La revelación del «tercer secreto» de Fátima ha vuelto a poner en primer plano el retrato del siglo XX como un siglo de mártires. La centuria que estamos dejando a las espaldas ha sido, en números absolutos, la más sangrienta de la historia del cristianismo. Dos libros recientes que acaban de publicarse en Italia ayudan a entrever las dimensiones de ese martirio y a comprender cuál fue la actividad de la Santa Sede durante los años más difíciles de la persecución.
En 1917 no se habían vivido todavía los momentos más dramáticos del acoso a la Iglesia. Los regímenes nazi y comunista, junto con otros odios ideológicos y étnicos, iban a causar más víctimas cristianas que los diecinueve siglos anteriores. La visión descrita por sor Lucia del «Obispo vestido de blanco» que, apesadumbrado, atraviesa una ciudad en ruinas, rezando por las almas de los cadáveres que encontraba a su paso, se diría que se ha cumplido al pie de la letra.
Es muy probable que esa conexión entre el martirio y el mensaje de Fátima haya sido una de las razones que movieron al Papa, pocos días antes de emprender su último viaje al santuario portugués, a rendir homenaje a los «testigos de la fe», en el acto celebrado el pasado mes de mayo en el Coliseo, lugar que simboliza el martirio de los primeros cristianos (cfr. servicio 66/00).
Para no olvidar
Desde hace ya años, Juan Pablo II viene haciendo hincapié en que no se puede perder la memoria de cuantos han dado su vida por la fe en «los coliseos» que se han sucedido a lo largo del siglo XX.
Para promover la recogida de esos datos se instituyó, en el ámbito del Gran Jubileo, una comisión específica. Su objetivo no ha sido acelerar o sustituir los procesos de beatificación y canonización, sino recabar toda la documentación disponible sobre esos mártires, en la inmensa mayoría de los casos, desconocidos. Una labor tanto más urgente cuanto que, sobre muchos de ellos, no existe solo el peligro del olvido sino el peso de la calumnia y de la sospecha, lanzado a veces por los mismos que los asesinaron y torturaron.
Hasta el pasado 31 de marzo, habían llegado a Roma datos sobre 12.692 personas de los cinco continentes que habían dado su vida por la fe: 2.351 laicos, 5.343 sacerdotes y seminaristas, 4.872 religiosos y 126 obispos. El historiador Andrea Riccardi ha tenido acceso a las cartas, testimonios y relaciones enviadas por obispos, congregaciones religiosas y conferencias episcopales. Con ese material, y con otros documentos históricos, ha preparado el libro El siglo del martirio (1), que se presenta como un primer estudio, pues «se intuye que estamos al inicio de la investigación y que queda mucho por descubrir». Nos encontramos, por tanto, ante un libro casi telegráfico que pretende ofrecer una visión panorámica. Riccardi (muy conocido también por ser el fundador de la Comunidad de San Egidio) llega a la conclusión de que no relata «la historia de algunos cristianos valientes, sino la de un martirio masivo».
¿Cuáles han sido las causas de esta persecución? Las motivaciones varían según el país e incluso los diversos momentos históricos. Detrás de muchas persecuciones hay ideologías ateas o formas de idolatría del Estado. Tales son los casos de la Unión Soviética, y de los regímenes comunistas de Hungría, Yugoslavia, Polonia, Checoslovaquia, Rumania, Bulgaria, Albania, China, Vietnam, Camboya, Laos, Corea del Norte. O del nazismo, con sus estragos contra los cristianos en Alemania, Polonia, Francia e Italia (de Holanda y Bélgica, entre otros países, no habían llegado aún datos a la comisión). Fue el caso también de las guerras civiles de México y España.
Las «razones» de la persecución
En otras ocasiones, razones políticas se unen a impulsos anticristianos, como los que llevaron a cabo soldados japoneses en varios puntos de Asia, como China y Filipinas. Si a veces se ha combatido el cristianismo por considerarlo una religión extranjera, en otras circunstancias las persecuciones no podían tener esa excusa, como ocurrió en algunas zonas de mayoríamusulmana, donde la presencia del cristianismo -aunque minoritario- era anterior a la llegada del islam.
Algunas veces, la muerte ha venido por manos de otros cristianos. Eso ha ocurrido cuando el nacionalismo ha contagiado a sectores que acabaron usando la identidad religiosa para sus propios fines de hegemonía y limpieza étnica. Así sucedió, entre otros, con el régimen de Ante Pavelic, en Croacia, exponente de un racismo que el arzobispo de Zagreb, Stepinac, no cesó de condenar (a pesar de todo, la acusación de que la jerarquía católica apoyó ese régimen es una calumnia que dura hasta hoy). Y fue la carta blanca esgrimida para justificar las atrocidades posteriores contra el clero católico.
