“El cristianismo resulta difícil de controlar en China, y cada vez más”, dice The Economist (1-11-2014) en un reportaje titulado “El edificio ateo se resquebraja”. No hay números seguros; se cree que cuando se instauró el comunismo había unos tres millones de católicos y un millón de protestantes, y ahora el gobierno dice que hay entre 23 y 40 millones de cristianos en total. En 2010 el Pew Research Center, de EE.UU., estimaba 9 millones de católicos y 58 millones de protestantes, en su mayoría evangélicos.
En todo caso, la fe cristiana se extiende vigorosamente, sobre todo entre la etnia han, que es el 90% de la población. En los pasados años ochenta, el cristianismo crecía principalmente en el campo; ahora, sobre todo, en las ciudades. El nivel de instrucción y profesional de los cristianos ha subido. Para muchos chinos más educados, el cristianismo supone una fuente de ideales en el desierto de materialismo dejado por la ideología comunista, que suscita cada vez menos adhesión.
La fe también es un estímulo para hacer el bien. De los cincuenta más destacados abogados pro derechos humanos en toda China, la mitad son cristianos. Empresarios cristianos han formado grupos para fomentar la honradez en los negocios y financiar obras asistenciales. Estas iniciativas suelen ser bien acogidas por el régimen, consciente de que su legitimidad ante el pueblo ya no puede ser ideológica, y depende de su limpieza y su capacidad para dar servicios y bienestar.
Pero sigue habiendo inseguridad. Hay ya más de dos mil escuelas cristianas en el país, pero la mayoría son ilegales y dependen de que las autoridades locales las toleren. Y también subsiste la represión. Según China Aid, el año pasado 7.400 cristianos chinos sufrieron persecución. En Wenzhou, ciudad de 9 millones de habitantes al sur de Shanghái, llamada la “Jerusalén china”, las autoridades han declarado ilegales más de doscientos templos cristianos, y han hecho demoler algunos.
Sin embargo, no siempre ni en todas partes es así, y en conjunto, “la represión, claramente ya no es la norma”, según un miembro de ChinaSource, un grupo cristiano de Hong Kong. “El partido necesita cada vez más la ayuda de los creyentes –dice The Economist–. Tiene dificultades para prestar servicios sociales de modo eficiente; grupos cristianos y budistas están dispuestos a ayudar, y tienen capacidad para hacerlo”.
Esta tolerancia tiene límites. Se acaba si los creyentes o sus pastores tocan temas delicados, o reclaman públicamente mayor respeto a la libertad religiosa u otros derechos humanos. La obtienen más fácilmente las comunidades evangélicas, que son locales, independientes y separadas; pero los católicos tienen una situación más complicada: el régimen sigue sin admitir que la Iglesia en China forme parte de una Iglesia universal.