Gilles Kepel analiza el integrismo musulmán
El cruento ataque terrorista lanzado contra Estados Unidos el 11 de septiembre muestra la gravedad de la amenaza que supone el islamismo fanático. Es buen momento para conocer el análisis que del fenómeno hace el especialista francés Gilles Kepel en su último libro, La Yihad: expansión y declive del islamismo (1), que acaba de traducirse en España.
Durante la década de los ochenta y buena parte de la siguiente proliferaron intentos de explicación de la oleada de islamismo político que azotó a muchos países musulmanes, sobre todo a partir de la revolución de Jomeini en Irán, cuando empezó a predicarse la yihad contra el «gran Satán» (Estados Unidos). Fue un momento clave de la historia contemporánea que hizo vislumbrar a algunos agoreros un inevitable choque de civilizaciones: la occidental o cristiana contra la islámica, como predijo el profesor de la Universidad de Harvard Samuel Huntington. A la vista de lo ocurrido en Nueva York y Washington, no faltará quien considere acertados aquellos negros augurios que, entre otras cosas, incitaron a la OTAN -hace de esto siete años ya- a planificar una estrategia en la cual el islamismo político figuraba como una de las principales amenazas para las grandes democracias liberales.
Ahora bien, desde hace poco más de un año, el mundo editorial empieza a nutrirse con nuevos ensayos que muestran el declive de aquella amenaza político-religiosa que, de alguna manera, reemplazó el reto comunista, en la medida que el islamismo más violento -especialmente visible en las guerras civiles de Argelia y Afganistán- vino a coincidir con la caída del muro de Berlín y la guerra del Golfo.
El fracaso del islamismo
El más reciente de estos nuevos ensayos sobre el declive islamista es obra del investigador francés Gilles Kepel, especialista en el mundo musulmán y autor de varias obras relacionadas con la materia, entre ellas la muy citada Al oeste de Alá: la penetración del Islam en Occidente (Paidós, 1995). En su nuevo estudio La Yihad: expansión y declive del islamismo, Kepel trata de demostrar que el islamismo, concebido como ideología política llamada a sustituir al fallido nacionalismo postcolonial, también ha fracasado aunque todavía queden los focos virulentos de Argelia, Afganistán y el sempiterno conflicto palestino-israelí.
Para valorar en sus justos términos la opinión de Kepel, hay que tener en cuenta dos factores. Primero, que ha sido escrita meses antes de que se cometiesen los ataques de terroristas suicidas contra los símbolos más visibles del poder económico y militar de Estados Unidos. Segundo, que una cosa son los diversos movimientos islamistas como ideología política que busca en la observancia más o menos estricta del Corán su identidad frente a la cultura occidental, y otra el fenómeno paralelo del terrorismo. E incluso dentro del terrorismo, una cosa son los suicidas palestinos de la intifada que atentan contra Israel y otra el terrorismo internacional impulsado por los movimientos que financia Osama Bin Laden.
Una opinión autorizada
Hay que conceder un amplio margen de credibilidad a la opinión de Kepel, que ha viajado por casi todo el mundo para recopilar documentación a lo largo de cinco años y comprobar in situ ese declive del islamismo que considera irreversible.
El mayor mérito de Kepel en esta obra consiste, sobre todo, en el enorme esfuerzo de síntesis realizado para dar una completa visión histórica, cultural y sociológica del fenómeno islamista, que abarca países tan diferentes entre sí como Marruecos e Indonesia, Irán y Sudán, Argelia y Pakistán. Más aún: Kepel estudia con brillantez las diversas interpretaciones políticas e intelectuales divulgadas, desde posiciones de izquierda y derecha, en Occidente -especialmente en Estados Unidos-, que en un momento dado vio el islamismo como un posible recambio de los regímenes corruptos de corte totalitario en el mundo musulmán. No en balde fue la CIA, con la ayuda de Arabia Saudita, la que se ocupó de armar a los integristas afganos cuando se trataba de luchar contra el Ejército soviético… en unos momentos en que el propio Osama Bin Laden se distinguía por su furor anticomunista.