Un capítulo particularmente doloroso lo constituye el testimonio de las mujeres, laicas y religiosas, que en diversas circunstancias geográficas e históricas dieron su vida por no ceder a la violencia. «Con frecuencia, el martirio cristiano del siglo XX es una página de resistencia femenina en nombre de la fe y de la propia dignidad». El siglo XX ha visto también a numerosos cristianos que fueron víctimas porque se opusieron a la injusticia. En todo caso, es un martirio que en muchos aspectos no pertenece a la historia pasada, como nos recuerdan a diario las páginas de los periódicos.
La Ostpolitik vaticana
El libro de Riccardi ilustra entre líneas la preocupación con que los Papas seguían los acontecimientos, especialmente cuando se trababa de persecuciones organizadas. Desgraciadamente, en la mayoría de los casos Roma no podía hacer nada. A veces, los Papa mostraron su protesta con gestos simbólicos como la elevación al cardenalato de algunos eclesiásticos perseguidos. Fue a partir de 1963 cuando la Santa Sede emprendió una línea de acción, referida concretamente a la Unión Soviética y a los países de su órbita, que pretendía salvar lo salvable. Fue la llamada «Ostpolitik», término alemán con el que se describía la política hacia esos países inaugurada por el canciller Willy Brandt.
La acción de la Santa Sede durante esos años, narrada por uno de sus protagonistas, es precisamente el tema de El martirio de la paciencia (2), libro de memorias, póstumo e incompleto, del cardenal Agostino Casaroli (1914-1998). El eminente eclesiástico fue artífice de una línea diplomática que recibió muchas críticas, sobre todo por parte de la jerarquía de los países afectados, que veían el peligro de que esas negociaciones pudieran representar una especie de legitimación de los gobiernos comunistas.
La primera misión de Casaroli fue en 1963 en Hungría, todavía en el pontificado de Juan XXIII. La fase de las negociaciones agotadoras con los regímenes comunistas seguiría con Pablo VI; y en 1978 se abrió una nueva etapa con Juan Pablo II, con la afirmación vigorosa de los derechos humanos y el desafío a los regímenes comunistas. Casaroli continuaría al frente de la diplomacia de la Santa Sede hasta 1991, año en que fue sustituido por el cardenal Angelo Sodano.
De la lectura del libro del que fuera secretario de Estado vaticano emerge la complejidad de la situación y el escaso éxito (que Casaroli es el primero en reconocer) de unas negociaciones que, de todas formas, estaban movidas por razones pastorales. Junto al martirio de los que eran fusilados o se apagaban en las prisiones, existía otro «martirio de la paciencia»: el afán infructuoso por buscar para esos fieles perseguidos un poco de respiro, sin ceder en los principios.
El ecumenismo del martirio
La persecución produjo también resultados inesperados. Por numerosos relatos de los supervivientes, se sabe que uno de los objetivos del trato inhumano que se infligía a los detenidos era el aniquilamiento de su dignidad humana. Por esa razón, resultan aún más sorprendentes los testimonios de fraternidad y de caridad que surgieron en aquellas circunstancias en las que católicos, ortodoxos y protestantes tuvieron que compartir los mismos lugares de reclusión y de muerte. Nació así el «ecumenismo de los mártires», que Juan Pablo II ha presentado en muchas ocasiones como ejemplo de lo que supone ir a lo esencial y dejar de lado las disputas fosilizadas por los prejuicios.
Uno de esos escenarios fue el lager de Dachau, que llegó a reunir a 2.720 sacerdotes y ministros, de los que 2.579 eran católicos (en su mayoría, polacos), 109 evangélicos, 22 ortodoxos y 8 veterocatólicos, además de dos musulmanes. Uno de los internados, por ejemplo, y se trata de una historia entre mil, recuerda la figura del arzobispo de Praga, Josef Beran: «Con frecuencia, durante el rancho, veía una mano alargarse y dejar un pedazo de pan junto a mi escudilla… Beran se alejaba con su paso rápido, saludando con su sonrisa invencible. Hacía esto, por turno, con todos aquellos que le parecían en peores condiciones. Y cuando no tenía nada, trataba de consolarnos con una palabra pronunciada a media voz».
Algo parecido ocurrió en el campo de concentración que los soviéticos instalaron en las islas Solovki, precisamente en lo que había sido uno de los monasterios más representativos de la ortodoxia rusa. El espectáculo debió de ser tal -teniendo presente los antecedentes de disputas y conflictos- que un testigo anota: «Aquel de nosotros que tenga la dicha un día de volver al mundo deberá dar testimonio de lo que estamos viendo. Y lo que vemos es el renacer de la fe pura y auténtica de los primeros cristianos, la unión de las Iglesias en la persona de los obispos católicos y ortodoxos».
