Juan Pablo II ha dado un vigoroso impulso al proceso de unidad de los cristianos con su nueva encíclica Ut unum sint (“que sean uno”), donde hace un balance del movimiento ecuménico y sugiere un método para acelerarlo. El Papa explica que el ecumenismo no es un “añadido”, sino algo esencial para la vida y la acción de la Iglesia, que debe ser fiel al mandato de Cristo y evitar el escándalo de la desunión. En esta su duodécima encíclica, Juan Pablo II invita a las otras Iglesias cristianas a dialogar sobre un modo nuevo de ejercer el primado del Papa.
El documento, de 114 páginas, es eminentemente pastoral: más que clarificar una doctrina, pretende «sostener un esfuerzo». Ante la perspectiva del año 2000, es preciso que los cristianos lleguen más unidos al jubileo del nacimiento de Cristo.
Esa urgencia pastoral es una constante de toda la encíclica, la primera que un Papa dedica al ecumenismo: «Cuando afirmo que para mí, Obispo de Roma, la obra ecuménica es ‘una de las prioridades pastorales’ de mi pontificado, pienso en el grave obstáculo que la división constituye para el anuncio del Evangelio» (n. 99).
Un compromiso irreversible
En la primera parte de la encíclica, el Papa glosa ampliamente documentos del Concilio Vaticano II, sobre todo el Decreto sobre el ecumenismo, la Constitución dogmática sobre la Iglesia y la Declaración sobre la libertad religiosa. Juan Pablo II repasa su contenido, enumera los progresos realizados desde entonces, el largo camino todavía pendiente y reafirma que el compromiso ecuménico de la Iglesia es «irreversible», y que debe ser también asumido por las demás Comunidades cristianas.
La fraternidad que une a los cristianos tiene su raíz en el reconocimiento del único Bautismo. «Jesús mismo antes de su pasión rogó para ‘que todos sean uno’ (Jn 17, 21). Esta unidad, que el Señor dio a su Iglesia y en la cual quiere abrazar a todos, no es accesoria, sino que está en el centro mismo de su obra. No equivale a un atributo secundario de la comunidad de sus discípulos» (n. 9).
Si el Bautismo es fundamento de la unidad, el Papa afirma que existe también una comunión en la santidad. «Los cristianos tenemos un martirologio común», y la santidad de estos fieles de las distintas confesiones cristianas es un polo de atracción hacia la unidad. «Si se puede morir por la fe, esto demuestra que se puede alcanzar la meta cuando se trata de otras formas de aquella misma exigencia» (n. 84).
Las condiciones del diálogo
Del conjunto de la encíclica queda claro también que la preocupación ecuménica no es tarea exclusiva de la jerarquía o de los teólogos que participan en las reuniones de expertos. El Papa subraya la importancia de lo que define como «ecumenismo espiritual»: el deber que todos los cristianos tienen de orar por la unidad.
También el diálogo ecuménico debe basarse en «la conversión de los corazones y en la oración, lo cual llevará incluso a la necesaria purificación de la memoria histórica» (n. 2), ya que -además de las divergencias doctrinales- la división está marcada por las incomprensiones y prejuicios del pasado, y un insuficiente conocimiento recíproco.
La finalidad de ese «diálogo de conversión» es, por tanto, prestarse una ayuda recíproca para hacer examen de conciencia sobre la fidelidad que cada comunidad guarda al mensaje de Cristo.
El Papa puntualiza que «la plena comunión deberá realizarse en la aceptación de toda la verdad, en la que el Espíritu Santo introduce a los discípulos de Cristo. Por tanto, debe evitarse absolutamente toda forma de reduccionismo o de fácil ‘estar de acuerdo’. Las cuestiones serias deben resolverse, porque de lo contrario resurgirían en otros momentos, con idéntica configuración o bajo otro aspecto» (n. 36).
