Juan Pablo II en Francia desbarató las polémicas

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El efecto del viaje en la opinión pública
En su reciente viaje a Francia Juan Pablo II ha trastocado una vez más las previsiones y los prejuicios. Con su mensaje y con sus gestos ha fortalecido la fe de los católicos, subrayando a la vez el patrimonio común con los no creyentes; sin entrar en polémicas históricas artificiales, ha hablado mucho más del porvenir que del pasado; y ha aguantado bien largas ceremonias, demostrando estar en mejor forma física de lo que decían los rumores. De este modo, el clima de contestación previo al viaje se ha transformado en un éxito popular, con una asistencia de fieles superior a la esperada. Así lo ha reconocido la prensa, de la que seleccionamos algunos comentarios.

En Le Figaro, Joseph Vandrisse subraya que «mientras que el viaje había sido precedido de vivas polémicas, Juan Pablo II ha unido en lugar de dividir». La realidad ha tenido poco que ver con lo que anunciaban los comentaristas. «¿Qué ha pasado? ¿Tocado por la enfermedad (y por la gracia), Juan Pablo II habría cambiado de tono, multiplicado las aperturas, limado las asperezas de la enseñanza de la Iglesia, revisado su pensamiento?».

Más bien habría que arriesgarse a plantear otra cuestión, sugiere Vandrisse: «¿Por qué la prensa, también la confesional, no ha sabido proporcionar en dieciséis años una imagen verdadera del pontificado y dar cuenta exacta de la enseñanza del Papa?».

El responsable de la información religiosa de Le Monde, Henri Tincq, en un artículo titulado «La revolución francesa de Juan Pablo II», advierte el cambio de situación que ha supuesto la visita del Papa, tras la polémica sobre la laicidad. «Se había hablado de un Papa agotado, presentándolo como un hombre autoritario, sermoneador y enfermo, cuya visita a Francia era el punto de partida de una reconquista del ‘orden moral’, una puñalada en el pacto sacrosanto de la laicidad. Y Francia ha descubierto a un hombre ciertamente no en su mejor forma, pero que se situaba por encima de las polémicas, desbaratando las trampas tendidas a su paso, y que llegaba a hacer suyos ‘los ideales de libertad, de igualdad y de fraternidad’ de la divisa republicana, y que invitaba a Francia a seguir siendo ‘acogedora'».

La responsabilidad del bautismo

En cuanto al contenido de las palabras del Papa, Tincq comenta que, respecto al primer viaje de 1980, Juan Pablo II «ha tenido más en cuenta la particularidad francesa, y esto ha favorecido su éxito. Ha prescindido de afirmaciones que corrían el riesgo de prestarse a malas interpretaciones».

Desde el acto de bienvenida en Tours, Juan Pablo II quiso clarificar el carácter pastoral del viaje, que no se planteaba contra nadie: «Es todo un honor para Francia superar las diferencias legítimas de opinión para recordar que el bautismo de Clodoveo forma parte de los acontecimientos que la han forjado. Es bueno que los ciudadanos de un país puedan hacer referencia a su historia, celebrando los valores que vivieron sus predecesores y que siguen siendo a la vez un fundamento de su vida actual y una orientación para su futuro».

En la eucaristía de Reims, celebrada con motivo del 15 centenario del bautismo del rey Clodoveo, la homilía del Papa se centró no tanto en la evocación del pasado como en la responsabilidad de los bautizados de hoy. «Hace quince siglos, Clodoveo, rey de los francos, recibió este sacramento. Su bautismo tuvo el mismo sentido que cualquier otro bautismo. (…) Tomó la decisión de renunciar al espíritu del mal, a todo lo que conduce al mal y a todo orgullo; a la vez, profesó la fe de la Iglesia y se adhirió a Cristo, el Hijo de Dios hecho hombre, muerto y resucitado por la redención del mundo. El bautismo le liberó del pecado original y de todo pecado cometido anteriormente, y, por la gracia santificante, le hizo participar de la vida de Dios. Sus compatriotas bautizados con él recibieron los mismos dones».

Este aniversario, dijo el Papa, es una ocasión para reflexionar sobre las responsabilidades que se derivan del bautismo. «Todo cristiano es la sal de la tierra, y cada uno debe empeñarse para no dejar que esta sal pierda su sabor; si deja que se vuelva insípida, no sirve ya para nada. Pero, al mismo tiempo, Cristo se dirige a toda la comunidad: vosotros, cristianos bautizados; vosotros, católicos de Francia, como comunidad, podéis conservar el sabor del mensaje evangélico o podéis perderlo».

