Ante un texto tan «filosófico» como la encíclica Fides et ratio de Juan Pablo II (cfr. servicios 142/98 y 151/98), quienes no son profesionales de la filosofía están en su derecho a preguntarse: ¿va dirigida a los fieles corrientes o sólo a los especialistas?, ¿qué consecuencias puede tener para mi vida? En cualquier caso, es preciso un marco para situar el ámbito de problemas en el que la encíclica se mueve, y que, en definitiva, apuntan a superar la crisis de sentido que se advierte en la cultura actual. Varios trabajos recientes del cardenal Ratzinger ayudan a definir este marco.
En su texto, el Papa califica de «nefasta separación» el modo moderno de concebir la relación entre fe y razón, y elogia por el contrario las grandes síntesis de los Padres de la Iglesia y de los teólogos medievales. Su confianza en la capacidad de la razón y su llamada a buscar la unidad profunda entre filosofía y fe ha encontrado un eco favorable. Los que se han sentido molestos son, según dice John Laughland en The Wall Street Journal (1) , «quienes piensan que la verdad nace del consenso y no de la consonancia entre el intelecto y la verdad objetiva».
Para esta «mentalidad liberal», San Agustín y Santo Tomás son, sin duda, grandes teólogos, merecedores, incluso, del título de cofundadores de la cultura occidental. Pero la «imagen del mundo» de su época es incompatible con la nuestra.
En la Antigüedad y en el Medievo, las sequías, las inundaciones y las epidemias se consideraban castigos divinos; hoy el científico prefiere explicarlas como efectos de la naturaleza. Para la mentalidad antigua, la intervención directa de Dios en el mundo se daba por descontada. Para una mentalidad científica, el mundo es sólo una realidad secular desmitificada. Pero, incluso para los científicos creyentes, Dios, que puede ser la explicación última del acontecer terreno, se encuentra al final de una larga cadena de causas naturales.
Por último, también en la esfera política la «imagen medieval» legitimaba un orden social, estamental, clasista y, en definitiva, injusto; hoy el ethos moderno (también el cristiano) exige una sociedad igualitaria. Además, antiguamente el Estado debía ser confesional, y la moral sólo podía ser religiosa. No cabía una vida recta que fuera simplemente «laica». En estas y otras manifestaciones de la mentalidad medieval se observa una cierta desconfianza hacia la razón, sometida a la fe.
La fe dentro de la razón
Ante la imposibilidad de seguir manteniendo la «imagen medieval del mundo», los filósofos ilustrados, que no estaban necesariamente contra la religión, sino más bien contra la supeditación de la razón a la fe, intentaron articular de un modo nuevo la relación entre ambas: según Kant, la religión debía estar «dentro de los límites de la razón». Se trataba de tomar de la religión sólo lo que se podía comprender con categorías racionales; pero pronto se vio que la religiosidad racional a la que daba lugar este planteamiento era demasiado abstracta, fría, formal; se refería a los derechos del hombre, en general, pero carecía del carácter personal, esperanzado y festivo al que la gente sencilla estaba acostumbrada.
La fuerza de vida que imprimía la religión a las sociedades tradicionales procedía de un modo «sobrenatural» de ver el mundo, en el que Dios, los santos y los ángeles intervenían activamente en la historia. Los ilustrados descubrieron que la gente se negaba a abandonar esta forma de ver las cosas, y que no se podía recluir la religión «en el interior» de la razón sin destruir la fe y la misma religión.
La fe, reservada al sentimiento
Por ello, el Romanticismo tanteó una nueva posibilidad: poner la religión «al lado» de la razón. Es el programa de Friedrich Schleiermacher (1768-1834), que propone la siguiente división del terreno: «La praxis debe expresarse en el arte, la especulación dar como fruto la ciencia, y el sentimiento por lo infinito fructificar en la religión». Esta nueva articulación, más generosa con la religión que la ilustrada, hizo fortuna en las sociedades liberales del siglo XIX: la religiosidad es algo genuinamente humano, en toda la amplitud del término «humano», y no sólo en su componente racional. Ahora bien, por pertenecer a la esfera de los sentimientos individuales, se ha de desarrollar en el coto de lo privado. La fe no es algo que se pueda exigir a todos, y por lo tanto está al margen del Estado, de la ley y de lo público.
El defecto del planteamiento romántico es pretender que el origen de la religiosidad sea la esfera del sentimiento. La religión no se deja sectorializar tan fácilmente, ya que se dirige a todo el hombre -razón, voluntad y sentimiento- para responder a las preguntas sobre la totalidad: vida, muerte, comunidad, yo, actualidad, futuro, etc. Ciertamente, la religión no debe invadir sectores que tienen su propia autonomía (la ciencia, etc.), pero tampoco puede renunciar a su propio ámbito, que es el todo; y el todo, por definición, es algo público. Aquí se presenta, pues, una contradicción que alcanzó su máxima tensión en la primera parte el siglo XX.
