El examen de conciencia de la Iglesia
Con vistas al jubileo del año 2000, Juan Pablo II invita a los cristianos a reconocer los errores y pecados pasados, como medio para la purificación de la Iglesia. Pero esta actitud es, a veces, malentendida y manipulada. Contra semejantes tergiversaciones previene Mary Ann Glendon, profesora de Derecho en Harvard, en un artículo publicado en Tertium Millennium (julio 1997), revista del Comité para el Jubileo.
Como debe de haber notado cualquier persona interesada en cuestiones de religión y vida pública, últimamente ha habido muchas expresiones públicas de pesar por errores o desmanes cometidos en diversas épocas por representantes o miembros de la Iglesia católica. En un libro titulado «Cuando el Papa pide perdón» (1), el periodista italiano Luigi Accattoli ha contado no menos de noventa y cuatro ocasiones en las que el propio Papa ha reconocido los errores y pecados de los cristianos en relación, entre otros hechos históricos, con las Cruzadas, la Inquisición, la persecución de judíos, las guerras de religión, Galileo o el trato dispensado a las mujeres.
Esta actividad penitencial está conectada con la carta apostólica de Juan Pablo II Tertio millennio adveniente, de 1994. En ella, el Papa propone que el tiempo que falta para el tercer milenio sea vivido como «un nuevo Adviento», un tiempo para el examen de conciencia: «Es justo que, mientras el segundo milenio del cristianismo llega a su fin, la Iglesia asuma con una conciencia más viva el pecado de sus hijos recordando todas las circunstancias en las que, a lo largo de la historia, se han alejado del espíritu de Cristo y de su Evangelio, ofreciendo al mundo, en vez del testimonio de una vida inspirada en los valores de la fe, el espectáculo de modos de pensar y actuar que eran verdaderas formas de antitestimonio y de escándalo» (n. 33).
Purificación de la memoria
Las mismas menciones de pecados históricos hechas por el Papa resultan instructivas. Son directas, van al grano y buscan lo que él algunas veces ha llamado la «purificación de la memoria». Reflejan claramente la sabiduría y la apertura de espíritu características de sus escritos y discursos.
Con todo, cuando el Papa presentó al Colegio cardenalicio, dentro de los preparativos del jubileo, su proyecto de petición pública de perdón, hubo varios cardenales que expresaron serios recelos, al decir de algunos medios de comunicación. Sean o no ciertos estos rumores, el Papa se adelantó a las críticas. En Tertio millennio adveniente señaló que «la Iglesia, aun siendo santa por su incorporación a Cristo», «siempre necesita de purificación», y por eso «no se cansa de hacer penitencia» (ibid.). Y recordaba a sus lectores que «reconocer los fracasos de ayer es un acto de lealtad y de valentía que nos ayuda a reforzar nuestra fe, haciéndonos capaces y dispuestos para afrontar las tentaciones y las dificultades de hoy» (ibid.).
Difícilmente se podría encontrar algo que objetar. Entonces, ¿por qué habríamos de ponernos nerviosos ante un programa de purificación dirigido a curar resentimientos históricos y evangelizar a nuestros contemporáneos? En mi caso, no me inquieta para nada lo que el Papa ha dicho: me preocupa que las muestras de pesar a las que el Papa invita sean manipuladas por especialistas de la tergiversación que no son amigos de la Iglesia; es más: por personas para las que ninguna disculpa será jamás suficiente mientras los católicos no pidan perdón por existir.
Reinvenciones de la historia
Mi ansiedad aumenta cuando pienso en el reconocimiento de pecados pasados a la luz de la escalofriante descripción que hace Gertrude Himmelfarb del estado actual de la investigación histórica. La historia es siempre una amalgama de realidad y mito. Pero los historiadores parecen apartarse cada vez más de la búsqueda de los hechos para entregarse a una frívola e imaginativa reconstrucción de los acontecimientos. Demasiados de ellos practican una estrategia de reinvención de la historia al servicio de distintos intereses. Como hace poco me decía un veterano abogado de Boston, «se avecinan tiempos duros para los muertos».
En cuanto a la idea vulgar sobre la actuación histórica de la Iglesia, a los católicos educados a base de cine y televisión debe de resultar difícil no tener la impresión de que su Iglesia ocupa un lugar de especial relieve en el museo de los horrores de la historia.
