La Cámara de apelación del Tribunal de Derechos humanos del Consejo de Europa puede tardar meses en dictar sentencia sobre la presencia de crucifijos en las escuelas públicas de Italia. Pero en el debate, que finalizó el pasado 30 de junio, se han producido intervenciones de máximo interés para la comprensión de un problema tantas veces enmarañado con argumentos incongruentes.
Uno de los aspectos que más atención ha despertado ha sido el respaldo a Italia de diez Estados, casi todos procedentes del antiguo telón de acero. La defensa de la postura a favor del crucifijo fue encomendada a un prestigioso jurista norteamericano de religión hebrea, Joseph Weiler, de la New York University, que no dudó en acudir a la sala con la kipá. Weiler es autor del libro Una Europa cristiana.
Nicola Lettieri, en su intervención en nombre de Italia, afirmó que no era casual que la “contestación política” a las tesis de la demandante y de la sentencia en primera instancia recurrida, vienen en gran parte de países que han sufrido duramente el ateísmo de Estado. A su juicio, resulta escandaloso que se invoque subrepticiamente la “libertad religiosa” para negar la “libertad religiosa”. Esos argumentos no pueden engañar a quienes tienen aún abiertas las heridas causadas por la persecución oficial contra la libertad de cultos. Lettieri insistió en que “los principios invocados en el debate se introdujeron en la Convención europea de derechos humanos justamente para defender a los ciudadanos de esas naciones”.
En realidad, acentuar la dimensión negativa de la libertad religiosa (libertad de no creer en ninguna religión), conduce a negar su dimensión positiva y a negar el derecho a la presencia de símbolos religiosas en espacios públicos. Como se ha repetido tantas veces, no se busca la libertad, sino sustituir unas creencias por otras, en este caso, el cristianismo por el ateísmo. De hecho, la promotora del recurso jurídico, Soile Lautsi, es una atea militante, que pertenece a la Unión de ateos y agnósticos racionalistas.
La laicidad no es indiferencia del Estado ante las religiones. Llevada a esa última consecuencia ideológica, exigiría admitir que sólo cabe democracia allí donde desaparecen los símbolos religiosos. Y no es así, en modo alguno, en muchos de los países miembros del Consejo de Europa, que adoptan expresamente posiciones favorables a algunas confesiones y las reflejan en sus símbolos nacionales. Como se dijo en Estrasburgo, “más de la mitad de la población europea vive en Estados que no encajan en la definición francesa de laicidad”.
Joseph Weiler defendió el crucifijo y, sobre todo, la historia y la auténtica laicidad, sin usar argumentos estrictamente religiosos, es decir, apoyados en creencias o convicciones. El profesor americano acentuó el derecho de cada pueblo a expresar su propia historia con sus propios símbolos, sin ceder al chantaje de cualquiera que, en nombre de lógicas absolutistas e irrespetuosas de la historia, pretenda la desaparición de esos símbolos.
Caso de aceptar esos argumentos, no sólo desaparecerían las cruces de los espacios públicos, sino que se alentaría un fenómeno de desmontaje de infinidad de símbolos históricos. No habría razón para salvar ninguno, tampoco la señal de la cruz que aparece en diversas banderas nacionales europeas, o en himnos que se escucharon días pasados en los estadios de Sudáfrica, o en tantos monumentos artísticos del viejo Continente.
El profesor de la New York University recordó cómo “al otro lado del Canal de la Mancha está Inglaterra, donde pervive una Iglesia de Estado; el jefe del Estado es también cabeza de la Iglesia, y los líderes religiosos son miembros del poder legislativo; su bandera lleva la cruz, y el himno nacional es una plegaria a Dios para que salve al rey y le conceda victoria y gloria”.
Desde luego, Weiler no piensa que “todos los que cantan ‘Dios salve a la Reina’ creen en Dios”, pero entiende que “considerarían una memez decir que esa frase se cambiará o suprimirá porque ofende a alguien”. Quizá algún día Gran Bretaña decida reformar su himno -añadió , pero esa decisión no depende del Tribunal de Estrasburgo.
El equilibrio europeo, con la concepción francesa de la laicidad de una parte y sistemas de tipo inglés de otra, constituye para el experto norteamericano una gran lección de pluralismo y tolerancia. Tarea del Tribunal de Estrasburgo debe ser preservarla, también frente a los desafíos de la inmigración. Porque “la principal división en nuestros Estados en este campo no se da hoy entre confesiones, sino entre religiosos y secularizados”. El secularismo, la laicidad a la francesa, concluye, “no es una categoría vacía que significa ausencia de fe”. Por eso, “es jurídicamente falso adoptar una posición política que divide a la sociedad afirmando que es una postura neutral”.