La pugna por el alma del liberalismo

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Política y religión en el magisterio de Juan Pablo II
La democracia liberal y la Iglesia católica no han tenido, a menudo, relaciones cordiales. La primera ha solido reprochar a la Iglesia una pretensión de imponersu moral en la vida pública, que no puede estar hecha sólo para cristianos. Por otra parte, las lacras morales de Occidente confirman en su idea a los cristianos que piensan que el liberalismo adolece de errores fundamentales. Según Richard John Neuhaus, estadounidense, presidente del Instituto Religion and Public Life y director de la revista First Things, este debate soslaya otro más básico, sobre la verdadera interpretación de la tradición liberal, que Juan Pablo II ilumina en la encíclica Centesimus annus. Esta es la tesis expuesta por Neuhaus en una conferencia, resumida aquí, que pronunció en la Universidad de Navarra el pasado 27 de mayo (1).

Neuhaus empieza recordando cómo fue recibida la encíclica Centesimus annus (1991) en Estados Unidos. El documento suscitó una fuerte polémica entre «conservadores» («liberales», en la terminología usual en Europa) y «neoconservadores». Los primeros acusaron a estos de secuestrar la encíclica, haciéndola pasar por una legitimación del llamado «capitalismo democrático» (en expresión típica de Michael Novak, entre otros). En particular, les reprochan rendirse acríticamente ante el liberalismo reinante, con su reata de individualismo, consumismo, agnosticismo oficial…, incompatibles con la doctrina católica.

Richard John Neuhaus

Pero ¿de qué liberalismo hablamos? Por un lado, está el liberalismo económico basado en el laissezfaire -condenado por León XIII en la Rerum novarum y también por Juan Pablo II-, que en Estados Unidos se suele llamar libertarismo. Las críticas conservadoras se dirigen -con razón- hacia este liberalismo, pero también contra otras versiones, como el liberalismo republicano de la virtud y el liberalismo comunitario de la sociedad civil, propuesto por Tocqueville.

Críticas al liberalismo

Neuhaus sintetiza a continuación las principales denuncias que los críticos cristianos hacen a los partidarios del liberalismo moderno. «La primera acusación es que los pensadores cristianos se han empeñado excesivamente en el intento de reajustar el mensaje cristiano para dar cabida al paradigma cultural del liberalismo que impera hoy en día. Estoy completamente de acuerdo. Esto, sin embargo, es más propiamente una acusación que se puede lanzar contra los pensadores cristianos, no contra el liberalismo».

En segundo lugar, «se alega que el liberalismo es puramente una cuestión de procedimiento. Excluyendo la consideración de los fines, el liberalismo mantiene que sólo se interesa por los medios, pero de hecho camufla, en los medios, sus propios fines». Por ejemplo, la declarada neutralidad religiosa del Estado es un expediente para expulsar la fe de la vida pública. Según esta tesis, «el liberalismo niega la verdad trascendente o la ley divina, o por lo menos ha de ser agnóstico respecto de ellas, y no reconoce ninguna norma que esté por encima de la voluntad humana entregada a sus propios intereses. La idea que tiene el liberalismo de la libertad, es la de una libertad respecto de cualquier verdad normativa que pueda repercutir sobre el fundamento totalmente voluntarista del orden social.

«Estos dogmas liberales -se sigue alegando- están íntimamente vinculados a la dinámica del capitalismo. El dogma liberal y la dinámica del mercado son la base y el fin -que se refuerzan mutuamente- de un orden social que, en su totalidad y sin reservas, está al servicio de las opciones individualistas que dicta el Yo soberano, autónomo y encumbrado». Consecuencia de este principio es el consumismo y, en último término, lo que algunos llaman «totalitarismo liberal».

Neuhaus reconoce que esas denuncias tienen fundamento, pero precisa: «Se puede alegar que son denuncias de las distorsiones del liberalismo. Si de hecho es así, entonces estamos en pugna por el alma de la tradición liberal».

