Con la Carta apostólica Ordinatio sacerdotalis, fechada el 22-V-1994 y publicada el pasado día 30, Juan Pablo II ha declarado que la Iglesia no tiene la facultad de conferir la ordenación sacerdotal a las mujeres, y que esta doctrina debe ser considerada como definitiva por todos los fieles. Con este acto de autoridad, que confirma una tradición bimilenaria, el Papa zanja una cuestión discutida. Desde el punto de vista de las relaciones ecuménicas, esta decisión marca las diferencias entre dos bloques: católicos y ortodoxos, que ven el sacerdocio como un ministerio apostólico y sacramental, rechazan la ordenación de mujeres; en cambio, protestantes y anglicanos de hoy consideran el papel del sacerdote (pastor) como puramente funcional, y reconocen cada vez más el sacerdocio femenino. Reproducimos el texto de la Carta apostólica de Juan Pablo II.
1. La ordenación sacerdotal, mediante la cual se transmite la función, confiada por Cristo a sus Apóstoles, de enseñar, santificar y regir a los fieles, desde el principio ha sido reservada siempre en la Iglesia católica exclusivamente a los hombres. Esta tradición se ha mantenido también fielmente en las Iglesias orientales.
Cuando en la Comunión anglicana surgió la cuestión de la ordenación de las mujeres, el Sumo Pontífice Pablo VI, fiel a la misión de custodiar la Tradición apostólica, y con el fin también de eliminar un nuevo obstáculo en el camino hacia la unidad de los cristianos, quiso recordar a los hermanos anglicanos cuál era la posición de la Iglesia católica: «Ella sostiene que no es admisible ordenar mujeres para el sacerdocio, por razones verdaderamente fundamentales. Tales razones comprenden: el ejemplo, consignado en las Sagradas Escrituras, de Cristo, que escogió sus Apóstoles sólo entre varones; la práctica constante de la Iglesia, que ha imitado a Cristo, escogiendo sólo varones; y su viviente Magisterio, que coherentemente ha establecido que la exclusión de las mujeres del sacerdocio está en armonía con el plan de Dios para su Iglesia» (1).
Pero dado que incluso entre teólogos y en algunos ambientes católicos se discutía esta cuestión, Pablo VI encargó a la Congregación para la Doctrina de la Fe que expusiera e ilustrara la doctrina de la Iglesia sobre este tema. Esto se hizo con la declaración Inter insigniores, que el Sumo Pontífice aprobó y ordenó publicar.
2. La Declaración recoge y explica las razones fundamentales de esta doctrina, expuestas por Pablo VI, concluyendo que la Iglesia «no se considera autorizada a admitir a las mujeres a la ordenación sacerdotal» (2). A tales razones fundamentales el mismo documento añade otras razones teológicas que ilustran la conveniencia de aquella disposición divina y muestran claramente cómo el modo de actuar de Cristo no estaba condicionado por motivos sociológicos o culturales propios de su tiempo. Como Pablo VI precisaría después, «la razón verdadera es que Cristo, al dar a la Iglesia su constitución fundamental, su antropología teológica, seguida siempre por la Tradición de la Iglesia misma, lo ha establecido así» (3).
En la Carta apostólica Mulieris dignitatem he escrito a este propósito: «Cristo, llamando como apóstoles suyos sólo a hombres, lo hizo de un modo totalmente libre y soberano. Y lo hizo con la misma libertad con que en todo su comportamiento puso en evidencia la dignidad y la vocación de la mujer, sin amoldarse al uso dominante y a la tradición avalada por la legislación de su tiempo» (4).
En efecto, los Evangelios y los Hechos de los Apóstoles atestiguan que esta llamada fue hecha según el designio eterno de Dios: Cristo eligió a los que quiso (cf. Mc 3, 13-14; Jn 6, 70), y lo hizo en unión con el Padre «por medio del Espíritu Santo» (Act 1, 2), después de pasar la noche en oración (cf. Lc 6, 12). Por tanto, en la admisión al sacerdocio ministerial (5), la Iglesia ha reconocido siempre como norma perenne el modo de actuar de su Señor en la elección de los doce hombres que Él puso como fundamento de su Iglesia (cf. Ap 21, 14). En realidad, ellos no recibieron solamente una función que habría podido ser ejercida después por cualquier miembro de la Iglesia, sino que fueron asociados especial e íntimamente a la misión del mismo Verbo encarnado (cf. Mt 10, 1. 7-8; 28, 16-20; Mc 3, 13-16; 16, 14-15). Los Apóstoles hicieron lo mismo cuando eligieron a sus colaboradores que les sucederían en su ministerio. En esta elección estaban incluidos también aquellos que, a través del tiempo de la Iglesia, habrían de continuar la misión de los Apóstoles de representar a Cristo, Señor y Redentor (6).