Naturalmente, también ese examen de conciencia lo hace la Iglesia católica. El Vaticano II recordó que Cristo llama a su Iglesia a una reforma permanente para rectificar las desviaciones que se pudieran haber producido en el camino. «Somos conscientes, en cuanto Iglesia católica, de haber recibido mucho del testimonio, de la búsqueda e incluso del modo como las otras Iglesias y Comunidades cristianas han puesto de relieve y vivido ciertos valores cristianos comunes» (n. 87)
Comunión no es simple suma
Juan Pablo II aclara que la unidad a la que aspira la Iglesia no es consecuencia de la suma de las distintas tradiciones. «No se trata de poner juntas todas las riquezas diseminadas en las Comunidades cristianas con el fin de llegar a la Iglesia deseada por Dios. (…). Los elementos de esta Iglesia ya dada existen, juntos en su plenitud, en la Iglesia católica y, sin esa plenitud, en las otras Comunidades, donde ciertos aspectos del misterio cristiano han estado a veces más eficazmente puestos de relieve. El ecumenismo trata precisamente de hacer crecer la comunión parcial existente entre los cristianos hacia la comunión plena en la verdad y en la caridad» (n. 14).
El Papa recalca que para lograr la unidad es imprescindible conservar la verdadera doctrina: «No se trata de modificar el depósito de la fe, de cambiar el significado de los dogmas, de suprimir de ellos palabras esenciales, de adaptar la verdad a los gustos de una época, de quitar ciertos artículos del Credo con el falso pretexto de que ya no son comprensibles hoy. La unidad querida por Dios sólo se puede realizar en la adhesión común al contenido íntegro de la fe revelada» (n. 18).
Esto no excluye el esfuerzo para presentar la doctrina de un modo que sea más comprensible: «La expresión de la verdad puede ser multiforme, y la renovación de las formas de expresión se hace necesaria para transmitir al hombre de hoy el mensaje evangélico en su inmutable significado» (n. 19).
Esta distinción entre la verdad profesada y su expresión (que puede ser diversa) tiene gran trascendencia para el diálogo ecuménico, pues a veces «las polémicas y controversias intolerantes han transformado en afirmaciones incompatibles lo que de hecho era resultado de dos intentos de escrutar la misma realidad, aunque desde dos perspectivas diversas» (n. 38).
A este respecto, recuerda que aclaraciones de este tipo han permitido recientemente firmar declaraciones comunes entre la Iglesia católica y otras Iglesias con las que desde hace siglos existía un contencioso cristológico.
Oriente y Occidente
Que la legítima diversidad no se opone de ningún modo a la unidad, lo subraya el Papa al referirse expresamente a las Iglesias ortodoxas, ligadas a Roma con un vínculo de comunión profundo, pues cuentan con verdaderos sacramentos. Entre el patrimonio espiritual de estas Iglesias, Juan Pablo II destaca su gran tradición litúrgica y espiritual, el carácter específico de su desarrollo histórico, las disciplinas observadas por ellas desde los primeros tiempos, su modo propio de enunciar la doctrina. Ahora se trata de volver a la unidad entre la Iglesia católica y la ortodoxa, unidad «que, a pesar de todo, se vivió en el primer milenio y que se configura, en cierto modo, como modelo» (n. 55).
Con las Iglesias y Comunidades eclesiales de Occidente, herederas de la Reforma, existe una «peculiar relación de afinidad», a causa del mucho tiempo de unidad. Pero las diferencias con Roma -y también entre ellas mismas- son más profundas, e incluso se observa que «el movimiento ecuménico y el deseo de paz con la Iglesia católica no ha penetrado aún en todas partes» (n. 66). Entre las cosas positivas de los protestantes, Juan Pablo II destaca el amor por las Sagradas Escrituras y el sacramento del Bautismo, que tienen en común con los católicos.
Al mismo tiempo, el Papa reconoce que existen divergencias sobre el modo de entender la relación entre Escritura e Iglesia; sobre los sacramentos y el ministerio ordenado, y sobre cuestiones morales. A pesar de todo, también ha sido significativo el acercamiento que se ha producido en los últimos decenios.