A eso se añade que la mayor parte de la gente se entera de las expresiones oficiales de pesar a través del filtro de los medios de comunicación. Así, aunque el Papa, cuando habla de pecados o errores, deja claro que se refiere a miembros o representantes de la Iglesia, no a la Iglesia misma, casi siempre esta importante distinción teológica se pierde en la transmisión.
¿Todos culpables?
A veces se oscurece deliberadamente la distinción, como en el artículo sobre el papado y el Holocausto aparecido en la revista New Yorker del 7-IV-97 (2). Su autor, James Carroll, comienza con lo que a primera vista parece un elogio de la especial relación de Juan Pablo II con el pueblo judío. Refiere hechos bien conocidos: el coraje demostrado por el joven Wojtyla en la Polonia ocupada por los nazis, su dolor por el Holocausto, sus denuncias contra el antisemitismo, el establecimiento de relaciones diplomáticas con Israel, su histórica visita a la sinagoga de Roma, su postura favorable al traslado del carmelo de Auschwitz y que el Papa ha reconocido, con pesar, la responsabilidad de «muchos cristianos» en el sufrimiento del pueblo judío.
Tras reconocer la ejemplar trayectoria y la enorme popularidad de Juan Pablo II, Carroll lamenta, sin embargo, que el presente pontificado esté «viciado». La «tragedia» de este pontificado, según el ex sacerdote Carroll, es que el Papa no se ha atrevido a «culpar a la Iglesia misma». Y cita el comentario con que el teólogo disidente Hans Küng despacha las expresiones de pesar del Papa: «A este Papa le gusta hacer algún tipo de confesión». Para Küng, ninguna confesión bastará mientras el Papa no haga suya la curiosa tesis que sostiene el propio Küng: que «ya no se puede decir que los nazis fueron responsables sin decir que la Iglesia es corresponsable». Carroll lamenta también que Juan Pablo II no haya condenado expresamente a Pío XII, como hace Carroll en una simplista y selectiva descripción de la actuación de la Santa Sede durante el Holocausto.
No sólo no basta que el Papa admita que «muchos cristianos» pecaron contra los judíos, ni que haya dicho que la Iglesia «reconoce siempre como suyos a los hijos pecadores» (ibid.): Carroll incluso discute las referencias del Papa a los heroicos esfuerzos realizados por católicos para salvar judíos. En cuanto al New Yorker, publicó este parcial ataque que atribuye una culpa colectiva al entero cuerpo místico de Cristo sin exigir de Carroll que aportara el menor indicio a favor del acusado. ¿No pensaron los responsables de la revista que un miembro de los cuerpos especializados en tirotear a la Iglesia, formados por católicos y ex católicos, podría no contar toda la verdad? ¿No les pareció sospechoso que Carroll se apoyara tanto en un teólogo cuyo descontento con la Iglesia es notorio?
Por lo que respecta a la responsabilidad colectiva, mi marido, que es hebreo (y, según creo, orgulloso como pocos de su raza), señala que tanto Carroll como Küng, al acusar a la Iglesia en cuanto tal, cometen el mismo error mortal del que culpa a «Alemania» por el Holocausto o a los «judíos» por la muerte de Jesús. Esta, como acertadamente dice Edward Lev, es en verdad la forma más peligrosa de beatería.
Disparos contra la infalibilidad
El verdadero blanco de Carroll -y de Küng- parece ser el papado, y más precisamente la doctrina de la infalibilidad pontificia. Si fueron «la Iglesia» y Pío XII los que se equivocaron o pecaron, insinúan, tal doctrina no se puede mantener. Pero de sus estudios de teología por fuerza han de recordar que ninguno de los errores o delitos que denuncian cae bajo la doctrina de la infalibilidad. Como sucintamente explicaba Flannery O’Connor: «Cristo nunca dijo que la Iglesia sería gobernada de modo impecable o inteligente, sino que no enseñaría errores. Esto no significa que todos y cada uno de los sacerdotes estén libres de error, sino que la Iglesia entera, cuando habla por boca del Papa, nunca enseñará errores en materia de fe».
