En realidad, hasta el siglo XIV, siglo en el que empieza en algunos lugares, pocos, la Inquisición, la historia distó mucho de ser pacífica. Pero quizá había una violencia asumida por todos y, por así decirlo, repartida por igual. No parece que nadie, por ejemplo, vaya a pedir perdón por las persecuciones romanas a los cristianos, entre otras razones porque ya nadie sabe quién debe responder por esos romanos; ni nadie lo pedirá por las invasiones de los llamados bárbaros, quizá porque casi todos, en Europa, somos sus herederos; ni tampoco por parte del islamismo, por cómo arrasaron la cultura y la población de todo el norte de África y de gran parte de la España visigoda. El rey de España ha pedido perdón a los sefardíes por la expulsión de los judíos en 1492. Pero no parece que los judíos estén dispuestos a hacer lo mismo respecto a los árabes en Palestina, aunque, por fortuna, haya en curso un proceso de concordia.
Para la Iglesia católica, los problemas se plantean principalmente con la Inquisición; la persecución de precursores del protestantismo, como Hus; la noche de San Bartolomé, en Francia; los pecados de omisión en algunas de las páginas negras de la conquista de América; la expulsión de los judíos en España y en otros países; el caso Galileo; la mala acogida en el XIX al proceso modernizador y democrático de la sociedad…
¿Y los otros?
Antes de analizar razones más profundas de la oportunidad de esas revisiones, se podría sugerir, dejando a un lado los casos políticos, que los anglicanos deberían reconocer el maltrato que dieron a los católicos hasta este mismo siglo (a los católicos y a los miembros de otras confesiones); los luteranos, la matanza de campesinos ordenada por Lutero; los calvinistas, la «inquisición» en la que murieron, entre otros muchos, el español Miguel Servet; por no hablar de la connivencia de la Iglesia ortodoxa con el poder, desde los tiempos de Bizancio hasta los de Stalin. En esto vale la común sentencia evangélica: «quien esté libre de pecado que tire la primera piedra».
Hará bien la Iglesia en no exigir la revisión ajena como premisa de la propia, pero haría bien la opinión pública en no olvidar que matar, torturar, reprimir, expulsar, son realidades que se repiten desde el principio de los tiempos. Es más, la Iglesia católica, junto con otras confesiones cristianas, es de las pocas instituciones que pueden presentar, junto a los fallos, grandes méritos. Fue la Iglesia la que inicia los hospitales, los hospicios, las escuelas, las universidades. Millones de cristianos, en todo el mundo, se han dedicado a una tarea misionera que era también de asistencia, de caridad heroica hasta el martirio. Y hasta el día de hoy, como la demuestra la muerte de los cuatro hermanos maristas en el Zaire o los religiosos martirizados por terroristas en Argelia.
La primera clave para estas revisiones históricas es, pues, la relativa cercanía en la misma historia; la segunda, la existencia de reivindicadores.
Santos y pecadores
Según la doctrina católica, recordada de nuevo en el Concilio Vaticano II, una de las notas de la Iglesia es la santidad. La Iglesia es santa en su origen, en su constitución y en el ejemplo de muchos de sus hijos. Pero también es doctrina que la Iglesia alberga a todo tipo de personas. Como decía Oscar Wilde, «la Iglesia católica está compuesta de santos y pecadores; para gente respetable ya está la Iglesia anglicana».
Quizá en tiempos más antiguos los católicos eran más conscientes del pecado y también de la necesaria expiación. En el Catecismo de la Iglesia Católica se afirma que «la Iglesia, abrazando en su seno a los pecadores, es a la vez santa y siempre necesitada de purificación y busca sin cesar la conversión y la renovación. Todos los miembros de la Iglesia, incluso sus ministros, deben reconocerse pecadores» (n. 827). Pero se puede dar un paso más, según escribe Sergio Martínez Sarrado: «El problema no se limita sólo a la existencia de pecados cometidos por los ministros, a nivel personal, que, por estar al frente, deberían dar buen ejemplo en su vida y en su actuación, sino que se amplía al hecho de que la institución, como parte del elemento visible de la Iglesia, es la que puede equivocarse ya en su juicio concreto ya en una postura histórica» (1).
