Lagos. Desde que los Estados nigerianos del norte comenzaron a implantar, uno tras otro, la sharía (ley coránica), los tribunales islámicos han dictado siete condenas a muerte por lapidación. Ninguna se ha aplicado todavía, y tres han sido revocadas; la última de ellas, la que pesaba sobre Amina Lawal, condenada por adulterio. El caso de Amina y el idéntico de otra mujer, Safiya Hussein, también absuelta en última instancia, provocaron una campaña internacional de protestas. Pero Amina y Safiya no han sido salvadas de la muerte por la presión extranjera, primero porque en realidad nunca estuvieron en peligro de ser ejecutadas. Así piensan muchos nigerianos que ven a través de la cortina de humo de la sharía y siempre la han considerado una medida política de presión contra el gobierno federal de Nigeria.
A los nigerianos del norte, musulmanes en su mayoría, que dominaron el país durante más de veinticinco años tras la independencia (1960), les inquietó ver a un cristiano del suroeste, Olusegun Obasanjo, instalado en el sillón presidencial. Un pueblo en gran parte analfabeto, lejos de los yacimientos de petróleo y sin otros recursos naturales comparables, creyó amenazada su parte en el pastel de la nación. La sharía fue el instrumento elegido para contrapesar el poder central.
Zamfara, un Estado poco conocido del norte, fue el primero en promulgar la sharía para los musulmanes (ver servicio 154/99). En teoría, los cristianos estarían exentos. Envalentonados por el ejemplo de Zamfara, los otros Estados norteños se apresuraron a hacer lo mismo (ver servicios 97/00 y 117/00).
No se sabe hasta qué punto el presidente Obasanjo consideraba la sharía como una amenaza. Lo cierto es que nunca se le ha visto tomarla muy en serio, y apenas ha querido hacer comentarios cuando se le ha preguntado sobre el asunto. Solo en una ocasión advirtió que la sharía, si se aplicaba al pie de la letra, podría desalentar a los inversores extranjeros. Obasanjo sabía que el código islámico era una maniobra política para poner en jaque a su gobierno.
En los cuatro años que ha durado este juego, los norteños han terminado por darse cuenta de que el traslado del poder al sur no representa una amenaza inmediata para ellos. Tal vez por eso la sharía está poco a poco pasando a segundo plano en la política de los gobernadores del norte. Si ha habido condenas a muerte por lapidación, ha sido más bien por la inercia del mecanismo puesto en marcha en su día. Se ha gastado dinero público en contratar, formar y pagar jueces, policías y personal administrativo, de modo que se han creado nuevos sistemas de justicia islámica en los Estados del norte. Y toda esa gente tiene que justificar sus empleos y sus sueldos. Ciertamente, hay musulmanes radicales dispuestos a aplicar la sharía hasta las últimas consecuencias si les dan vía libre, pero no se la han dado.
En el primer año de sharía, al calor del entusiasmo inicial, en Zamfara y Sokoto se cortó las manos (mediante cirugía y con anestesia) a tres ladrones de poca monta. Pero esta pena, prevista en la sharía, no se ha vuelto a aplicar. El Estado de Kanu, vivero del fundamentalismo islamista, todavía obliga a las alumnas de secundaria a cubrirse el cuerpo entero, menos el rostro. Pero en los demás Estados que implantaron la sharía se ha dejado prácticamente de exigir el cumplimiento de las normas sobre vestimenta femenina, la prohibición de que hombres y mujeres viajen juntos en los medios públicos de transporte y otras muestras de rigor islámico.
La semana pasada, un destacado político del norte, el general retirado Mohammadu Buhari, rival de Obasanjo en las últimas elecciones, hizo un llamamiento a los Estados del norte para que modificaran el código islámico, de modo que resulte más practicable.
Al final, la sharía ha hecho más ruido que otra cosa. Pese a todo, el norte la mantiene oficialmente en vigor, y con ello dispone de un instrumento listo para usar en el futuro.
Eugene Agboifo Ohu