Una encíclica sobre la sociedad libre

A propósito de esto, Neuhaus recuerda que él mismo empezó a hablar de distintos liberalismos, con ocasión de la «liberalización» del aborto. «Ya en 1967, yo escribía acerca de ‘dos liberalismos’: uno, como el del movimiento en favor de los derechos civiles, que incluye a los vulnerables y que se inspira en el orden trascendente de la justicia, y otro, que es excluyente y que no reconoce ley superior alguna que no sea la ley de la voluntariedad individual». La distinción es crucial, porque «no se puede dar marcha atrás para reconstituir el orden americano sobre otra base que no sea la de la tradición liberal. Se ha abierto un gran abismo entre la tradición liberal y aquello que ahora se llama liberalismo».

Neuhaus propone buscar «una interpretación del liberalismo que sea compatible con la totalidad de la verdad católica». Y cree que, para esa tarea, «la Centesimus annus es una guía de incalculable valor».

«La Centesimus annus aborda el tema de la sociedad libre, incluido el tema de la libertad económica». En efecto, tras analizar cuestiones fundamentales del ordenamiento económico, el texto culmina en dos capítulos titulados «Estado y cultura» y «El hombre es el camino de la Iglesia». Por otra parte, no se puede confrontar la doctrina del documento con el liberalismo reinante en Occidente sin tener en cuenta que la Centesimus annus no se sostiene sin apoyos. Hay que entenderla en el contexto de todo el magisterio de Juan Pablo II y de la doctrina social de la Iglesia desde la Rerum novarum.

El individualismo bien entendido

A continuación, Neuhaus va confrontando las denuncias contra el liberalismo expuestas antes con la doctrina de la encíclica. «La principal crítica que se hace a la tradición liberal es que está basada en el ‘individualismo’ sin frenos». Sobre esto, Neuhaus señala que la Centesimus annus se refiere al ser humano como «individuo» e incluso «sujeto autónomo» (n. 13); pero lo más frecuente es que lo llame «persona». Más adelante, Juan Pablo II recuerda un principio declarado en una encíclica anterior: que la persona es el camino de la Iglesia (cfr. Redemptor hominis, 14), y añade: «Es esto y sólo esto lo que inspira la doctrina social de la Iglesia» (Centesimus annus, n. 53).

Más tarde -dice Neuhaus-, en la encíclica Veritatis splendor, Juan Pablo II reconoce como mérito de la modernidad la idea de la dignidad del individuo y de la libertad individual. Sin embargo, la Iglesia católica a menudo no vio con buenos ojos esta bandera moderna, pues la enarbolaban los movimientos anticristianos salidos de la Revolución Francesa. Pues bien, «es un logro sobresaliente de este pontificado haber replantado la idea del individuo y de la libertad en la rica tierra de la verdad cristiana de la que -en su desarrollo convulsivo y conflictivo- había sido arrancada. Sólo estando firmemente anclada en la verdad acerca de la persona humana, la flor de la libertad llegará a su plenitud.

«Es un error contraponer, como hacen algunos, el individualismo moderno a una concepción católica más orgánica de la comunidad. Más bien, conviene establecer un vínculo simpático con el logro moderno de la idea del individuo, fundamentarlo más firme y ricamente en la idea de la persona, destinada a la comunión con Dios para toda la eternidad. El peligro del rechazo del individualismo está en que la alternativa del mundo real no es un entendimiento católico de la communio, sino un paso atrás hacia los colectivismos, que son el gran enemigo de la libertad a la que estamos llamados. (…) El problema de la distorsión contemporánea del individuo, que lo presenta como un yo autónomo, encumbrado y soberano, no reside en que se equivoque acerca de su asombrosa dignidad, sino en que separa al individuo de la fuente de esa dignidad. La primera causa de este error, dice la Centesimus annus, es el ateísmo (n. 13)».