Víctimas de los totalitarismos
En 1949, el mariscal Tito preguntó a un grupo de «curas populares»: «Ahora que nosotros [el gobierno yugoslavo] nos hemos separado de Moscú, ¿por qué no os separáis vosotros de Roma?». La pregunta muestra dos de las estrategias usadas por los regímenes comunistas en su lucha por eliminar la Iglesia: la creación de un clero adepto al régimen, que por lo general fue minoritario, y el interés por formar «Iglesias nacionales», separadas de Roma y fácilmente manejables.
En muchos casos, de todas formas, la línea prioritaria fue la eliminación física. Albania fue un caso emblemático, con su profesión de ateísmo recogida en la constitución, que tanto enorgullecía a los jefes del partido. De los seis obispos y ciento cincuenta y seis sacerdotes que había en el país antes de que los comunistas tomaran el poder, solo sobrevivieron un obispo y treinta sacerdotes, y todos después de haber soportado largos años de detención. Sin embargo, la pequeña Iglesia de Albania permaneció fiel, como recordaba con emoción Frano Ilia, nombrado en 1992 arzobispo de Shkodër: «Ningún sacerdote, a pesar de las torturas de todo tipo, ha renegado de la fe. Y esto ha sido realmente una gracia de Dios porque los ultrajes eran tales que resultaba realmente difícil permanecer fieles».
Aunque menos prolongado en el tiempo, también el régimen nazi se ensañó con la Iglesia. El clero católico alemán fue uno de los grupos más perseguidos: sufrieron la muerte, directamente o en los campos de concentración, 164 sacerdotes diocesanos, 60 religiosos, 4 religiosas, 2 miembros de institutos de vida consagrada y 118 laicos (perseguidos en cuanto que, como católicos, se opusieron a las injusticias del Reich). Según los elencos nominales que se han elaborado, los nazis asesinaron además a 171 sacerdotes y religiosos italianos, a los que hay que sumar otros 49 que murieron en los campos de concentración. Más tremenda todavía fue la suerte de los polacos: los nazis acabaron con 6 obispos, 1.923 sacerdotes diocesanos, 640 religiosos, 289 religiosas, más un número ingente de laicos.
Viejos robles
De los relatos referidos a la Europa Central y Oriental emerge con frecuencia la estatura de pastores que, además de padecer ellos mismos, tuvieron que orientar a los fieles en medio de grandes turbulencias. Junto a los ya mencionados Stepinac y Beran, aparecen los nombres del húngaro Mindszenty, del polaco Wyszynski, del ucraniano Slipj, del rumano Hossun, del moravo Tomasek, etc.
Algunos de ellos sufrieron el martirio sin derramar sangre. El ejemplo más representativo es el del cardenal Jozsef Mindszenty, «víctima de la Ostpolitik». El cardenal no estaba de acuerdo con la acción de la diplomacia vaticana en Hungría, pues consideraba que el único modo de ayudar a la Iglesia y al pueblo era favoreciendo la caída del comunismo. En 1971, por invitación del Papa, aceptó dejar la embajada de Estados Unidos, donde se había refugiado tras la invasión soviética de 1956, y exiliarse a Roma, de donde marchó luego a Viena. Pablo VI le nombró un sucesor, también contra la opinión de Mindszenty. Más de veinticinco años después de aquellos episodios, escribe Casaroli, personificación del modo diplomático criticado por el cardenal húngaro: «Mindszenty es una figura grande de la historia. Pienso que pocos conservarán de él un recuerdo más admirativo y, puedo afirmarlo, más afectuoso que el mío».
Posiblemente, lo que ninguno de los dos podía imaginar entonces es que el libro donde se narran algunas de estas impresiones sería presentado años después en el mismo Vaticano por el que fuera último presidente de la Unión Soviética. El pasado 27 de junio, en efecto, Gorbachov elogió la actividad diplomática desarrollada por la Santa Sede, subrayó la admiración que -según su experiencia personal- producen en todo el mundo las palabras del Papa y recordó con alivio que su país había «abandonado ese sistema que ha costado tanto, tanto a la humanidad».
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(1) Andrea Riccardi. Il secolo del martirio. Mondadori. Milán (2000). 522 págs. 18,59 €.
(2) Agostino Casaroli. Il martirio della pazienza. La Santa Sede e i paesi comunisti (1963-89). Einaudi. Turín (2000). 335 págs. 15,45 €.