Análisis
Si hay algo connatural a Juan Pablo II es su disposición al diálogo. Es un hombre que va al encuentro de la gente, tanto cuando viaja por todo el mundo como cuando visita cada domingo una parroquia de Roma. Ha abierto las puertas del Vaticano a personajes de toda ideología y cultura, desde el Dalai Lama a Gorbachov. Como intelectual, su pensamiento filosófico se ha fraguado en diálogo con tendencias como la fenomenología y el personalismo, representadas también por autores no católicos. Y en la esfera internacional su acción se ha dirigido siempre a impulsar soluciones negociadas, incluso cuando otros tocaban tambores de guerra, como se vio en la Guerra del Golfo.
Durante su pontificado, el diálogo interreligioso se ha manifestado en iniciativas tan innovadoras como el acercamiento a los judíos o el encuentro por la paz en Asís con líderes religiosos de todo el mundo. En su afán de lograr la unidad de los cristianos, ha mantenido un diálogo continuo con otras confesiones para despejar malentendidos históricos y limar diferencias doctrinales. Hasta el punto de que, si otros cristianos ven en el primado del Papa un obstáculo en el camino hacia la unidad, Juan Pablo II se ha declarado dispuesto en la encíclica Ut unum sint a buscar con ellos una nueva forma de ejercicio del primado que, sin renunciar a lo esencial, se abra a una situación nueva.
Todo esto es tan patente que ni siquiera sus críticos se molestan en negarlo. Su reproche es que esta apertura contrasta con lo que consideran «prácticas autoritarias» y «falta de diálogo» en el interior de la Iglesia. Al oírles, se saca la impresión de que Juan Pablo II es un autócrata, que zanja los problemas sin escuchar a nadie ni dar explicaciones.
Acostumbrado a escuchar
Pero esta imagen distorsionada de Juan Pablo II no concuerda con su sentido de la colegialidad, de vinculación con el Colegio Episcopal, del que es cabeza. El Papa no elude su responsabilidad de gobierno. Pero antes de tomar decisiones importantes, convoca Sínodos generales o particulares, se reúne con Conferencias Episcopales, escucha a los obispos en sus visitas a Roma, preside reuniones de expertos.
Así, a la hora de elaborar documentos claves del pontificado como el Catecismo de la Iglesia católica o el Código de Derecho Canónico consultó al episcopado mundial y hubo un largo proceso para aunar pareceres. Cualquiera que haya observado el desarrollo de los Sínodos de Obispos en Roma sabe que el Papa acude a las sesiones para escuchar durante largas horas lo que dicen los demás. Y el documento que publica tras el Sínodo no es más que el fiel reflejo de las proposiciones allí acordadas.
Cuando ha habido un motivo de disensión entre los obispos de un país, les ha convocado para buscar juntos una solución. Así lo hizo últimamente con los obispos alemanes, que mantenían posiciones encontradas sobre la oportunidad de que los consultorios católicos que asesoran a mujeres con embarazos conflictivos dieran el certificado que exige la legislación para abortar. Conforme a su estilo, Juan Pablo II escuchó a todos y luego les invitó a adoptar una solución en una carta cuyo tono comprensivo sorprendió gratamente.
Gobernar es elegir
En este y otros temas, la decisión del Papa puede gustar más o menos a los interesados. Pero no es honesto decir que ha faltado diálogo. Los que critican el «autoritarismo» de Juan Pablo II alegan que declara «doctrina definitiva» temas que en sí mismos no son dogmas de fe, impidiendo así que siga el debate. El caso paradigmático sería el sacerdocio femenino. Pero hay un tiempo para dialogar y un tiempo para decidir. «Gobernar es elegir», dice la célebre frase. El estudioso puede mantener las cuestiones siempre abiertas. El gobernante tiene que pensar en los que esperan sus directrices.