Libertad y verdad

«El gran error, tanto del determinismo colectivista como del permisivismo individualista, es que su concepción de la libertad humana queda desgajada de la obediencia a la verdad (cfr. n. 17)», dice Neuhaus. Es un error del individualismo, entendido en sentido peyorativo, pero no es un error esencial al liberalismo. En cambio, el principio enunciado por Juan Pablo II -la primacía de la persona- «es compatible con el logro moderno de la idea del individuo. Es compatible con las ideas constituyentes del experimento americano, según las cuales el Estado está al servicio de la libertad, y se entiende la libertad como lo que los Fundadores de la nación llamaban la ‘libertad ordenada’ -libertad ordenada a la verdad-«.

En la Declaración de Independencia Americana hay referencias a «verdades evidentes» sobre la naturaleza humana y al Creador de la naturaleza, que no son casuales ni marginales concesiones a la mentalidad de la época. Contra la tergiversación laicista que se ha venido enseñando después a los estudiantes norteamericanos, hay que afirmar que los Padres de la nación creían realmente que el orden constitucional se basa en verdades morales que proporciona la religión.

Desde luego, este reconocimiento de la fuente trascendente y de la finalidad de la existencia humana no llega a la altura de la religión propiamente dicha. Este es el motivo por el que algunos ponen una objeción: «En una sociedad liberal, la Iglesia sólo puede proponer su verdad, es decir colocar su evangelio en la plaza del mercado como artículo de consumo, al lado de otras muchas mercancías».

Pero ¿qué otra cosa se pretende que haga la Iglesia? «La Iglesia está para proponer: sin desfallecer, con valentía, con persuasión. Si nosotros, que somos la Iglesia, no hacemos esto, entonces la culpa no reside en el liberalismo, sino en nosotros. Aunque el mensaje de la Iglesia proporciona un fundamento seguro para el liberalismo, el liberalismo no es el contenido del mensaje de la Iglesia. Es simplemente la condición que permite a la Iglesia invitar a personas libres a vivir en la communio de Cristo y su Cuerpo Místico».

El poder limitado

La propuesta de la Iglesia es mucho más profunda y rica que el liberalismo y que cualquier otro orden social. Y precisamente el liberalismo proporciona un fundamento político para la libertad de los cristianos, en el reconocimiento de esa verdad. «Hay pocas cosas más importantes, para la sociedad libre, que la idea y la realidad del Estado limitado. Por mucho que los tribunales y los intelectuales laicistas lo hayan negado en la últimas décadas, no se puede explicar el orden americano si no es en el contexto del reconocimiento de una soberanía que está por encima del Estado: en ‘una nación bajo Dios’, es decir, en una nación sujeta a juicio. (…) El papel del Estado limitado es el de respetar la soberanía política de aquella gente que reconoce que existe una soberanía más elevada que la suya propia».

A su vez, «la Iglesia también realiza una contribución política de gran valor cuando insiste en los límites de la política». La Centesimus annus advierte contra el peligro de que la política sobrepase sus límites y se convierta en una especie de religión secular (cfr. n. 25). «No puede haber ninguna pretensión de que la política terrenal vaya a crear el recto orden final que anhela nuestro corazón».

Dando un paso más, se ha de afirmar que el poder del Estado está limitado, además de por una soberanía más alta, por otras soberanías que existen en el seno de la sociedad misma. La encíclica afirma que «el individuo, la familia y la sociedad son previos al Estado» (n. 11). Por tanto, «el Estado -explica Neuhaus- existe para servir y para proteger a los individuos y a las instituciones previas».

La plaza pública desnuda

Otro punto que revela la «modernidad llamativa de la encíclica» es la forma de entender el Estado. «A diferencia de otras formulaciones anteriores, el Estado no queda situado dentro de una jerarquía de autoridades, que desciende desde el gobierno de Dios hasta el gobierno del señor de la casa. El argumento de la Centesimus annus es profundamente democrático». En efecto, ninguna autoridad humana puede reclamar para sí la soberanía absoluta, sino que todo poder terreno está relativizado por la soberanía de Cristo.

