ver al Creador manifestándose, incluso en un mundo de maldad, sería también cinismo. Ambas cosas están muy relacionadas; por un lado, no hay que apartar la mirada de los grandes males de la historia y de la existencia humana, y, por otro, hay que dirigir la mirada -con esa luz que nos da la fe- y ver que el Bien también está ahí, aunque a nosotros no resulte difícil compaginar ambas cosas. Precisamente cuando se quiere resistir al Mal, conviene no caer en moralismos sombríos y taciturnos que nos impidan alegrarnos; por el contrario, es muy importante ver la belleza que hay ahí contenida, porque así podremos ofrecer una fuerte resistencia a lo que destruye la alegría.
La vuelta a los mitos. En esa evocación de los mitos precristianos, que no se busca en el cristianismo por encontrarlo demasiado racional o demasiado gastado, hay ante todo un deseo de huir de las exigencias del cristianismo, buscando el máximo apoyo en lo religioso, pero evitando en todo lo posible cualquier compromiso, eludiendo cualquier vinculación posible.
Yo no digo que en esos mitos no se oculte algo a lo que nosotros podemos recurrir. La humanidad también ha encontrado la verdad en esos mitos, y eso le ha ayudado a buscar otros caminos. Pero si los mitos ya están preparados por nosotros, y los elegimos según nuestras necesidades, no tienen ninguna fuerza. La religión, como su propio nombre indica, no puede existir sin una ligadura. De no existir una disposición al compromiso, al sometimiento a la verdad ante todo, la religión solamente sería un juego. (…) La nostalgia de la religión que ahora existe es la simple necesidad de recibir algo de su fuerza, y, también, el reconocimiento de que la necesitamos porque estamos viviendo de modo precario. Esto es algo positivo, pero aún está demasiado vinculado a la voluntad. La humildad de reconocer una verdad que resulta exigente y que yo no he escogido para mí, sigue ausente.
El poder en la Iglesia. Se suele tener la idea de que todo lo que subsiste remite, en el fondo, a una relación de poder. Y esa ideología corrompe a la humanidad y también destruye a la Iglesia. Citaré un ejemplo concreto: si contempláramos la Iglesia solamente desde la perspectiva del poder, el que no ostente un cargo en ella, estaría oprimido, por así decir. En ese sentido, la ordenación de la mujer, por ejemplo, sería una cuestión imperiosa, puesto que todo el mundo tiene derecho al poder. Yo creo que esta ideología recelosa, que en el fondo siempre gira en torno al poder, no sólo destruye la solidaridad y la cohesión en la Iglesia, sino en la vida humana en general, y, además, da una visión falsa de la Iglesia, como si el poder fuera un fin para la Iglesia. Como si el poder fuera la única categoría para explicar el mundo y la comunidad que vive en él.
En la Iglesia no estamos para asociarnos y ejercer un poder. Si pertenecer a la Iglesia tiene algún sentido, es sólo porque la Iglesia nos da la vida eterna, es decir, la auténtica vida. Todo lo demás es secundario. De no ser así, cualquier «poder» en ella la convertiría en una simple asociación y en un absurdo teatro. Hay que dar de lado ya esa idea del poder y ese reduccionismo de la Iglesia, que aún perdura como consecuencia de un recelo de orientación marxista.
Ecología espiritual. Esa contaminación ambiental exterior que sufrimos también me parece espejo y emanación de la contaminación de nuestro interior, a la que apenas prestamos atención. Yo diría que ese es el gran déficit de los movimientos ecologistas. Arremeten con pasión muy comprensible contra la contaminación del medio ambiente, mientras tratan la autocontaminación espiritual del hombre como si fuera uno de sus derechos a la libertad. (…) No sólo la naturaleza tiene leyes, disposiciones y un orden de vida que hemos de seguir si queremos vivir en ella y de ella. El hombre es criatura y, como tal, tiene también un orden en la Creación. El hombre no puede hacer nada arbitrariamente, por sí mismo. Para poder vivir desde dentro, tiene que reconocerse como criatura y procurar tener en su interior la pureza del ser criatura, algo así como una ecología espiritual, si queremos llamarlo así.
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(1) Joseph Ratzinger. La sal de la tierra. Una conversación con Peter Seewald. Palabra. Madrid (1997). 310 págs. (Salz der Erde. Deutsche Verlags-Anstalt, Stuttgart, 1996).