No hay nada en la doctrina católica que sea un obstáculo para una revisión, incluso profunda y drástica, de la propia historia. La infalibilidad, según la doctrina católica, sólo está asegurada a las formas de magisterio solemne, desde luego no a cualquier actuación concreta y contingente de los ministros, ni siquiera del Papa.
Razones positivas
La revisión de la historia, el reconocimiento de eventuales culpas históricas no es, sin embargo, un mero expediente sino una actitud positiva.
Reconocer los propios errores, es, antes que nada, una manifestación de humildad y, en ese sentido, una mayor aproximación a Dios. Esto quiere decir que la Iglesia, al revisar su historia y provocar el arrepentimiento por los eventuales errores, cumple su misión, se aplica a sí misma, como conjunto de personas, lo que predica constantemente para cada creyente individual.
No hay que olvidar tampoco que la coincidencia por parte de los distintas confesiones cristianas en esta renovación puede hacer posible un acercamiento ecuménico importante. En 1965, Pablo VI levantó la excomunión contra Miguel Cerulario, patriarca de Constantinopla cuando en el siglo XI culminó el cisma entre las Iglesias de Oriente y Occidente. Se realizó entonces una declaración conjunta de las Iglesias católica y ortodoxa, en la que se leía que las diferencias «serán superadas gracias a la purificación de los corazones, a la deploración de los errores históricos y a una voluntad eficaz de llegar a una inteligencia y a una expresión común de la fe apostólica y de sus exigencias».
Y está, además, lo que quizá sea la principal razón: el reconocimiento de la verdad. La verdad es, con el amor, lo que más acerca a Dios. No es excusa para olvidarla el hecho de que se trate de algo pasado o que se hayan de tener en cuenta los condicionamientos históricos. Pocos siglos ha habido más violentos o crueles que el siglo XX y es, a la vez, el siglo en el que han aparecido poderosos movimientos de solidaridad, además de este sentido de limpieza proyectado no sólo hacia el futuro, sino también hacia el pasado. Si, como se expresa Juan Pablo II en la carta Tertio millennio adveniente, la Iglesia lamenta haber empleado «métodos de intolerancia e incluso de violencia en el servicio de la verdad», es ese mismo servicio a la verdad la que lleva ahora a este comportamiento.
Existe un principio en moral, en la moral natural y en la moral cristiana, que tiene un carácter absoluto y que la Iglesia enseña en su doctrina desde el principio, a pesar de que en muchas ocasiones hubiera sido «políticamente» más «correcto» prescindir de él o dejarlo en sordina: el fin no justifica los medios o, como se lee en San Pablo, «no se puede hacer el mal para que vengan bienes». La violencia, la tortura, la persecución no eran medios lícitos, tampoco -y quizá menos que en ningún caso- para defender la fe. En el siglo XVII escribía Pascal, en sus Pensées: «La conducta de Dios, que dispone todas las cosas con dulzura, consiste en poner la religión en el espíritu con razones y en el corazón con la gracia. Querer ponerla en el corazón y en el espíritu por la fuerza y con amenazas, no es poner la religión, sino el terror, terrorem potius quam religionem».
Liberación por la verdad
Es probable que en todas las épocas, pero más especialmente desde el inicio de fenómenos como el de la Inquisición, haya habido cristianos que en su fuero interno estaban en contra de la aplicación de la violencia en la defensa de la fe, por mucho que esa fuera la opinión extendida y por difícil que sea siempre superar los clichés de cada época. Esas personas no tenían más opción que la del silencio. Luego, cuando esos fenómenos desaparecieron, hubo que defenderlos porque el silencio parecía contribuir a difundir «las leyendas negras de la Iglesia», según el título de un conocido libro de Vittorio Messori.
