Fanatismos políticos con retórica religiosa

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Islam y Occidente: ¿Guerra de religión? ¿Choque de civilizaciones?
Entre la marea de comentarios, análisis y prospectivas que han provocado los atentados del 11 de septiembre no han faltado los relativos al papel que la religión tiene en el conflicto. Los autores de los atentados han invocado la guerra de religión: el islam contra el Occidente infiel. Interpretación que abona la postura también extrema de los que, en el polo opuesto, identifican religión y fanatismo. Pero, en conjunto, han sido mayoría las voces que han sabido distinguir entre las diferencias religiosas y las causas políticas del conflicto.

«Estos acontecimientos han dividido el mundo entero en dos campos: el de los creyentes y el de los no creyentes», sentenció Osama Bin Laden en el famoso mensaje emitido el día que comenzaron los bombardeos en Afganistán. Era un nuevo intento de transformar en guerra santa el convulsionado panorama internacional. Este era también, sin duda, el objetivo de los que irrumpieron en una iglesia cristiana en Pakistán y mataron a tiros a 17 personas. Sin embargo, como escribe el diario The Nation (29-X) de Islamabad, «los cristianos paquistaníes no representan en nada a Occidente, y este [atentado] debe ser visto como un golpe contra Pakistán y contra nadie más». Aquí se pone de manifiesto el carácter universal del cristianismo, que no se identifica con una sola cultura.

Sin bendecir los misiles

Tanto los líderes políticos occidentales como los representantes de países islámicos, que en su gran mayoría condenaron los atentados, están de acuerdo en negar el cliché de guerra de religión. El gran imán de la mezquita de Al-Azhar (Egipto), alta autoridad del islam sunita, calificó los atentados de «crimen monstruoso condenable por todas las religiones reveladas», lo que le valió vivas críticas por parte de los islamistas más radicales. Y aunque es claro que Bin Laden despierta simpatía entre no pocos musulmanes que odian a EE.UU., también es verdad que otros muchos piensan que él no representa al «verdadero» islam.

Los políticos occidentales han tenido también buen cuidado en precisar que la guerra es contra el terrorismo, no contra los musulmanes, y han procurado integrar a países islámicos en la coalición antiterrorista.

Líneas de fractura

Pero, si el conflicto no es una guerra de religión, ¿no cabe interpretarlo al menos como «choque de civilizaciones»?

Han ido a preguntárselo al profesor de Harvard Samuel P. Huntington, autor del célebre libro El choque de civilizaciones (1996). Allí Huntington defendía que, acabada la guerra fría, en el mundo actual la fuente principal de conflictos no sería ideológica ni económica, sino cultural: «Las líneas de fractura entre civilizaciones serán las líneas del frente en las batallas del futuro».

¿Los atentados del 11 de septiembre confirman su teoría? En una entrevista con Nathan Gardels (Global Viewpoint, reproducida en El País, 24-X), Huntington opina que, aunque Bin Laden ha declarado la guerra a la civilización occidental y, en concreto, a EE.UU., «sólo se convertirá en un choque de civilizaciones si la comunidad musulmana a la que Bin Laden intenta atraer se agrupa con él. Hasta el momento parecen estar profundamente divididos». La Organización de la Conferencia Islámica condenó el terrorismo de Bin Laden, y los talibán que le apoyan sólo son reconocidos por tres de los 53 países musulmanes. En cambio, Huntington piensa que el ataque de Bin Laden «ha devuelto a Occidente su sentido de la identidad común al defenderse».

Choque de ignorancia

La idea del «choque de civilizaciones» irrita a Edward Said (Le Monde, 27-X), palestino y profesor de literatura comparada en la Universidad de Columbia. Said arremete contra Huntington por su tesis de choque cultural y por su objetivo de garantizar la supremacía de Occidente contra todo el resto, incluido el islam. «Huntington quiere hacer de las ‘civilizaciones’ y de las ‘identidades’ lo que no son: entidades cerradas, herméticas…». Olvida que «el principal debate en las culturas modernas tiene que ver con la definición y la interpretación de cada cultura». Asuntos tan complejos no pueden explicarse sencillamente oponiendo etiquetas de «Occidente» e «islam», pues tanto el uno como el otro están atravesados por corrientes muy diversas. Lo característico de nuestra época es más bien la interdependencia, que nos obliga a conocer y a cooperar con el otro.