Una Iglesia del presente

«La vocación de los bautizados tiene una dimensión permanente, eterna, y una dimensión particular, temporal, dijo Juan Pablo II. En un sentido, los cristianos de nuestro tiempo tienen la misma vocación que las primeras generaciones de cristianos de vuestra tierra, y, a la vez, su vocación está determinada por la presente etapa de la historia. La Iglesia es siempre una Iglesia del presente. No considera su herencia como el tesoro de un pasado caduco, sino como una poderosa inspiración para avanzar en el peregrinaje de la fe por caminos siempre nuevos. La Iglesia va a entrar en su tercer milenio. Hay que descifrar nuestra vocación cristiana en función de nuestro tiempo, a la luz de las enseñanzas del Concilio Vaticano II».

Es un mensaje que invitaba sobre todo a dejar una impronta cristiana en la sociedad actual, interviniendo en ella sin complejos, codo con codo con los demás ciudadanos. «En ningún momento del viaje, comenta Joseph Vandrisse en Le Figaro, ha propugnado el retorno a un orden antiguo fundado en la religión -por otra parte, a menudo idealizado-. Por el contrario, ha querido repetir con fuerza que en un país democrático y laico la libertad civil y política no se compagina con la marginación de la comunidad católica. Esta tiene siempre algo que decir a la sociedad francesa y debe decirlo. Esto depende de la vitalidad de los miembros -los bautizados- que la componen».

«El bautismo -agrega Vandrisse- tiene una dimensión personal, la de la conversión que hay que recomenzar siempre. Tiene también una dimensión comunitaria, que lleva a los bautizados a asumir sus responsabilidades ciudadanas en el plano cívico, cultural, social y especialmente al servicio de los pobres y de los excluidos… Para asumir sus responsabilidades al servicio de sus hermanos y de todos, los católicos no pueden aceptar ser marginados. Ante Jacques Chirac, el Papa declaró: ‘los católicos participan con pleno derecho en la vida ciudadana’. Pero aunque los católicos de Francia no sean marginados, ¿no pueden marginarse a sí mismos o perder su identidad y su fuerza? Vosotros sois la sal de la tierra, y si la sal se vuelve insípida ¿con qué se la salará?, pregunta el Evangelio».

«Los católicos franceses, justamente orgullosos de su historia y de sus tradiciones, fieles a la memoria colectiva, sabrán responder a la pregunta planteada por Juan Pablo II: ¿Qué habéis hecho de las promesas de vuestro bautismo? Han mostrado que constituyen en la nación una fuerza considerable cuya importancia no se puede minimizar. Es otra lección de este viaje que ha sido un gran éxito popular. ¿Habrán reencontrado en las grandes concentraciones de esta semana, que han sorprendido a todo el mundo, la alegría de reagruparse para rezar y escuchar la palabra de Dios? La fiesta colectiva será siempre la mejor de las terapias para responder a la morosidad nacional o eclesial».

La guerra que no estalló

Las clarificaciones aportadas por el Papa en la homilía de Reims sobre el papel del cristianismo en la historia de Francia -comenta a su vez Tincq en Le Monde- «podrían abrir una página nueva en la historia de las relaciones entre la Iglesia y la República». «La guerra de las dos Francias, laica y católica, que algunos han querido resucitar, ha fracasado. La polémica sobre Clodoveo ¿no habrá sido más que un globo, ahora presto a desinflarse? ¿Había que hacer tanto ruido para recordar que la tradición cristiana ha dejado su impronta en Francia y que este hecho no debe ser ocultado ni exagerado?».

La aportación específica que la Iglesia puede hacer a la vida social había sido ya mencionada por Juan Pablo II el primer día, tras su llegada a Tours: «Fieles al Evangelio y al ejemplo de Cristo, los cristianos son, al lado de sus compatriotas, partícipes plenos de la vida civil, buscando actuar con desinterés y generosidad. La caridad, la justicia y la sensibilidad hacia los demás son la fuente que inspira y la energía que vivifica su compromiso ciudadano.

«He ahí por qué la Iglesia se sabe investida de una misión espiritual que le confiere el deber de recordar, entre otras cosas, los valores que fundamentan la vida social, la vocación del hombre y el carácter trascendente de la persona humana, cuya dignidad es preciso reconocer en toda circunstancia. La Iglesia invita igualmente a todos los ciudadanos a edificar juntos una sociedad acogedora, dejando a cada uno en libertad para escoger los modos más apropiados de participar en esta tarea, en el respeto del bien común».