Cuando se lleve a cabo el actual proceso de esclarecimiento de la verdad, esta misma verdad, según la promesa del Evangelio, liberará. Se estará libre para potenciar los muchos aspectos positivos de la vida de la Iglesia, desde el principio hasta hoy. Esos aspectos saldrán, aumentados, de la misma actitud de disposición a rechazar los errores que se hayan cometido. Porque por ese juego del claroscuro, las sombras harán que se destaque mucho más la luz.
Finalmente, todos estos fenómenos se entienden mejor si se cae en la cuenta de que, desde hace más de treinta años -y existen precedentes importantes-, en la Iglesia se ha escogido una línea más pastoral, lo que a su vez es consecuencia de una elección profunda de carácter teológico: la persona es antes que nada.
Enfoque personalista
Hubo una época en la que se repetía mucho la expresión: «el error no tiene derechos». Quizá lo que sucedía con esa frase es que negaba al «error» algo que, simplemente, sólo se puede afirmar o negar cuando se trata de personas, no de abstracciones. Sin embargo, de esa afirmación se extraía la conclusión de que las personas que estaban en el error tampoco tenían derechos. Todo esto a pesar de que el Evangelio no puede leerse en ese sentido y a pesar de una distinción, tan antigua como el cristianismo, entre el «error» y el «errante».
Cuando, con un enfoque personalista, se va antes que nada a la persona, que al gozar de libertad puede en cualquier momento orientarse hacia la verdad por muy adentro que esté en el error, el panorama teológico y pastoral se aclara. Es posible reconciliarse con «tradicionales enemigos», porque ya no se mete a las personas en categorías y se repite, más bien, aquella antigua verdad de que sólo Dios juzga el interior de las almas.
Si se tienen en cuenta a la vez todas estas razones positivas, la tarea que la Iglesia va afrontar, de cara al Gran Jubileo, esa revisión de la historia para lavar posibles errores y pecados de muchos cristianos, incluidos ministros, en cualquier nivel, es una tarea de santificación y de homenaje a la verdad. No hay que dejar nacer ante esa tarea suspicacias sino, al contrario, la esperanza de que, cara al tercer milenio, la imagen y el rostro de la Iglesia estarán más claros y serán más atractivos.
Para atravesar el umbral del año 2000
En la carta apostólica Tertio millennio adveniente, Juan Pablo II plantea esta tarea de revisión histórica en el marco de la alegría de la conversión, propia del Jubileo (nn. 33-36). Es justo, escribe, que «la Iglesia asuma con una nueva conciencia más viva el pecado de sus hijos, recordando todas las circunstancias en las que, a lo largo de la historia, se han alejado del espíritu de Cristo y de su Evangelio, ofreciendo al mundo, en vez del testimonio de una vida inspirada en los valores de la fe, el espectáculo de modos de pensar y de actuar que eran verdaderas formas de antitestimonio y de escándalo». La Iglesia es santa por su incorporación a Cristo, pero «reconoce siempre como suyos, delante de Dios y delante de los hombres, a los hijos pecadores».
«La Puerta Santa del Jubileo del 2000 deberá ser simbólicamente más grande que las precedentes, porque la humanidad (…) se echará a las espaldas no sólo un siglo sino un milenio. Es bueno que la Iglesia dé ese paso con clara conciencia de lo que ha vivido en el curso de los últimos diez siglos. No puede atravesar el umbral del nuevo milenio sin animar a sus hijos a purificarse, en el arrepentimiento, de errores, infidelidades, incoherencias y lentitudes. Reconocer los fracasos de ayer es un acto de lealtad y valentía que nos ayuda a reforzar nuestra fe, haciéndonos capaces y dispuestos para afrontar las tentaciones y las dificultades de hoy».
Entre los pecados que exigen un mayor empeño de penitencia y de conversión, el Papa cita en primer lugar «aquellos que han dañado la unidad querida por Dios para su Pueblo», la división entre los cristianos.