Si esta precisión decisiva se deja intencionadamente en la sombra o simplemente se pasa por alto, poco importa: en la práctica, el efecto es el mismo. Algunos fieles empiezan a plantearse: «Si en el pasado la Iglesia se equivocó en tantas cosas, tal vez ahora sus enseñanzas estén también equivocadas». Esta es otra razón por la que el reconocimiento público de errores pasados provoca inquietud en algunos sectores de la Iglesia.
Quisiera aclarar que mi preocupación por estos problemas no hace mella alguna en mi entusiasmo por la idea del «nuevo Adviento». Tampoco me lleva a pensar que la Iglesia debería adoptar la política de Henry Ford II: «No pedir perdón, no dar explicaciones». Creo, sin embargo, que es necesario que los católicos nos mantengamos en guardia, para contrarrestar lo mejor posible los malentendidos que podría provocar este aspecto de la preparación del jubileo.
Acusaciones de sexismo
A este propósito, veamos la petición de perdón que figura en la carta del Papa a las mujeres, de 1995. Allí, tras lamentar diversas afrentas hechas a la dignidad de la mujer a lo largo de los tiempos, Juan Pablo II dice: «Si no han faltado, especialmente en determinados contextos históricos, responsabilidades objetivas, incluso en no pocos hijos de la Iglesia, lo siento sinceramente» (n. 3).
No creo ser injusta si digo que esta generosa muestra de pesar no ha encontrado una acogida igualmente generosa en los círculos aferrados a la idea de que la Iglesia es una institución sexista. Cuando acepté presidir la delegación de la Santa Sede en la Conferencia de Pekín sobre la mujer, me asombró que tanta gente me preguntara cómo podía yo representar a una institución que trata a las mujeres como ciudadanos de segunda clase. Cuando oigo esas rutinarias acusaciones de sexismo contra la Iglesia, me dan ganas de preguntar: ¿comparada con qué otra institución? ¿No fue la Iglesia la que consiguió que se aceptara ampliamente la novedosa idea de que el matrimonio era indisoluble, en sociedades donde la costumbre siempre había permitido a los hombres repudiar a sus mujeres; la que promovió la aparición de órdenes religiosas femeninas fuertes y autónomas en la Edad Media; la pionera en promover el acceso de la mujer a la educación en países donde casi todas las demás instituciones apenas prestaban atención al desarrollo intelectual de las niñas? Nadie con un mínimo conocimiento de la historia puede negar que el cristianismo ha fortalecido la posición de la mujer.
En los últimos años, la Santa Sede ha destacado en la escena internacional como uno de los más vigorosos defensores de la justicia económica y social para las mujeres. La Iglesia ha sido uno de los muy pocos actores internacionales que ha insistido tanto en el respeto a la función de la mujer en la familia, como en el apoyo a las aspiraciones de las mujeres a una plena participación en la vida económica y social.
La policía del género
Contra todo esto, la «policía del género» cree tener un argumento incontestable: la Iglesia es sexista porque se opone a la ordenación de mujeres. No es este el lugar adecuado para examinar con detalle el tema de la complementariedad de hombre y mujer y la llamada universal a la santidad en relación con el sacerdocio. Baste preguntar: ¿cómo es la situación de la mujer en la Iglesia católica, en comparación con la que se da en las Iglesias que ordenan mujeres? Curiosamente, muchos de los que están obsesionados con la ordenación de mujeres no muestran interés por el amplio y creciente abanico de funciones pastorales y ministeriales, antes reservadas a los sacerdotes, que ahora desempeñan mujeres. Para la «policía del género», que no oculta que su preocupación es el poder, estas nuevas oportunidades de servicio en la Iglesia son irrelevantes: sólo quiere oír hablar de cargos directivos.
Dejando a un lado que es impropio buscar analogías entre la Iglesia y las empresas o los organismos oficiales, consideremos la cuestión en sus propios términos. ¿Quién dirige el segundo sistema sanitario más grande del mundo? ¿No han sido durante mucho tiempo, y casi exclusivamente, activas gestoras católicas (religiosas en su mayoría)? ¿Quién mantiene la mayor red de escuelas privadas del mundo? ¿No han sido durante mucho tiempo católicas, religiosas o laicas: maestras, directoras, supervisoras? (Por cierto, ¿de dónde ha salido la idea de que hay que estar ordenado para ser un líder? Supongo que el arzobispo de Calcuta es un administrador muy capaz, pero ¿ha sido la Madre Teresa menos líder que él?).