Esta palabra de la Iglesia no tiene por qué suscitar reticencias en la sociedad, como si fuera una injerencia indebida. Como diría después el Papa en su encuentro con los obispos en Reims: «En una sociedad que tanto ha contribuido a que se reconozca la libertad humana y los derechos de la persona, es natural expresar las propias convicciones: eso no es querer imponerlas, es ejercer un derecho inalienable».

Por una sociedad acogedora

El estímulo de Juan Pablo II para construir una sociedad acogedora se reveló especialmente en su encuentro en Tours, en la basílica de San Martín, con un grupo de «blessés de la vie», personas que de un modo u otro sufren la exclusión (enfermos mentales, paralíticos, parados, inmigrantes ilegales…). Allí el Papa hizo una llamada a poner en práctica nuevas formas de solidaridad, a encontrar modos de vida personales y colectivos que permitan superar la pobreza. «A una sociedad se la juzga por el trato que da a los heridos de la vida y por la actitud que adopta con ellos. Cada uno de sus miembros deberá responder un día de sus palabras y de sus actos hacia aquellos por los que nadie se interesa, hacia aquellos a quienes se da la espalda».

«La atención prestada a los pobres es uno de los principales criterios de la pertenencia a Cristo, y debe marcar el compromiso temporal del cristiano. La fe va acompañada de una acción en favor de nuestros hermanos en humanidad, pues ‘el amor de Cristo nos urge’ (2 Co 5, 14) a servir a todos los hombres, a los que amamos y a los que no amamos bastante. (…) Cristo vino a ‘traer la Buena Nueva a los pobres’ (Lc 4, 18). Ninguno de sus discípulos, ninguno de sus hermanos está dispensado de tomar parte en esta tarea exigente, saludable y gratificante.»

Se entendió con las multitudes

La capacidad de Juan Pablo II para conectar con las multitudes volvió a ponerse de manifiesto en este viaje. La prensa destacó especialmente este clima durante la Misa en Saint-Anne-d’Auray, bajo el sol de Bretaña. «Charme» (encanto) era la palabra más repetida para decir lo que no puede explicarse. «Una sintonía instantánea entre esta muchedumbre de más de ciento veinte mil peregrinos, ardiente y respetuosa, y el sucesor de Pedro, por primera vez en Bretaña», señala Annick Cojean en Le Monde. «Y les faltaban las palabras para expresar su emoción, su turbación, y esta exaltación que no podían contener, que era una sorpresa».

El ambiente no tenía nada que ver con la polémica creada en la prensa antes del viaje. En Bretaña «se estaba lejos de Reims, lejos de Clodoveo, lejos de las polémicas. Los peregrinos se decían católicos. Y punto. Hablaban de esperanza y de las riquezas de su fe; de tolerancia y de respeto del otro; de apertura y de escucha; de amor y de paz. ‘Construid la civilización del amor’, había clamado el Papa. Y esta consigna extraña les parecía maravillosa».

Baño de juventud

Un ambiente particularmente festivo fue el del encuentro con las jóvenes parejas y sus hijos en el parque del Memorial de Sainte-Anne-d’Auray. «Juan Pablo II -escribe el cronista de La Croix- no quería abandonar esta pradera en la que se estrechaban las familias: 14.000 personas de las que más de la mitad eran niños entre los dos meses y los 18 años, con una fuerte mayoría de los de 8 a 12 años. Un baño de juventud que regeneraba a un Juan Pablo II que no ocultaba su alegría de ver a los niños correteando por todas partes». De hecho, en su vuelta a Roma comentó que para él había sido el momento más impresionante del viaje.

Este ambiente dio ocasión al Papa para hablar de generosidad en la acogida a los hijos: «Estáis invitados a manifestar al mundo la belleza de la paternidad y de la maternidad, y a fomentar la cultura de la vida que consiste en acoger a los hijos que os son dados y criarlos. Todo ser humano ya concebido tiene derecho a la existencia, pues la vida dada no pertenece ya a los que la han hecho nacer. Vuestra presencia aquí, con vuestros hijos, es un signo de la dicha que hay en dar la vida con generosidad y en vivirla en el amor».