Temas pendientes
Después de exponer ampliamente los progresos realizados, Juan Pablo II se plantea el camino que falta por recorrer. La encíclica enumera los «argumentos que deben ser profundizados para alcanzar un verdadero consenso de fe». Se trata de cinco capítulos donde subsisten divergencias: «1) las relaciones entre la sagrada Escritura, suprema autoridad en materia de fe, y la sagrada Tradición, interpretación indispensable de la palabra de Dios; 2) la Eucaristía, sacramento del Cuerpo y Sangre de Cristo, ofrenda de alabanza al Padre, memorial sacrificial y presencia real de Cristo, efusión santificadora del Espíritu Santo; 3) el Orden, como sacramento, bajo el triple ministerio del episcopado, presbiterado y diaconado; 4) el Magisterio de la Iglesia, confiado al Papa y a los Obispos en comunión con él, entendido como responsabilidad y autoridad en nombre de Cristo para la enseñanza y salvaguardia de la fe; 5) la Virgen María, Madre de Dios e Icono de la Iglesia, Madre espiritual que intercede por los discípulos de Cristo y por toda la humanidad» (n. 79).
Después plantea una cuestión crucial para la unidad: el primado del Papa. La Iglesia católica cree, en fidelidad a la tradición apostólica y a la fe de los Padres, en el ministerio del Obispo de Roma como sucesor de Pedro, signo visible y garantía de la unidad. Y pide a las demás Comunidades cristianas que consideren cómo este ministerio petrino está en el Nuevo Testamento.
Al mismo tiempo, consciente de que «el ministerio del Obispo de Roma constituye una dificultad para la mayoría de los demás cristianos, cuya memoria está marcada por ciertos recuerdos dolorosos», Juan Pablo II añade que «por aquello de lo que somos responsables, con mi Predecesor Pablo VI imploro perdón» (n. 88).
Nuevas formas de ejercicio del primado
Juan Pablo II recuerda cuál es el ámbito del primado de Pedro, que se ejerce en comunión con los demás obispos. Entre las preocupaciones del primado se incluye todo lo que afecta a la unidad de todas las Comunidades cristianas. «Este primado se ejerce en varios niveles, que se refieren a la vigilancia sobre la transmisión de la Palabra, la celebración sacramental y litúrgica, la misión, la disciplina y la vida cristiana» (n. 94).
Juan Pablo II insiste en que la Iglesia católica «sostiene que la comunión de las Iglesias particulares con la Iglesia de Roma, y de sus obispos con el Obispo de Roma, es un requisito esencial -en el designio de Dios- para la comunión plena y visible. (…) Esta función de Pedro debe permanecer en la Iglesia para que, bajo su única Cabeza, que es Cristo Jesús, sea visible en el mundo la comunión de todos sus discípulos» (n. 97).
La convicción de la necesidad del primado del Papa, no impide que Juan Pablo II se declare dispuesto a «encontrar una forma de ejercicio del primado que, sin renunciar de ningún modo a lo esencial de su misión, se abra a una situación nueva». Con este fin, el Papa renueva su petición al Espíritu Santo para que pastores y teólogos cristianos «busquemos, por supuesto juntos, las formas con las que este ministerio pueda realizar un servicio de fe y de amor reconocido por unos y otros» (n. 95).
Para llevar a cabo esta «tarea ingente», Juan Pablo II hace a los demás cristianos una innovadora propuesta: «La comunión real, aunque imperfecta, que existe entre todos nosotros, ¿no podría llevar a los responsables eclesiales y a sus teólogos a establecer conmigo y sobre esta cuestión un diálogo fraterno, paciente, en el que podríamos escucharnos más allá de estériles polémicas, teniendo sólo presente la voluntad de Cristo para su Iglesia…?». Ahora le toca responder a la otra parte.