Además, Juan Pablo II parece decidido a llevar a la Iglesia más lejos y más rápido por este camino. Repetidamente ha invitado a las mujeres a «asumir nuevas formas de liderazgo en el servicio… y a todas las instituciones de la Iglesia, a acoger esta aportación femenina». Y pone en práctica lo que predica: ha nombrado un número sin precedentes de mujeres, laicas y religiosas, para academias y consejos pontificios.
Si se trata de si la Iglesia Católica ha hecho lo suficiente para adecuar sus propias estructuras al principio de que hombre y mujer cooperan en pie de igualdad al misterio de la redención, de los escritos de Juan Pablo II se deduce claramente que él sería el primero en responder que no. Lo que me interesa subrayar aquí es que, aunque quizá la Iglesia no esté a la altura de sus propias aspiraciones, puede mantener la cabeza alta si se compara con otras instituciones, por lo que atañe a su larga trayectoria de respeto a la dignidad y libertad de la mujer.
Poner las cosas en su sitio
El que periodistas influyentes cierren los ojos a este historial vuelve a llevarme al problema general de las expresiones públicas de arrepentimiento en la era de la tergiversación. Me parece que corresponde en gran parte a los laicos católicos contribuir a que esas expresiones se entiendan bien. A menudo serán los laicos los mejor situados para detectar cuándo manifestaciones sinceras de arrepentimiento son explotadas por personas o grupos que no pierden ocasión de ayudar a la Iglesia a rasgarse las vestiduras y de amontonar ceniza sobre las cabezas de los católicos. A menudo serán los laicos los mejor situados para poner las cosas en su sitio.
Esto significa, en primer lugar, recordar que cuando nosotros, pecadores, pedimos perdón, nos dirigimos, primero y ante todo, a Dios. (Como decimos en el acto de contrición: «Señor mío Jesucristo… me pesa de todo corazón haberos ofendido»). El arrepentimiento por fallos pasados no exige que nos rebajemos ante otros, y menos ante quienes no están dispuestos a reconocer error alguno de su parte. Muchas heridas históricas no cicatrizarán hasta que unos y otros se otorguen mutuo perdón.
Poner las cosas en su sitio significa también responder a los que, por ignorancia o por mala fe, pretenden borrar la distinción entre la Iglesia y sus hijos pecadores. Dirigiéndose a los Carroll y Küng de hace cuarenta años, Flannery O’Connor decía: «Lo que realmente parecéis pedir es que la Iglesia instaure en la tierra, ahora mismo, el reino de los cielos. Cristo fue crucificado en la tierra, y la Iglesia es crucificada por todos nosotros, especialmente por sus miembros, porque es una Iglesia de pecadores… La Iglesia está fundada sobre Pedro, que negó por tres veces a Cristo y no fue capaz de andar sobre las aguas con sus propias fuerzas. Vosotros pretendéis que sus sucesores caminen sobre las aguas».
En guardia frente a los tergiversadores
Ciertamente, es justo que confesemos nuestros pecados y hagamos penitencia. No nos cansamos de hacer penitencia porque nosotros y nuestra Iglesia peregrina estamos en camino: subiendo por la escala de Jacob, ansiando «revestirnos del hombre nuevo», intentando ser hoy mejores cristianos que ayer. Probablemente, el mejor modo de mostrar que avanzamos en esta trayectoria es simplemente, como dice el Papa, «ofrecer al mundo el testimonio de una vida inspirada en los valores de la fe».
Pero, en lo que respecta a nuestros actos públicos de penitencia, vigilemos para que nadie los secuestre y explote. Unámonos con nuestros hermanos de otras confesiones para hacer frente a los que esparcen el veneno de la culpa colectiva. No permitamos que nuestras expresiones de pesar sirvan para denigrar a la Iglesia, que ha sido en la historia una fuerza predominantemente positiva en favor de la paz y la justicia. Y, sobre todo, no olvidemos lo que esas expresiones no son: no son peticiones de perdón por ser católicos.
_________________________(1) Luigi Accattoli, Quando il Papa chiede perdono. Tutti i mea culpa di Giovanni Paolo II (Mondadori, Milán, 1997): ver servicio 96/97. (N. de la R.)(2) Una réplica a ese artículo apareció en el servicio 86/97. (N. de la R. )