Otro capítulo doloroso «está constituido por la aquiescencia, manifestada especialmente en algunos siglos, con métodos de intolerancia e incluso de violencia en el servicio a la verdad». «Es cierto que un correcto juicio histórico no puede prescindir de un atento estudio de los condicionamientos culturales del momento, bajo cuyo influjo muchos pudieron creer de buena fe que un auténtico testimonio de la verdad comportaba la extinción de otras opiniones o al menos su marginación (…). Pero la consideración de circunstancias atenuantes no dispensa a la Iglesia del deber de lamentar profundamente las debilidades de tantos hijos suyos, que han desfigurado su rostro, impidiéndole reflejar plenamente la imagen de su Señor crucificado».
El Papa afirma que la lección para el futuro se resume en el «principio de oro» dictado por el Vaticano II: «La verdad no se impone sino por la fuerza de la misma verdad, que penetra, con suavidad y firmeza a la vez, en las almas» (Dignitatis humanae, 1).
Las debilidades del presente
Pero el examen que pide el Papa no se refiere sólo al pasado: «Es preciso que los cristianos se interroguen sobre las responsabilidades que tienen en relación con los males de nuestro tiempo».
Puntos concretos son la complicidad ante la indiferencia religiosa y el oscurecimiento de valores morales y éticos en la sociedad de nuestros días. «Se impone además a los hijos de la Iglesia una verificación: ¿en qué medida están también ellos afectados por la atmósfera de secularismo y de relativismo ético?».
Otro elemento para el examen es el reconocimiento de las desviaciones en la recepción de las enseñanzas del Vaticano II. Unos párrafos más atrás, el Papa había señalado que «la mejor preparación al vencimiento bimilenario ha de manifestarse en el renovado compromiso de aplicación, lo más fiel posible, de las enseñanzas del Vaticano II a la vida de cada uno y de toda la Iglesia».
El Papa no precisa si este examen de conciencia consistirá en algún acto formal, pero sugiere aún otros puntos: la «falta de discernimiento, que a veces llega a ser aprobación, de no pocos cristianos frente a la violación de fundamentales derechos humanos por parte de regímenes totalitarios», y la «corresponsabilidad de tantos cristianos en graves formas de injusticia y de marginación social». Hay que preguntarse «cuántos entre ellos conocen a fondo y practican coherentemente la doctrina social de la Iglesia».
La Iglesia, la única llamada a responder
En el prefacio al libro de Vittorio Messori, Leyendas negras de la Iglesia, el cardenal Giacomo Biffi hace notar la peculiar situación de la Iglesia ante las responsabilidades históricas.
«Cuando se habla de culpas históricas de la Iglesia, no hay que desestimar el hecho de que ésta es la única realidad que permanece idéntica en el curso de los siglos, y por tanto acaba siendo también la única llamada para responder de los errores de todos. ¿A quién se le ocurre preguntarse, por ejemplo, cuál fue, en la época de Galileo, la posición de las universidades y otros organismos de relevancia social respecto a la hipótesis copernicana? ¿Quién le pide cuentas a la actual magistratura por las ideas y las conductas comunes de los jueces del siglo XVIII? O, para ser aun más paradójico, ¿a quién se le ocurre reprochar a las autoridades políticas milanesas (alcalde, prefecto, presidente de la región) los delitos cometidos por los Visconti y los Sforza?
«Es importante observar que acusar a la Iglesia viva de hoy en día de sucesos, decisiones y acciones de épocas pasadas, es por sí mismo un implícito pero patente reconocimiento de la efectiva estabilidad de la Esposa de Cristo, de su intangible identidad que, al contrario de todas las demás agrupaciones, nunca queda arrollada por la historia; de su ser ‘casi-persona’ y por lo tanto, sólo ella, sujeto perpetuo de responsabilidad».
Rafael Gómez Pérez_________________________(1) Sergio Martínez Sarrado, «Las formas de antitestimonio y la Historia de la Iglesia», en Actas del XVI Simposio de Teología de la Universidad de Navarra.