¿Hacia la modernidad?
La teoría del autor es que el islamismo ha decepcionado a los propios islamistas y que, después de veinticinco años de violencia, se ha llegado al final de un ciclo histórico. Esto abre las puertas a unos deseos mayoritarios de superación, que bien pueden cristalizar en nuevos hábitos democráticos, en contra de quienes opinan que Islam y democracia son incompatibles.
Para que este cambio se produzca habrá que contar, cómo no, con los propios dirigentes políticos musulmanes -en buena medida culpables de la oleada islamista-, que no se han distinguido precisamente por su habilidad en conducir a sus pueblos hacia la democracia. No obstante, afirma Kepel que en esta fase que ahora se inicia «veremos sin duda alguna cómo el mundo musulmán entra de lleno en la modernidad según unos modos de fusión inéditos en el universo occidental, sobre todo a través del sesgo de las emigraciones y de sus efectos así como de la revolución de las telecomunicaciones y la información».
Para llegar a esta conclusión resulta apasionante sumergirse antes en esas seiscientas páginas largas en las que Kepel estudia el islamismo situación por situación, movimiento por movimiento e ideólogo por ideólogo, sin perder la ilación histórica, a partir del momento en que aparecen los primeros escritos del paquistaní Maududi y del egipcio Hasan Al Banna -fundador de «Los Hermanos Musulmanes»-, que despiertan un sentimiento de identidad religiosa de la umma (comunidad islámica) en pleno dominio colonial británico.
Estos dos personajes, junto al egipcio Said Qotb, el ayatolá iraní Ruhola Jomeini y el sudanés Hasan el Turabi, han formado el quinteto dominante del pensamiento islamista que introdujo en el mundo musulmán la idea revolucionaria, unida a la acción, de conquistar el poder para restablecer el «gobierno de Dios» y su ley, la sharía. A partir de sus escritos y con desprecio de las prédicas de los ulemas o doctores de la ley coránica que están al servicio de los poderes más o menos corruptos establecidos en los países de mayoría islámica, han surgido todos los «partidos de Dios», los «hezbolá», «hamas», «yihad islámica», «yemaas islami», etc., que o bien han conquistado el poder como en Irán, Afganistán o Sudán, o bien practican la lucha armada contra Israel y el terrorismo contra sus propios gobiernos, como en Argelia. Todo ello, con base en distintas interpretaciones del Corán y de los «hádices» o dichos del Profeta, en ausencia de una autoridad religiosa única -inexistente en el Islam- que sea reconocida por la umma.
Interpretación libre del Corán
De alguna manera, esa autoridad, no siempre respetada por la umma, ha sido asumida a lo largo de la historia islámica por los «califas», es decir, los sucesores o delegados de Mahoma, aunque, con frecuencia, eran objeto de desobediencia civil y religiosa. De ahí las diversas tendencias dentro del Islam, en especial del «chiísmo», doctrina de los seguidores de una rama de la familia del Profeta, la de su yerno Alí, que sí cuenta con su propio clero y sus ayatolás, no siempre unánimes en su interpretación del Corán.
Tras la desaparición del último califato, el otomano, con la derrota de Turquía en la I Guerra Mundial, se han multiplicado los movimientos islámicos inspirados, en buena parte, en el pensamiento de un seguidor del rito «hanbalí» que se remonta al siglo XIII: Ahmad ben Taymiya, que exigía la más estricta de las adhesiones a la ley islámica. Las corrientes más integristas de hoy, las llamadas «yahidistas» que predican la «guerra santa» contra el infiel, se basan en los escritos de este pensador islámico.
Un terrorista millonario
En este contexto se inscribe un personaje que, tras la guerra del Golfo, se convirtió en el terrorista más buscado por el FBI: el multimillonario saudí de origen yemenita Osama Bin Laden, a quien se atribuye la inspiración del mayor ataque jamás sufrido por Estados Unidos en su territorio. La singularidad de este redomado terrorista, al que Gilles Kepel dedica todo un capítulo en su libro, consiste en que es un millonario de origen plebeyo, mimado por el estricto régimen islámico de Arabia Saudita y que, desde hace unos años, emplea su dinero en combatir contra ese mismo régimen por traición al Islam… y contra Estados Unidos.