3. Por otra parte, el hecho de que María Santísima, Madre de Dios y Madre de la Iglesia, no recibiera la misión propia de los Apóstoles ni el sacerdocio ministerial, muestra claramente que la no admisión de las mujeres a la ordenación sacerdotal no puede significar una menor dignidad ni una discriminación hacia ellas, sino la observancia fiel de una disposición que hay que atribuir a la sabiduría del Señor del universo.
La presencia y el papel de la mujer en la vida y en la misión de la Iglesia, si bien no están ligados al sacerdocio ministerial, son, no obstante, totalmente necesarios e insustituibles. Como ha sido puesto de relieve en la misma Declaración Inter insigniores (VI), «la Santa Madre Iglesia hace votos para que las mujeres cristianas tomen plena conciencia de la grandeza de su misión: su papel es capital hoy en día, tanto para la renovación y humanización de la sociedad, como para descubrir de nuevo, por parte de los creyentes, el verdadero rostro de la Iglesia». El Nuevo Testamento y toda la historia de la Iglesia muestran ampliamente la presencia de mujeres en la Iglesia, verdaderas discípulas y testigos de Cristo en la familia y en la profesión civil, así como en la consagración total al servicio de Dios y del Evangelio. «En efecto, la Iglesia, defendiendo ladignidad de la mujer y su vocación, ha mostrado honor y gratitud para aquellas que -fieles al Evangelio- han participado en todo tiempo en la misión apostólica del Pueblo de Dios. Se trata de santas mártires, de vírgenes, de madres de familia, que valientemente han dado testimonio de su fe, y que educandoa los propios hijos en el espíritu del Evangelio han transmitido la fe y la tradición de la Iglesia» (7).
Por otra parte, la estructura jerárquica de la Iglesia está ordenada totalmente a la santidad de los fieles. Por lo cual, recuerda la Declaración Inter insigniores (VI): «El único carisma superior que debe ser apetecido es la caridad (cf. 1 Cor 12-13). Los más grandes en el Reino de los cielos no son los ministros, sino los santos».
4. Si bien la doctrina sobre la ordenación sacerdotal, reservada sólo a los hombres, es conservada por la Tradición constante y universal de la Iglesia, y es enseñada firmemente por el Magisterio en los documentos más recientes, no obstante en nuestro tiempo y en diversos lugares se la considera discutible, o incluso se atribuye un valor meramente disciplinar a la decisión de la Iglesia de no admitir a las mujeres a tal ordenación.
Por tanto, con el fin de alejar toda duda sobre una cuestión de gran importancia, que atañe a la misma constitución divina de la Iglesia, en virtud de mi ministerio de confirmar en la fe a los hermanos (cf. Lc 22, 32), declaro que la Iglesia no tiene en modo alguno la facultad de conferir la ordenación sacerdotal a las mujeres, y que este dictamen debe ser considerado como definitivo por todos los fieles de la Iglesia.
Autoridad del documento
¿Qué nivel de autoridad tiene este documento? Éste es uno de los asuntos aclarados en una nota de presentación oficial que acompaña a la Carta apostólica. Ésta, dice la nota, confirma una certeza mantenida constantemente y vivida por la Iglesia. «Por lo cual, no se trata de una nueva formulación dogmática, sino de una doctrina enseñada de manera definitiva por el Magisterio pontificio ordinario, es decir, propuesta no como enseñanza prudencial, como hipótesis más probable o como simple disposición disciplinar, sino como verdadera ciertamente. Por tanto, al no pertenecer a materia libremente disputable, exige siempre el asentimiento pleno e incondicional de los fieles, y enseñar lo contrario equivale a inducir a error su conciencia».
La nota precisa que, aunque el asunto «tiene también repercusiones sobre la disciplina del sacramento del Orden, no por eso es meramente disciplinar, en cuanto expresa la verdad según la cual Jesucristo confirió a los Apóstoles y a sus sucesores la potestad de transmitir el sacerdocio ministerial sólo a los hombres. Además, siendo el sacerdocio ministerial una de las realidades esenciales de la estructura de la Iglesia, de ello se deriva como consecuencia que la cuestión del sujeto de la ordenación sacerdotal ‘atañe a la misma constitución divina de la Iglesia’ (n. 4)».
Al recordar las razones expuestas en la Carta apostólica para reservar el sacerdocio a los hombres, la nota hace ver que el Papa no tiene poder para apartarse de lo que Cristo hizo y que revela la voluntad de Dios: «Nadie, ni siquiera la Suprema Autoridad de la Iglesia, puede faltar a esta enseñanza sin quebrantar la voluntad y el ejemplo de Cristo mismo, así como el plan de la revelación que, como enseña la Constitución dogmática Dei Verbum del Concilio Vaticano II, ‘se realiza por obras y palabras intrínsecamente ligadas’ (n. 2), de manera que no sólo las palabras, sino también los hechos, son fuentes de revelación y se convierten en la memoria viva de la Iglesia».