¿Esta globalización imparable nos lleva a un sistema único? Esta era la tesis de Francis Fukuyama, que profetizó, hace más de una década, El fin de la historia. Una vez desacreditados el socialismo, el fascismo y los sistemas autoritarios en general, el avance de la humanidad conduciría a todos hacia la democracia liberal y el capitalismo. En medio del conflicto actual, algunos le han reprochado que su tesis parecía olvidar los riesgos de fractura.

Pero Fukuyama cree que en el fondo sigue teniendo razón (The Wall Street Journal, 5-X). «La democracia y los mercados libres seguirán expandiéndose a lo largo del tiempo como los principios dominantes de la organización en gran parte del mundo». Sin duda, la democracia y el mercado funcionan mejor en sociedades con ciertos valores: «No es casualidad que la democracia liberal moderna surgiera primero en el Occidente cristiano, dado que la universalidad de los derechos democráticos se puede interpretar muchas veces como una forma secular de la universalidad cristiana». Pero Fukuyama cree que la democracia y el mercado libre tienen suficiente atractivo para abrirse paso en las sociedades no occidentales, y así está ocurriendo «en regiones como Asia oriental, Latinoamérica, la Europa ortodoxa, el sur de Asia e incluso en África».

El islam radical no es alternativa

El mundo islámico, en cambio, es el que tiene menos democracia y no incluye a ningún país que haya pasado del Tercer al Primer Mundo. También es el único sistema cultural que periódicamente produce gente como Bin Laden y los talibán. En cualquier caso, lo importante es ver «si el islam radical constituye una alternativa seria a la democracia liberal occidental para los propios musulmanes». Pero, a juzgar por la experiencia de 23 años de una república islámica como la de Irán, el «islam político ha resultado mucho más atractivo en abstracto que en la realidad», y no ha sido capaz de ofrecer «un programa político viable que pueda ser seguido por las sociedades musulmanas en los años venideros».

En conclusión, para Fukuyama el choque que afrontamos no es el choque entre varias culturas, sino «una serie de acciones de retaguardia provenientes de sociedades cuya existencia tradicional sí está amenazada por la modernización».

La modernización frustrada en el mundo musulmán

Pero, ¿por qué el mundo musulmán no ha logrado formular una concepción moderna de la política y del gobierno? El analista William Pfaff (International Herald Tribune, 25-X) da dos razones fundamentales, «ambas de origen religioso». La primera es que en la sociedad islámica, a diferencia de Occidente, «la autoridad religiosa y la estatal nunca han estado plenamente separadas. Los esfuerzos por establecer una base no teológica, intelectualmente legítima, para una autoridad estatal independiente han fallado».

La segunda razón es que Occidente, a diferencia del Islam, sostuvo con Tomás de Aquino que «la razón y la fe religiosa son dos ámbitos intelectualmente armónicos, pero diferentes. Esta fue la base histórica de la vida especulativa independiente en Occidente, que nos dio el mundo moderno». Por estas carencias, sentencia Pfaff, «el que está amenazado es el mundo musulmán, no Occidente».

Fomentar la retórica islamista o financiar extremistas en el extranjero es para algunos regímenes árabes un cómodo expediente para desviar las críticas internas. Fareed Zakaria, de origen indio aunque residente en EE.UU., ex editor de Foreing Affairs y editor actual de Newsweek International, explica en un largo ensayo en este semanario (15-X) que el fundamentalismo islámico nace del fracaso de la modernización en el mundo musulmán.

«Para modernizar no bastan gobernantes fuertes y petrodólares». Importar mercancías extranjeras es fácil. Pero «importar los elementos propios de una sociedad moderna -el libre mercado, partidos políticos, imperio de la ley- es difícil y peligroso». «En lo político, los gobiernos del Golfo ofrecieron a sus pueblos un trato: os sobornamos con riqueza, pero a cambio nos dejáis seguir en el poder. Era justo lo contrario de la Revolución americana: no impuestos, pero tampoco representación política».

El islamismo en un desierto político

En esta era de la globalización, los habitantes de los países árabes ven más la televisión o las mercancías que llegan de fuera, pero «no ven una verdadera liberalización en la sociedad, con apertura y mayores oportunidades», dice Zakaria. La juventud proveniente de zonas rurales y que va a buscar trabajo en ciudades caóticas, «ve las grandes desigualdades económicas y los efectos desorientadores de la modernidad». Una numerosa juventud inquieta en países con escaso cambio económico y social es un buen caldo de cultivo para la política de protesta.