Por eso, la encíclica fomenta un sano escepticismo con respecto al Estado: «Es preferible que cada poder esté equilibrado por otros poderes y otras esferas de competencia que lo mantengan en su justo límite» (n. 44). Ahora bien, señala Neuhaus, «el escepticismo respecto al poder del Estado no significa, sin embargo, escepticismo respecto a los fines del Estado. Todo lo contrario. Sólo cuando aquellos fines están afirmados con claridad y sin ambigüedad, es cuando se le puede pedir cuentas al Estado».

Aquí es donde Juan Pablo II denuncia claramente la tergiversación, obrada por el liberalismo contemporáneo, del sentido de la democracia en la tradición liberal. «Una auténtica democracia es posible sólo en un Estado de derecho y sobre la base de una recta concepción de la persona humana», afirma la encíclica (n. 46).

Y un poco más adelante hay un pasaje que Neuhaus llama «crucial»: «Hoy se tiende a afirmar que el agnosticismo y el relativismo escéptico son la filosofía y la actitud fundamental correspondientes a las formas políticas democráticas, y que cuantos están convencidos de conocer la verdad y se adhieren a ella con firmeza no son fiables desde el punto de vista democrático, al no aceptar que la verdad sea determinada por la mayoría o que sea variable según los diversos equilibrios políticos. A este propósito hay que observar que, si no existe una verdad última, que guíe y oriente la acción política, entonces las ideas y las convicciones humanas pueden ser instrumentalizadas fácilmente para fines de poder. Una democracia sin principios se convierte con facilidad en un totalitarismo visible o encubierto, como demuestra la historia» (n. 46).

Según Neuhaus, la enseñanza contenida en este pasaje es de suma relevancia para la situación actual: «La insistencia dogmática sobre el agnosticismo en el discurso público y en la toma de decisiones ha creado lo que yo he llamado ‘la plaza pública desnuda'». Esta forma de entender la separación de la Iglesia y el Estado como si implicara expulsar de la vida pública la religión -y la moralidad basada en la religión- lleva a «la separación entre la política y las convicciones más profundas de la gente; esto significa el fin de la democracia y, en definitiva, el fin de la política».

No hay excusas para el que tiene libertad

Juan Pablo II sabe cuán generalizado está ese malentendido, por lo que añade a continuación del «pasaje crucial»: «La Iglesia, al ratificar constantemente la trascendente dignidad de la persona, utiliza como método propio el respeto de la libertad».

La Iglesia, comenta Neuhaus, no siempre ha seguido ese método; Juan Pablo II ha exhortado a los cristianos a reconocerlo. «Este reconocimiento deberá ir acompañado, sin embargo, de dos proposiciones. La primera: cuando, en nombre de la democracia, se excluye la verdad trascendente del foro público, el resultado es un ‘totalitarismo visible o encubierto’. La segunda: el totalitarismo democrático, que no reconoce ninguna verdad superior a la ley de la mayoría, crea una situación de sumo peligro para las minorías».

Neuhaus concluyó su conferencia con una llamada a la responsabilidad de los cristianos. «Por mucho que simpaticemos con algunos de los críticos vehementes del liberalismo, haríamos bien en recordar que todos los órdenes temporales al margen del Reino de Dios son profundamente insatisfactorios. Cuando contemplamos las depredaciones y los estragos de nuestra circunstancia social, política y religiosa, surge la tentación de buscar algo o a alguien a quien echar la culpa. Es fácil decir: ‘El liberalismo nos obligó’. Pero el liberalismo es libertad, y lo que hacemos con nuestra libertad queda cargado a nuestra cuenta».

_________________________(1) Sobre Richard John Neuhaus, ver servicio 41/97.

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