El fin trágico de la modernidad
Durante la II Guerra Mundial, la experiencia de los totalitarismos hizo ver el terror que podía provocar la desconexión total entre la esfera de la verdad (ciencia) y la esfera de los valores (religión). El nazismo puso la racionalidad tecnológica (bélica) al servicio de unos valores (políticos y morales) construidos al margen de Dios. Durante aquellos años de locura colectiva, la religión cristiana, mayoritaria en el pueblo alemán, dejó de ser referencia para la política.
A partir de la II Guerra Mundial se ha comenzado a hablar de una superación de la «imagen moderna del mundo» y ha surgido la idea de postmodernidad. Pero la postmodernidad no tiene contenido propio, salvo el rechazo de la modernidad en tanto que sistema teórico responsable de las guerras mundiales. Simplemente, se ha comprobado que las fórmulas ilustrada y romántica de articulación fe-razón pueden interpretarse como un «cada uno haga lo que quiera»; pero no hay alternativa a una verdad que no sea la científica.
Desorientación actual
Este es el drama de fondo que denuncian las encíclicas Veritatis splendor y Fides et ratio: de poco sirve condenar la modernidad y denunciar la insuficiencia de la razón científica si no se propone un tipo de racionalidad que pueda orientarnos sobre la verdad, que sea considerada por todos como capax Dei. Si no hay alternativa, caeremos de nuevo en los mismos errores.
De hecho, tras el escarmiento de la II Guerra Mundial, se incorporó el nombre de Dios a las leyes constitucionales de los Estados derrotados. En la Ley Fundamental de la República Federal Alemana se introdujo la fórmula «responsabilidad ante Dios», que pretendía vincular el derecho y la política a los grandes imperativos de la fe bíblica. Pero, como explicaba recientemente el cardenal Ratzinger (2), en la actualidad muchos piden retirar de nuevo la voz «Dios» de la Constitución, como un paso más del programa de eliminación de todos los símbolos religiosos del espacio público (crucifijos de las escuelas, etc.). Y todo es porque en la postmodernidad no se ha alcanzado una síntesis pacífica entre fe y razón.
Así pues, la desorientación actual que afecta a todos los campos de la moral (la bioética, la economía, las políticas demográficas, etc.) procede de una falta de mediación entre los ámbitos de conocimiento «objetivo» (razón) y «subjetivo» (religión). Según Seewald, es la fractura en la autoconciencia del hombre la que se reproduce en fracturas del mundo y de la sociedad (3).
Pero no se puede echar toda la culpa a la razón científica. La crisis actual tiene dos términos: razón y fe. Por una parte, la razón se ha centrado pragmáticamente en la técnica, considerando que es incapaz de conocer a Dios y volviéndose, con ello, incapaz para lo propiamente humano. Pero, por otro lado, gran parte de las religiones han aceptado el papel que se les ha asignado, al margen de la racionalidad, y con eso, también han enfermado.
Esta enfermedad es más difícil de diagnosticar porque, en apariencia, superados los años del ateísmo propagandístico, parece que asistimos a una reviviscencia de las religiones. De veinte años a esta parte ya nadie piensa que la religión es «el opio del pueblo», como decía Marx, y ni siquiera que sea «una neurosis de la humanidad», como diagnosticaba Freud. Los jóvenes han perdido el miedo a manifestar su condición de creyentes. Ahora se percibe que la religión es necesaria para la vida. Lo malo de esta nueva religiosidad es que no ha roto del todo los lazos con una conciencia del yo demasiado autónoma. Por eso, la gente no acepta algo esencial a la religión: la vinculación con un principio de autoridad exterior al yo y, en definitiva, el compromiso.
Un equívoco resurgir de la religión
Para Ratzinger, la nueva religiosidad de Occidente, representada por el éxito de las sectas, tiene «mucho de juego, de capricho, de invención cortada a la propia medida» (4). Por eso, a la larga, termina decepcionando. Falla en su contenido esencial liberador, al quedar recluida al dominio de lo esotérico.
También en Oriente se asiste a una cierta debilitación de los lazos religiosos: las religiones tradicionales de China y del Japón apenas son capaces de mantenerse en pie frente a la nueva ideología del confort científico. Y, por otra parte, la aparente revitalización del Islam no es otra cosa que el triunfo de las corrientes más irracionales frente a las escuelas humanistas e ilustradas de interpretación del Corán.