Veinte años de debate
La doctrina ahora declarada como «definitiva» había sido ya reafirmada por la Iglesia católica en diversas ocasiones en los últimos tiempos. Para la Iglesia católica, como para los ortodoxos, se trata de un problema teológico de fondo, que no puede decidirse por consideraciones sociológicas ni tiene que ver con los derechos de la mujer. Las razones fueron ya expuestas de modo oficial en tiempos de Pablo VI, en una declaración de la Congregación para la Doctrina de la Fe sobre la admisión de las mujeres al sacerdocio ministerial (Inter insigniores), a la que se remite la Carta de Juan Pablo II.
El argumento fundamental es siempre que Cristo no llamó a mujeres al sacerdocio y tampoco lo hicieron los Apóstoles. Esto no puede explicarse por el hecho de que Jesucristo se acomodara a las costumbres de su tiempo. «El examen de los Evangelios -afirma la citada declaración- demuestra por el contrario que Jesús rompió con los prejuicios de su tiempo, contraviniendo frecuentemente las discriminaciones practicadas contra las mujeres. No se puede pues sostener que, al no llamar a las mujeres para entrar en el grupo apostólico, Jesús se haya dejado guiar por simples razones de oportunidad». Incluso la Virgen María, asociada más que nadie al misterio de su Hijo, no fue llamada al sacerdocio.
Igualmente, cuando los Apóstoles tuvieron que romper con las prácticas mosaicas, no pensaron, sin embargo, en conferir la ordenación a mujeres, aunque las asociaran a la tarea de la evangelización. Y tampoco puede decirse que estuvieran condicionados por el ambiente cultural, ya que en el mundo helénico diversos cultos a divinidades paganas estaban confiados a sacerdotisas.
Esta actitud de Jesús y de los Apóstoles ha sido considerada por la Tradición como normativa. ¿No podría cambiarla la Iglesia hoy en virtud del poder que tiene sobre los sacramentos? La declaración reconoce que la Iglesia tiene sobre los sacramentos un poder real, pero limitado. «La adaptación a las civilizaciones y a las épocas no puede abolir, en los puntos esenciales, la referencia sa-cramental a los acontecimientos fundacionales del cristianismo y al mismo Cristo». La actitud de la Iglesia no es de arcaísmo, sino de fidelidad: «Cuando cree no poder aceptar ciertos cambios, es porquese siente vinculada por la conducta de Cristo».
Aunque lo decisivo es respetar la voluntad de Cristo, también hay razones teológicas para comprender que sólo hombres hayan sido llamados al sacerdocio. La declaración recuerda que en los actos de su ministerio que exigen el carácter sacerdotal (como la consagración de la Eucaristía y el perdón de los pecados), el sacerdote no obra en propia persona, sino que ocupa el puesto de Cristo, hace sus veces y obra por Él. Y «si el papel de Cristo no fuera asumido por un hombre, difícilmente se vería en el ministro la imagen de Cristo. Pues Cristo mismo fue y sigue siendo hombre».
Esto, advierte la declaración, no implica una superioridad personal del hombre, sino sólo una diversidad de hecho entre el hombre y la mujer, en el plano de las funciones y del servicio. Tampoco supone una discriminación de la mujer, pues «el sacerdocio no forma parte de los derechos de la persona… ni puede convertirse en término de una promoción social». Considerarlo como un derecho sería desconocer la naturaleza del sacerdocio ministerial: «El sacerdocio no es conferido como un honor o una ventaja para quien lo recibe, sino como un servicio a Dios y a la Iglesia; es objeto de una vocación específica, totalmente gratuita».
Con todo el episcopado
Juan Pablo II había descartado ya el sacerdocio femenino en su Carta apostólica sobre la dignidad de la mujer en 1988 (Mulieris dignitatem, n. 26) y en su Exhortación apostólica sobre el papel de los laicos en 1989 (Christifideles laici, n. 51), aunque ambos documentos promovían el papel de la mujer en la Iglesia. Hay que tener en cuenta que este segundo documento recogía las propuestas del Sínodo de Obispos sobre los laicos, por lo que se trataba de una doctrina formulada de modo colegial.
También se tuvo en cuenta las opiniones de todo el episcopado mundial para elaborar el nuevo Código de Derecho Canónico de 1983, que establece que «sólo el varón bautizado recibe válidamente la sagrada ordenación» (c. 1.024). En el Catecismo de la Iglesia Católica, de 1992, fruto de la colaboración de todo el Episcopado mundial, «la Iglesia se reconoce vinculada por esta decisión del Señor» (de ordenar sólo hombres) (n. 1.577).