Una frase de Juan Pablo II sobre los divorciados que se han vuelto a casar saltó a muchos titulares periodísticos, que creyeron ver ahí una innovación en la doctrina de la Iglesia. De hecho, Juan Pablo II se limitó a recordar -con un eco amplificado por las circunstancias- una enseñanza ya recogida en su exhortación apostólica Familiaris consortio de 1981. Los divorciados vueltos a casar, dijo el Papa, «siguen siendo miembros de la comunidad cristiana. En efecto, ‘pueden e incluso deben, como bautizados, participar en la vida de la Iglesia’ (Familiaris consortio n. 84), siempre acogiendo con fe la verdad de que la Iglesia es depositaria en su disciplina sobre el matrimonio». No hay ningún cambio, pues, en la disciplina actual que no les permite recibir la comunión eucarística.

Ejercer de Papa

Mientras Juan Pablo II reunía a muchedumbres, los extremistas de la laicidad, que habían hecho un llamamiento para boicotear la visita del Papa, demostraron con cuántas fuerzas contaban. Al cabo de cuatro semanas de presencia audiovisual permanente y una campaña muy activa, las 67 organizaciones laicas convocantes sólo lograron reunir entre 5.000 y 10.000 manifestantes en París.

«Los excesos de la contestación laica han tenido un efecto boomerang, comentaba Henri Tincq. No han bastado para engrosar las filas de las manifestaciones antipapistas, pero, en cambio, han movilizado a los fieles que han venido en mayor número del previsto a los encuentros con Juan Pablo II: 200.000 en Reims, 500.000 en tres días».

Y, frente a los que se afanan en crear enfrentamientos entre Roma y la Iglesia en Francia, «esta muchedumbre ha revelado lo fuerte que sigue siendo la unión de los católicos franceses con el papado y con el Romano Pontífice actual», afirma Vandrisse.

Los ataques contra el Papa han provocado que surgieran otras voces en favor de la tolerancia y el respeto. Así, el académico Jean d’Ormesson daba la bienvenida al Papa, «que ejerce un papel considerable y pacífico en el mundo de hoy»: «En un mundo preocupado por su porvenir, dominado por el culto del dinero y de la violencia, amenazado por un terrorismo, a menudo de origen religioso, que se sirve de la droga, del chantaje y de las bombas, el Papa, que no tiene otras armas -poderosas, desde luego- que la palabra y la oración, es bienvenido. Le dan la bienvenida los que creen en él. Deberían dársela también los que no creen en él, pero que se dicen demócratas y defensores de las libertades de los que no piensan como ellos».

Así lo hace el escritor Bernard-Henri Levy, que confiesa sin ambages: «Ante la actual tormenta de ‘papafobia’ siento ganas de recordar ciertas evidencias. La primera: este Papa ‘reaccionario’, contra el que pretenden levantarse tantos heraldos de la libertad, es uno de los hombres más libres de la Europa contemporánea. La segunda: al adoptar la postura que todos conocen sobre la contracepción, el aborto o la moral, está cumpliendo su estricta función de Papa. Él no exige a nadie que se haga católico, pero, a los que libremente optan por serlo y sólo a ellos, les recuerda el sentido de esa opción, los principios que la guían y las consecuencias que implica. La tercera: que todavía queda un lugar en este mundo o, en todo caso, en nuestras sociedades, donde se continúa diciendo que la condición humana no puede hacer oídos sordos a la cuestión del mal, del pecado y de lo ilícito. Que hay un puñado de hombres y, entre ellos, Juan Pablo II, para recordar que la especie humana llevará siempre a cuestas una parte negra o maldita. ¿Es tan difícil entender esto? Para mí, es una buena noticia, porque se trata de una apuesta por la civilización y de una muralla contra la barbarie. Gracias al Papa por existir. Y gracias, por encima de la anécdota y de las peripecias grotescas del ‘caso Clodoveo’, por ejercer de Papa».

A propósito de Clodoveo, el célebre medievalista francés Jacques Le Goff reconocía estos días en una entrevista que el bautismo del rey es uno de los momentos esenciales de la historia de Francia: «La conversión dejará una nueva capa fundamental en la cultura y en la personalidad de Francia: el cristianismo. Lo digo yo, un laico, no practicante, muy hostil al clericalismo. Lo que nos parecen virtudes laicas son de hecho virtudes cristianas laicizadas. Y rendir homenaje, a través del aniversario de Clodoveo, a la aportación del cristianismo a la cultura francesa me parece una cosa muy buena».

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