La falta de espacio político para la disidencia favorece que la oposición sea más extremista y se mueva en el ámbito religioso. «El mundo árabe es un desierto político -afirma Zakaria- sin verdaderos partidos políticos, sin prensa libre, con escasas vías para la disidencia. Por lo tanto, la mezquita se convierte en el sitio para la discusión política». El islamismo ofrece participación, frente a los gobiernos corruptos que juegan a déspotas ilustrados. Además de hablar, las organizaciones fundamentalistas, desde los Hermanos Musulmanes a Hamás o Hizbolá, «proporcionan servicios sociales, asistencia médica, consejo y soluciones provisionales de vivienda. Para los que valoran la sociedad civil, es frustrante ver que en los países de Oriente Medio la sociedad civil son estos grupos intolerantes».

Para Zakaria es claro que «la causa principal del auge del fundamentalismo islámico es el fracaso total de las instituciones políticas en el mundo árabe». Mientras las elites políticas prefieren no ver esta realidad, el islam está siendo dominado por grupos fundamentalistas rígidos y contrarios a la modernidad.

Conflictos políticos más que religiosos

En el fondo, las erupciones de violencia en el mundo islámico tienen que ver más con la política que con la religión. Así lo hace ver en un entrevista (El País, 21-X) Nadia Yassin, farmacéutica, de 42 años, portavoz del más influyente de los movimientos islamistas de Marruecos, Justicia y Espiritualidad. Para este movimiento, que quisiera colocar en el centro del islam la espiritualidad del sufismo, «Bin Laden es el hijo extraviado de la versión saudí del islam. Ha traicionado su fe». Yassin ve en el wahabismo una «interpretación extremista de los textos sagrados», beligerante, simplista, asumida por el fundador de la moderna Arabia Saudí y sus sucesores «para legitimar sus monarquías, su poder». Pero no es que sean exageradamente religiosos. «Esa lectura simplista y rigurosa del islam que hacen los saudíes no se corresponde, después, con la relajación de costumbres detrás de los muros de los grandes palacios».

El sufismo, en cambio, sería «una interpretación universalista del mensaje del islam». Frente a lo que califica de régimen despótico en Marruecos, considera que sería un avance la democracia parlamentaria de corte europeo. Pero lo que no acepta es que este sistema político haya echado la religión por la borda: «No concebimos el laicismo en países mayoritariamente musulmanes», aunque «la ley islámica siempre ha encontrado soluciones para las minorías cristianas, judías…».

El peligro es la religión transformada en ideología

La reacción espontánea entre la población conmocionada por los atentados ha sido más un retorno a la religión que un alejamiento. Muchas personas han redescubierto la fe ante la nueva sensación de vulnerabilidad. Una psiquiatra manifestaba al Washington Post (27-IX) su sorpresa por el alto número de pacientes que han encontrado serenidad en la fe. Es difícil decir si se trata de un sentimiento pasajero o de algo más profundo. El Card. Bernard Law, arzobispo de Boston, declaró que se trataba de un insólito despertar de la fe (Religion News Services, 1-X).

Al margen de los extremistas, nadie piensa que nos encontramos ante una guerra de religión. Se puede afirmar, incluso, que el tratamiento informativo que recibe el islam en la prensa occidental está siendo mucho más positivo del que tuvo durante la Guerra del Golfo.

Como suele suceder en estos casos, la mayoría de los musulmanes moderados puede quedar en la sombra, mientras que saltan al primer plano los grupos que difunden su radicalismo a través de los canales religiosos. Massimo Introvigne, experto en nuevos movimientos religiosos, ha puesto de relieve la influencia que cierta literatura popular islámica -hasta ahora ignorada por los estudiosos, a pesar de sus ventas millonarias- puede estar ejerciendo en la aceptación de la violencia con motivación pseudo-religiosa por parte de sectores de la población de países de mayoría musulmana. «No hay mal más grande en ningún lugar de la tierra habitada que en Nueva York, y por este motivo su castigo será mayor», se lee por ejemplo en una de esas novelas, que vienen a ser un cóctel donde con lo islámico se mezclan contenidos esotéricos, ideas de la propaganda antisemita o del fundamentalismo protestante. Junto a Nueva York, otra ciudad muy citada en esas obras es Roma.