Repercusiones en el ecumenismo
En el largo debate que tuvo lugar entre los anglicanos sobre la ordenación de mujeres, la Iglesia católica advirtió en diversas ocasiones las repercusiones que esto tendría sobre la unidad de los cristianos. En una carta dirigida al primado anglicano Robert Runcie (8-XII-1988), Juan Pablo II afirmaba que la aceptación del sacerdocio femenino por parte anglicana «puede bloquear el camino hacia el mutuo reconocimientode los ministerios». Cuando el Sínodo de la Iglesiade Inglaterra aprobó finalmente la ordenación de mujeres en noviembre de 1992, el portavoz de la Santa Sede calificó este paso como «un nuevo y grave obstáculo para todo el proceso de reconciliación».
La Iglesia de Inglaterra, que hizo las primeras ordenaciones de mujeres el pasado 12 de marzo, está ahora al borde del cisma por esta cuestión, y muchos de los descontentos quieren unirse a Roma (ver servicio 61/94). Por otra parte, la Iglesia católica no está sola en su rechazo del sacerdocio de la mujer. Como recuerda Juan Pablo II en esta última Carta, «esta tradición se ha mantenido también fielmente en las Iglesias orientales». De modo que son los anglicanos los que con su decisión han creado un nuevo obstáculo para la unidad con católicos y ortodoxos.
Juan Domínguez
El Papa no es tan poderoso
Ciertas críticas a Juan Pablo II por no aceptar la ordenación sacerdotal de mujeres reprochan en el fondo al Papa que no se comporte como un autócrata. ¿Qué le cuesta -dicen- admitir el sacerdocio femenino y poner así a la Iglesia en sintonía con la sociedad de hoy, que admite a la mujer en todas las funciones? A lo que Juan Pablo II responde: No crean que el Papa puede gobernar con su sola autoridad y voluntad; no puedo ignorar lo que hicieron Jesucristo y los Apóstoles, ni hacer tabla rasa de lo que ha sido la práctica y el magisterio de la Iglesia durante veinte siglos; sería un abuso de poder. Así, paradójicamente, los críticos esperarían del Papa un ejercicio solitario del poder, mientras que Juan Pablo II se ve como un eslabón más en una tradición de veinte siglos.
Quien rompe esta tradición corre el riesgo de crear más desunión en la Iglesia, como se ha visto en el caso de los anglicanos. Por eso no tiene sentido decir que esta decisión dificulta más el ecumenismo. Católicos y anglicanos compartían esta doctrina, antes de que los anglicanos la cambiaran. Y si alguien crea un nuevo obstáculo al ecumenismo es el que innova, no el que permanece en lo que era común. Sin olvidar que cualquier acercamiento a los anglicanos y protestantes en este sentido, alejaría a la Iglesia católica de los ortodoxos, que rechazan también la ordenación de mujeres.
Juan Pablo II declara que esta doctrina es «definitiva», cosa que escandaliza a algunos. Pero, si hubiera dicho que sí al sacerdocio de la mujer, ¿no sería también una doctrina «definitiva»? No iba a ordenarlas a prueba y bajo condición. Ya que el Papa no basa su decisión en motivos prudenciales o disciplinares, sino en una certeza mantenida constantemente por la Iglesia, la doctrina no puede tenerse por provisional. Lo que está claro es que el Papa quiere zanjar la cuestión. Ha habido un debate durante más de veinte años, se han expuestotodas las razones a favor y en contra, el episcopadomundial ha tenido ocasión de pronunciarse, y se ha dialogado al respecto con otras Iglesias. Finalmente, el Papa, en virtud de su ministerio, ha dichola última palabra, de acuerdo con una tradición bimilenaria. Si el Papa no sirviera para esto, no haríaninguna falta en la Iglesia.
Ignacio Aréchaga
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(1) Cf. Pablo VI, Rescripto a la Carta del Arzobispo de Canterbury, Revdmo. Dr. F. D. Coogan, sobre el ministerio sacerdotal de las mujeres, 30-XI-1975.
(2) Congregación para la Doctrina de la Fe, Declaración Inter insigniores, 15-X-1976, Introducción.
(3) Pablo VI, Alocución sobre El papel de la mujer en el designio de la salvación, 30-I-1977. Cf. también Juan Pablo II, Exhortación apostólica Christifideles laici, 30-XII-1988, 51; Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1.577.
(4) Carta apostólica Mulieris dignitatem (15-VIII-1988), 26.
(5) Cf. Lumen gentium, 28; Presbyterorum ordinis, 2b.
(6) Cf. Lumen gentium, 20.
(7) Mulieris dignitatem, 27.