Nacido en 1957, Osama es uno de los cincuenta y cuatro hijos e hijas de un albañil yemenita que emigró en los años treinta a Arabia Saudita, donde se dedicó a los negocios de la construcción con notable éxito. Empleado por la familia real, realizó una carrera fulgurante como constructor junto al hijo del médico del rey Feisal y futuro millonario, Adnam Kasogui, tan conocido en España. El padre de Osama se dedicó primero a la construcción de palacios y, poco a poco, se convirtió en el principal empresario de obras públicas en Oriente Medio. Su fama se extendió por las obras de arte que erigió en la carretera de Yedda a La Meca, a través de las montañas de Taif, paso obligado cada año para millones de peregrinos musulmanes. Cuando murió en 1968 se le atribuía una fortuna de más de 11.000 millones de dólares. A pesar de su origen proletario, los hijos de Laden fueron educados junto a los príncipes saudíes y establecieron múltiples relaciones con los más altos dignatarios del mundo musulmán. Osama estudió ingeniería en Yedda y fue alumno, en materia religiosa, de islamistas partidarios de la guerra santa.
Afganistán, vivero de extremistas
Cuando la URSS ocupó Afganistán para consolidar un régimen pro comunista, millares de jóvenes islamistas se mostraron dispuestos a luchar contra los soviéticos. Entre ellos estaba Osama Bin Laden, que apoyó a los muyahidines afganos con el aval de la fortuna heredada de su padre. Aquella guerra islámica de liberación, tan ingenuamente impulsada por Occidente y su gran aliado saudí, se convertiría en el vivero de los más extremistas movimientos que emprendieron la conquista del poder en sus países de origen: Argelia es uno de los casos más notorios.
Cuenta Kepel que hacia 1986 Osama estableció sus propios campos de entrenamiento en Afganistán, donde pronto supo tejer una aureola de leyenda por su valentía y generosidad. Dos años después montó una base de datos para inventariar a todos los «yihadistas», que años más tarde, cuando se enfrentó a Estados Unidos, pasaron a formar parte de organizaciones secretas al servicio de sus conspiraciones personales. El caso es que el propio régimen saudí que financió la guerra empezó a desconfiar de Osama por temor a que éste se dedicara a propagar la yihad por todo el mundo, razón por la cual le retiró el pasaporte saudí y, más tarde, la nacionalidad.
La guerra del Golfo como pretexto
Tras la invasión de Kuwait por las tropas de Saddam Husein, y acaso para restablecer su amistad con la familia real saudí, Bin Laden ofreció al rey Fahd sus «yihadistas» para evitar que la coalición de fuerzas promovida por Estados Unidos pisara Tierra Santa, es decir, Arabia Saudí. Fahd no le hizo caso y, a partir de ese momento, Laden se convirtió en el principal enemigo del régimen saudita. Huyó a Pakistán, de donde pasó de nuevo a Afganistán y más tarde a Sudán, cuando ya triunfaba el régimen islámico inspirado por Hasan el Turabi, hoy en desgracia.
Fue en esa época cuando decidió utilizar a sus seguidores, bien pagados, para atentar contra los intereses norteamericanos. Primero envió a sus «yihadistas» a Somalia durante la fracasada «Operación Esperanza» en la que pretendió lucirse George Bush padre y, más tarde, organizó el atentado contra el campo militar norteamericano en Jobar (Arabia Saudita), que costó la vida a 19 soldados. Curiosamente, Osama no reivindicó esta acción terrorista, pero un año después, en agosto de 1996, difundió su famosa declaración de guerra a Estados Unidos al considerar la ocupación de Tierra Santa como la mayor de las agresiones contra el Islam.