En el caso del sacerdocio y la mujer, el debate comenzó ya en tiempos de Pablo VI (el primer pronunciamiento de la Santa Sede se produjo en 1976). Tanto el Código de Derecho Canónico, de 1983, como el Catecismo de la Iglesia católica, frutos de la colaboración del episcopado mundial, reconocieron que la Iglesia está vinculada por la decisión de Jesucristo de confiar el sacerdocio sólo a los varones. Ha habido un debate durante más de veinte años, los teólogos han expuesto las razones a favor y en contra, el episcopado mundial se ha pronunciado, se ha dialogado al respecto con otras Iglesias. Finalmente, el Papa ha dicho la última palabra; que no es «su» palabra, sino la convicción de que carece de poder para cambiar lo que hizo Jesucristo y lo que ha sido la práctica constante de la Iglesia. Paradójicamente, los críticos esperarían del Papa un ejercicio autónomo del poder para introducir un cambio, mientras que Juan Pablo II se ve modestamente como un eslabón más en una tradición de veinte siglos.
Además, si hubiera dicho que sí al sacerdocio de la mujer, ¿no sería también una doctrina «definitiva»? ¿No se ha cerrado el debate en las Iglesias que han decidido lo contrario? ¿Los teólogos del disenso se plantearían entonces si el Papa era infalible? En realidad, lo que le reprochan sus críticos no es que haya zanjado el debate, sino que haya adoptado una decisión contraria a su criterio.
El centro de la preocupación para los teólogos del disenso es que Juan Pablo II afirme un Magisterio de la Iglesia vinculante para todos. Actitud tanto más escandalosa cuanto que durante una serie de años reinó un magisterio paralelo de los teólogos, que concebía el Magisterio oficial como el simple reflejo de una teología opinable. Ahora dicen que Juan Pablo II ha puesto a los teólogos «bajo sospecha».
La voz de los teólogos
Pero un hombre como Juan Pablo II, que ha sido profesor universitario y ha puesto al frente de la Congregación para la Doctrina de la Fe a uno de los grandes teólogos de nuestro tiempo, comprende bien el valor de la libertad de investigación. Pero también es consciente de que la libertad propia de la investigación teológica se ejerce dentro de la fe de la Iglesia. Y cuando los obispos o la Santa Sede han tomado alguna medida disciplinar respecto algún teólogo -después de dialogar con él-, lo que han hecho no es prohibirle que investigue, sino que presente como doctrina católica lo que es incompatible con la fe. Después de todo, cualquier empresa tiene derecho a que no se utilice su marca para despachar productos de factura ajena.
Sorprende también que teólogos que niegan al Papa la autoridad para hablar en nombre de toda la Iglesia, se presenten a sí mismos como si fueran la auténtica voz de todos los teólogos. Hay casos clamorosos. Cuando en 1995 se publicó la encíclica Ut unum sint sobre el ecumenismo, Hans Küng envió a la prensa su tradicional artículo condenatorio de Juan Pablo II. Encastillado en sus posiciones, Küng aseguraba que la nueva encíclica no aportaba nada nuevo: «A pesar de toda la retórica ecuménica presentada, todo sigue igual bajo la dura exigencia del primado de Roma y de la infalibilidad». El mismo día, el conocido teólogo Olivier Clément, de la Iglesia ortodoxa, decía en otro artículo que «es un texto de gran importancia». Aunque no silenciaba algunas discrepancias, la invitación de Juan Pablo II a buscar una nueva forma de ejercicio del primado le parecía «una llamada prodigiosa».
Allí donde Hans Küng sólo veía divergencias, un teólogo ortodoxo descubría muchos puntos en común con el Papa. Lo cual parece indicar que, si el diálogo católico-ortodoxo se hiciera según las premisas de Küng, sería aún más difícil entenderse.
Ciertamente, se puede reforzar el diálogo en la Iglesia. Para eso es preciso que todos -también los teólogos del disenso- cuidemos las disposiciones del auténtico diálogo: tratar de conocer mejor al otro sin ocultar las diferencias, no tergiversar sus posturas, estar dispuesto a dejarse convertir por la verdad y no perder de vista que la base común es la fe transmitida en la Iglesia. A ese diálogo nunca se ha negado Juan Pablo II.
Ignacio Aréchaga