Crisis del cristianismo
¿Y el cristianismo? ¿Se puede decir que también ha enfermado? En cierto sentido, sí. Durante «la estación de la metafísica» (ss. V-XVI), el cristianismo supo razonar la fe de una forma aceptable para todos. Pudo presentar la fe ante el mundo como algo proporcionado al espíritu humano. Y ello le llevó a gozar de gran prestigio, y a apoderarse de la escena social.
Pero si hoy la racionalidad científica se presenta como la única válida, el cristianismo se queda sin sustento teórico. Y como el cristianismo se considera la fe «verdadera», y dar razón de esa verdad es algo que pertenece a su dinamismo interior, cuando no lo consigue, enferma. Quizá por eso llega a afirmar Ratzinger que, en el fondo, «la crisis actual no es crisis de la religión, sino crisis del cristianismo» (5).
¿Cómo salir de este atolladero? El Papa hace una llamada de emergencia a todos los que puedan colaborar en la curación de estas dos enfermas (razón y fe): pastores, teólogos, filósofos, científicos… El cardenal Ratzinger, tras afirmar que «razón y religión deben encontrar una nueva relación», ha advertido que piensa que la crisis va para largo; aunque también ha realizado una interesante retrospectiva, señalando cómo el mundo ya pasó por una crisis cultural-religiosa semejante y salió indemne de ella.
Hacia una nueva síntesis
Se trata de la crisis que afectó a la religiosidad de la polis en el momento en el que Sócrates y Platón introdujeron un nuevo tipo de racionalidad: la mentalidad filosófica. Aquello hizo que se debilitara la fe popular en las divinidades mitológicas que fundaban la piedad familiar y el orden social y legal. Ahora bien, el platonismo no era, a diferencia del estoicismo y el cinismo -y hoy día el positivismo científico-, un racionalismo ateo. Sí era -es- una filosofía «fría», pues conducía a un Dios-origen al que no se le podía rezar: el Dios impersonal de los filósofos.
Pues bien, en medio de esa gran crisis, en Alejandría, ágora de la filosofía, se descubren los textos sagrados de un pequeño pueblo del Asia Menor, Israel. Los sabios platonizantes del siglo III a.C. traducen dichos textos al griego, y el mundo culto advierte que la sabiduría y la mística, y una revelación sobrenatural, pueden entrar en síntesis con el logos racional.
Ahora bien, había otros elementos que vinculaban la nueva religión a una sangre (estirpe de Abraham), a un culto (el Templo de Jerusalén) y a unas normas rituales demasiado restrictivas. Todos estos elementos eran incompatibles con el logos universal. Pero llegó Cristo y rompió todo particularismo: trocó la pertenencia a la estirpe por la pertenencia a la Iglesia, el culto del Templo por el de su Cuerpo y la Alianza del Sinaí por la Nueva de Salvación. Solamente con la llegada de Cristo, Logos del Padre, pudo darse la síntesis de mística y razón, una síntesis verdaderamente universal.
La síntesis cultural a la que dio lugar la fusión entre logos griego y religión de Israel ha sido durante dos mil años verdaderamente universal. En estos momentos, cuando la racionalidad científica ha sustituido a la metafísica y la fe sobrenatural se ha retirado hacia las esferas del sentimiento, un nuevo esfuerzo de síntesis debe ser realizado. Y, como dice Juan Pablo II en su última encíclica, este es «uno de los nuevos cometidos que el pensamiento cristiano deberá afrontar a lo largo del próximo milenio de la era cristiana» (n. 85).
Gabriel Vilallonga
Los pensadores rusos que cita la “Fides et ratio”
En la encíclica Fides et ratio (n. 74), Juan Pablo II cita a varios pensadores cristianos modernos cuya obra manifiesta «la fecunda relación entre filosofía y palabra de Dios». En concreto, la encíclica recuerda cinco autores occidentales de gran renombre: el Card. Newman, Antonio Rosmini, Jacques Maritain, Étienne Gilson y Edith Stein. Pero también menciona cuatro pensadores rusos menos conocidos fuera del ámbito ortodoxo.
Vladimir Soloviev (1853-1900) fue un filósofo y místico que propuso una síntesis del pensamiento bajo la unidad divina como principio rector. Se doctoró en la Universidad de Moscú en 1874 con una tesis titulada La crisis de la filosofía occidental: contra los positivistas. Viajó por Europa y a su regreso enseñó en la Universidad de San Petersburgo. Allí, a partir de 1878, impartió sus famosas Lecciones sobre la humanidad divina (o la «humano-divinidad», más exactamente). Sus escritos y actividades a favor de la unión entre la Iglesia ortodoxa y la católica le atrajeron la oposición de los círculos oficiales. Hacia 1896 aceptó la fe católica.