Refugiado desde entonces en Afganistán -también fue expulsado de Sudán-, Bin Laden no ha dejado de predicar la yihad contra Estados Unidos como símbolo de una imaginada alianza sionista-cristiana, invitando a todos los musulmanes a la unión contra el enemigo común. En 1998 creó el Frente Islámico Internacional contra los Judíos y los Cruzados y un año más tarde planificó los atentados contra las embajadas estadounidenses en Kenia y Tanzania. La reacción de Clinton fue un ataque a ciegas contra unas instalaciones supuestamente militares en Jartum y un campo de muyahidines en Afganistán… donde se entrenaban islamistas paquistaníes para combatir en Cachemira, lo que produjo un efecto contrario: una nueva oleada de odio contra Estados Unidos y un refuerzo de la imagen de Bin Laden entre los extremistas.
Terrorismo sin salida
Pese a todo, Kepel considera que el terrorismo de Bin Laden, apoyado en justificaciones religiosas, no tiene salida en los países musulmanes, donde ha suscitado una hostilidad estructural entre las clases medias, cada día más distanciadas del islamismo radical. La gran pregunta que surge ahora es si, una vez que se haya comprobado la intervención de Bin Laden en los atentados en Nueva York y Washington, su «hazaña» puede provocar el declive definitivo del islamismo radical o, al contrario, su resurgimiento bajo formas más tenebrosas aún. Es evidente, en todo caso, que ahora la comunidad internacional ha recuperado la iniciativa contra los terroristas de todo género y que van a ser los regímenes árabes, en guerra contra sus propios islamistas en la oposición, los primeros en salir reforzados al disponer de una carta blanca inesperada para combatirlos hasta el final, especialmente en Argelia y Egipto.
Queda por ver si los Estados Unidos y, con ellos, la comunidad internacional, tendrán la serenidad suficiente para analizar las causas reales del odio que suscita Occidente entre las clases más desheredadas del mundo islámico. Pero, sobre todo, queda la gran asignatura pendiente de la paz en el Oriente Próximo, que sigue siendo la gran excusa de lo que resta del islamismo militante.
Qué dice el Corán de la guerra santa
Para aclarar ideas, puede ser interesante recoger textualmente lo que el propio Corán dice sobre la «guerra santa», considerada justa por los más moderados solo en caso de legítima defensa. Aunque este concepto se reitera en distintas azoras (capítulos) y aleyas (versículos), los principales textos son relativamente breves y se prestan a diversas interpretaciones. Son los siguientes:
Azora 2, aleyas 190-195: «Combatid por Dios contra quienes combatan contra vosotros, pero no os excedáis. Dios no ama a los que se exceden. Matadles donde los halléis y expulsadles de donde os hayan expulsado. Tentar es más grave que matar. (…) Así que, si combaten contra vosotros, matadles: esa es la retribución de los infieles. Pero si cesan, Dios es indulgente, misericordioso. Combatid contra ellos hasta que dejen de induciros a apostatar y se rinda culto a Dios. Si cesan, no haya más hostilidades que contra los impíos. (…) Las cosas sagradas caen bajo la ley del talión. Si alguien os agrediera, agredidle en la medida en que os agredió».
Azora 9, aleya 123: «¡Creyentes! ¡Combatid contra los infieles que tengáis cerca! ¡Que os encuentren duros! ¡Sabed que Dios está con los que le temen!».
Como fuente de contradicción, vale la pena señalar que en la azora 2, aleya 256, el Corán dicen taxativamente: «No cabe coacción en religión. La buena dirección se distingue claramente del descarrío… «. Esta aleya es interpretada por los modernistas islámicos como un principio de libertad religiosa, lo cual resulta difícil de compaginar con la tradición islámica, según la cual el musulmán no es libre para cambiar de religión. En la azora 10, aleyas 99 y 100, se añade: «Si tu Dios hubiera querido, todos los habitantes de la tierra, absolutamente todos, habrían creído. Y ¿vas tú a forzar a los hombres a que sean creyentes, siendo así que nadie está para creer si Dios no lo permite? Dios se irrita contra los que no razonan».
Manuel Cruz_________________________(1) Gilles Kepel. La Yihad: expansión y declive del islamismo. Península. Barcelona (2001). 605 págs. 3.250 ptas. T.o.: Jihad, expansion et déclin de l’Islamisme. Traducción: Marga Latorre.