Análisis
«El año que viene, hermano, en Jerusalén», reza uno de los salmos preferidos de los judíos piadosos. Aunque el primer ministro israelí, Benjamín Netanyahu, no destaca por su fervor religioso, ese fue precisamente el mensaje que transmitió a Juan Pablo II durante su reciente visita oficial al Vaticano, la primera desde la llegada al poder del líder del Likud. El gobierno israelí anhela que el Papa visite Jerusalén. Su presencia no sólo engastaría el blasón de un Gabinete que muchos en el Occidente cristiano consideran radical e intolerante en su trato con los palestinos; también podría verse como un espaldarazo a la decisión israelí de establecer en Jerusalén la capital del Estado.
Conscientes de ello, tanto el Papa como la diplomacia vaticana avanzan con pies de plomo en sus relaciones con Israel, desde el histórico establecimiento de relaciones diplomáticas anunciado el 15 de junio de 1994. Al término de su entrevista de 20 minutos con Netanyahu, Juan Pablo II se limitó a contestar al «No vemos la hora de recibirle en Jerusalén» del político israelí con un evasivo y diplomático «Eso espero, especialmente después de esta visita». Por lo pronto, la Secretaría de Estado vaticana ha descartado que el Papa viaje también a Israel tras su visita al Líbano prevista para esta primavera.
¿Qué pide Roma a las autoridades israelíes? Ante todo, mayores garantías para la libertad religiosa de los cristianos que habitan el Estado de Israel, unos 150.000 -en su mayoría palestinos-, es decir, el 2,7% de la población. Son numerosas las comunidades religiosas que trabajan desde tiempo inmemorial en Tierra Santa en los campos de la educación, la sanidad y la beneficencia. Se calcula que en Israel existen más de 300 instituciones católicas gestionadas por 90 congregaciones y órdenes religiosas, muchas veces con un régimen precario o desconocido por la indiferencia mostrada hasta la fecha por el gobierno israelí, como bien ha reconocido el propio embajador de Israel ante el Vaticano, Samuel Hadas.
Más difícil y delicada es la cuestión del estatuto de Jerusalén, problema que enfrenta a Tel Aviv con la mayoría de los gobiernos occidentales que mantienen en esta ciudad del litoral mediterráneo sus embajadas. El Estado hebreo considera innegociable la capitalidad de Jerusalén, pero está en principio dispuesto a ofrecer garantías de acceso a los Santos Lugares para las tres religiones monoteístas -cristiana, judía y musulmana- siempre que él sea el único garante. La Santa Sede desea, en cambio, que sea la ONU quien garantice el acceso a los Santos Lugares, una libertad que en estos momentos se encuentra abiertamente recortada para los palestinos cristianos, a quienes por ejemplo, se niega organizar peregrinaciones.
A diferencia del gobierno israelí -que necesita éxitos a corto plazo por motivos electorales-, Roma no tiene prisa y prefiere un buen acuerdo, aunque lleve años conseguirlo, a un mal apaño. Además, la propia dinámica del proceso de paz entre Israel y los palestinos conducirá a abrir en breve la cuestión del estatuto definitivo de Jerusalén. Una vez despejada la ruta con el reciente pacto sobre Hebrón, judíos y palestinos deben encontrar antes del verano de 1999 una solución a la aspiración de la Autoridad Nacional Palestina de Arafat de establecer en Jerusalén Este la capital de la futura entidad palestina.
La negociación se presenta a priori como un imposible. Jerusalén es para la derecha nacionalista judía la coronación del sueño del Eretz-Israel integral, y el fruto costoso de la Guerra de los Seis Días. La clase política secular, alineada en torno a los laboristas de Peres, tantea en cambio soluciones académicas de compromiso como la lanzada hace tres años por el Centro de Estudios Estratégicos de la Universidad de Tel Aviv. La fórmula, que será familiar en el debate de los próximos tres años, consiste en resolver la cuestión de Jerusalén a través de la ampliación de su término municipal y su posterior «división» en dos capitales. Ocioso es decir a quién correspondería en el reparto el sector de nueva creación, lejos del núcleo histórico y religioso del que probablemente serían desalojados musulmanes y cristianos.
En este preámbulo de la batalla política y propagandística en torno a Jerusalén, la eventual visita del Papa a Tierra Santa otorgaría cierta «legitimidad» al control absoluto que ejerce el Estado israelí y sería una carta decisiva en la manga de los negociadores hebreos.
Tel Aviv justifica la prudencia del Vaticano por el temor de las autoridades católicas a enemistarse con el mundo árabe. La Santa Sede recuerda, en cambio, su deber de velar por el respeto de lo más sagrado que hay en el hombre -su libertad de conciencia- y el carácter excepcional de los Santos Lugares para las tres religiones monoteístas, que exige en consecuencia un estatuto particular. En el fondo, el Vaticano está advirtiendo al Estado hebreo que, desde la aprobación por el Concilio Vaticano II de la declaración «Nostra Aetate», Roma ha multiplicado los gestos de buena voluntad hacia el joven Estado de Israel, casi sin contrapartida alguna. La «Nostra Aetate», que rechazó solemnemente la responsabilidad colectiva del pueblo judío por la crucifixión de Cristo, fue el primer paso en el proceso de acercamiento entre católicos y judíos, proceso que culminó en 1994 con el establecimiento de las relaciones diplomáticas entre el Estado Vaticano y el hebreo.
Javier Vela