Para Soloviev, toda la múltiple realidad creada procede de la unidad absoluta de Dios y tiende a reintegrarse a su fuente. La única mediación entre el mundo y Dios, en este proceso, es la «humano-divinidad», manifestada en Cristo, que es la perfecta revelación de Dios. Entre las obras del prolífico Soloviev destacan, junto con las Lecciones, Los fundamentos religiosos de la vida (1882), La justificación del bien (1897) o El sentido del amor (1894), todas ellas traducidas al inglés o al francés.
Pavel Florensky (1882-1943) se graduó en filosofía y matemáticas en la Universidad de Moscú (1904), y en teología en la Academia Teológica de la misma ciudad (1908), donde después fue profesor. Ordenado sacerdote en 1911, fue al exilio durante la Revolución bolchevique. Regresó a Moscú en 1919, y reanudó su labor pastoral abiertamente, lo que le valió ser encarcelado en varias ocasiones y finalmente deportado a Siberia, donde murió. Su principal obra es El pilar y el fundamento de la verdad: ensayo de teodicea ortodoxa en doce cartas (1914). A la unión con Dios, sostiene Florensky, sólo se puede llegar por una experiencia intuitiva, no racional.
Piotr Caadaev (1794-1856) es conocido sobre todo por su intervención en la polémica entre eslavófilos y occidentalistas que dominó la escena intelectual rusa a mediados del siglo pasado. De joven fue oficial del ejército y poco religioso; pero después de 1820 se convirtió en ferviente cristiano. De 1823 a 1826 hizo un viaje por Europa, y luego escribió en francés sus Cartas filosóficas (1827-31), en las que expone su postura sobre la relación de Rusia con Occidente y propugna la asimilación de la cultura occidental y del catolicismo. En 1836, al publicarse en ruso la primera Carta, Caadaev fue declarado demente y puesto bajo vigilancia médica. A raíz de este episodio, Caadaev escribió Apología de un loco, que se puede encontrar al menos en inglés y en italiano, junto con las Cartas.
Vladimir Lossky (1903-1958) es uno de los más destacados teólogos ortodoxos del siglo XX. Su familia tuvo que emigrar de Rusia tras la Revolución comunista, y se instaló en Praga en 1922. Más tarde, Vladimir se doctoró en la Sorbona, donde tuvo como profesor a Gilson, que le hizo interesarse por la escolástica medieval. Residió en París hasta su muerte y escribió la mayoría de sus obras en francés.
Lossky renueva la teología ortodoxa a partir de la tradición patrística, que considera la única tradición auténtica en la Iglesia. Con este punto de vista, critica la teología occidental que arranca de la escolástica, por «intelectualizar la Revelación, perdiendo el sentido bíblico de lo concreto y el carácter existencial del encuentro con Dios». Pero también rechaza el «biblicismo» moderno que reacciona contra la anterior tendencia, porque «reconstruye la teoría en términos puramente semíticos». Para Lossky, la teología cristiana no puede ser «griega» ni «hebrea»: ha de tener «una expresión universal». En suma, Lossky, fiel a la tradición ortodoxa, subraya las imágenes más que los conceptos y pone la contemplación del misterio por encima de la especulación racional: «Dios mora allí donde nuestra manera de entender y nuestros conceptos no pueden entrar».
Las principales obras de Lossky -algunas póstumas- están publicadas también en inglés y han empezado a ser traducidas al ruso. La más famosa es Teología mística de la Iglesia de Oriente, de 1944 (edición española en Herder, 1982). Otras muy difundidas son El significado de los iconos (1952), escrita en alemán junto con Leonid Uspensky; Vision de Dieu (1962); À l’image et la ressemblance de Dieu (1967); así como una introducción a la telogía ortodoxa, y sus manuales de teología mística y de teología dogmática. ACEPRENSA.
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(1) J. Laughland, «Why the Encyclical Strikes Fear Into Liberal Heart», en The Wall Street Journal (20-X-98).
(2) J. Ratzinger, «Glaube zwischen Vernunft und Gefühl», en Die Neue Ordnung 52 (1998), 164-177, p. 166.
(3) Cfr. J. Ratzinger, La sal de la tierra. Cristianismo e Iglesia católica en el nuevo milenio, Palabra, Madrid (1997), p. 256. Entrevista de Peter Seewald.
(4) Ibid., p. 255.
(5) J. Ratzinger, «Glaube zwischen Vernunft und Gefühl», cit., p. 167.