El factor Dios

Dentro de la mayoritaria actitud atenta a la complejidad de las causas, tal vez la única excepción de relevancia haya sido la de José Saramago, Premio Nobel de Literatura, quien sostiene que la religión es causa de muerte: «Ya se ha dicho que las religiones, todas sin excepción, no servirán nunca a acercar y reconciliar a los hombres y que, por el contrario, han sido y continúan siendo causa de sufrimientos inenarrables, de estragos, de violencia física y espiritual, que constituyen uno de los capítulos más tenebrosos de la historia humana. Al menos como señal de respeto por la vida, deberíamos tener la valentía de proclamar en todas las circunstancias esta verdad evidente y demostrable» (La Repubblica, 20-IX) .

Por su tono, el artículo es más bien una arrogante manifestación de ateísmo. El autor hace culpable de las tragedias al «factor Dios» que hay en los hombres, un sentimiento que es independiente de la fe que se profese. Desde luego, la especialidad de Saramago no es la precisión. Así, afirma: «Dice Nietzsche que todo estaría permitido si Dios no existiera» (en realidad, la frase es de Dostoievski).

Vale la pena percatarse de que cuando se acusa a la religión de desastres, en realidad no se está pensando en la religión azteca o en el animismo africano. Si la acusación procede, como es el caso, de un marxista militante, no cabe duda de que su objetivo central es el cristianismo y, más concretamente, el catolicismo.

Muerte de Dios, muerte del hombre

Pero aun dejando de lado esos matices, el problema es la misma consistencia histórica de la tesis central: que la religión es causa de violencia. Después de hacer notar que no todas las religiones son iguales, el escritor Vittorio Messori responde al Premio Nobel con los datos de la historia (Corriere della Sera, 14-X). El primer intento de eliminar la religión cristiana y crear un «culto racional» se llevó a cabo durante la Revolución Francesa: sólo en dos años, entre 1792 y 1793, las víctimas de la Revolución fueron unas 40.000, de las que el 84% pertenecía al Tercer Estado (pequeños burgueses, campesinos, etc.).

Messori se refiere también al genocidio de La Vandée, programado por los jacobinos, que costó la vida a 120.000 fieles (el 34% de la población). Pero será el marxismo, con sus cien millones de víctimas, quien radicalice la técnica ya practicada por los jacobinos, demostrando que «el intento de proclamar la muerte de Dios ha provocado, en el Este, la muerte del hombre».

Ya se ve que los mayores estragos no los ha producido la religión, sino el intento de eliminarla. El peligro es la religión transformada en ideología.

Musulmanes en Estados Unidos

Stanley G. Payne, profesor de Historia en la Universidad de Wisconsin-Madison y conocido hispanista, hace algunas puntualizaciones sobre las actitudes de los musulmanes que viven en Estados Unidos (El Mundo, 15-X).

Primero, de los musulmanes norteamericanos -más de 6 millones en total-, la mayoría no es de origen árabe, y la mayoría de los norteamericanos de origen árabe no es musulmana, sino cristiana (inmigrantes maronitas o de otras comunidades cristianas de Líbano, Palestina, Siria y Egipto, o descendientes de ellos). Si, por un lado, hay casi tres millones de árabes cristianos en EE.UU., los árabes musulmanes ascienden a apenas un millón y medio. Estos sólo constituyen alrededor de una tercera parte de la población árabe de EE.UU., y una cuarta parte de la musulmana. Alrededor de 2,5 millones de musulmanes norteamericanos, en su mayoría sunitas, son inmigrantes llegados recientemente del sur de Asia, principalmente de India, Pakistán e Irán. Hay un pequeño número de chiítas.

Payne destaca la presencia en EE.UU. de dos millones de nativos negros que se han convertido a alguna de las sectas islámicas creadas exclusivamente para ellos. Los musulmanes negros muestran inclinación a una especie de supremacía racial negra, y oficialmente rechazan la religión y los valores de la cultura dominante de EE.UU. Su estilo de vida es mucho más estricto que el de la mayoría de los negros estadounidenses, y tienden a la segregación social que caracteriza a las sectas religiosas.

Según Payne, los musulmanes norteamericanos son predominantemente de clase media, gozan de prosperidad, y están influidos en cierto grado por algunos aspectos de la cultura liberal estadounidense.

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