El hecho de que Pío XII no denunciara públicamente el genocidio nazi contra los judíos ha sustentado la acusación de que se mostró indiferente. Pero, aparte de la protección que ofreció a los judíos en Roma, en su actitud influyó también su experiencia sobre el genocidio contra los armenios en Turquía, entre 1915 y 1916, cuando la apelación abierta de la Santa Sede al sultán no logró detener la masacre de más de 1.500.000 personas.
El historiador Michael Hesemann es el representante alemán en la fundación Pave the Way, que promueve el diálogo interreligioso. Hesemann, que ha accedido a los Archivos Secretos Vaticanos y examinado documentos relacionados con el genocidio armenio, explica en declaraciones a la agencia Zenit (13-11-2014) los paralelismos entre el genocidio armenio y el Holocausto, y la experiencia de la Santa Sede para intentar detenerlos.
“Obsesionados por una visión racista y nacionalista, los Jóvenes Turcos, un movimiento político que llegó al poder justo antes de la I Guerra Mundial, intentaron transformar el multinacional y multirreligioso imperio otomano en una homogénea ‘comunidad del pueblo’, [pero] como las características raciales son difíciles de determinar en la mixta población turca, la religión fue el indicador del ‘verdadero ser turco’: un ‘verdadero turco’ tenía que ser musulmán sunita. Únicamente esa ‘pureza’ –creían– salvaría a Turquía de los ‘microbios internos’ y ‘parásitos’”.
Los “microbios” y “parásitos” eran, según estos fanáticos, las minorías cristianas: armenios, griegos y siríacos, que ya en abril de 1915 comenzaron a sufrir arrestos y deportaciones hacia el interior del país, y que fueron exterminados en su gran mayoría. Casi toda la población armenia (de 2,1 millones de personas antes del comienzo de la guerra) fue deportada, en marchas en las que muchos morían de hambre, enfermedades o agotamiento, mientras que los sobrevivientes eran internados en campos de concentración.
Los reclamos de la Santa Sede, en saco roto
“En junio de 1915, el delegado apostólico en Constantinopla, Mons. Angelo Dolci, se enteró de unos ‘rumores de masacres’, según escribió en un telegrama a la Santa Sede. Una semana después, recibió confirmación de que estaba ocurriendo una ‘persecución’ con el objetivo de ‘eliminar el elemento de los cristianos armenios en toda la provincia’”. Varios católicos, incluido el obispo de Mardin, Ignatius Maloyan, también murieron a mediados de ese mes en la represión desatada por las autoridades.
“En cuanto conoció los detalles de la masacre, Mons. Dolci envió una carta de protesta al Gran Visir, el ‘primer ministro’, solicitándole la suspensión inmediata de aquellas deportaciones, al menos para los católicos armenios, pero no recibió respuesta”.
Explica Hesemann que el papa Benedicto XV escribió una carta al Sultán Mehmet V, apelando a su “generosidad”, al tiempo que movilizó al personal diplomático vaticano en Austria y Alemania para promover en ambos países la iniciativa papal y lograr que estos ejercieran presión sobre Turquía. Los periódicos de todo el mundo reportaron ampliamente la acción de la Santa Sede. En Constantinopla, Mons. Dolci hizo incontables esfuerzos para poder entregar la misiva al sultán, quien solo lo recibió un mes y medio después, y otro mes más tarde le hizo llegar la respuesta, en la que justificaba las deportaciones por una supuesta “conspiración armenia”.
En 1918, cuando las tropas rusas se retiraron del noreste turco, se desencadenaron nuevas matanzas contra los armenios sobrevivientes. El Papa envió una nueva carta al sultán, sin éxito alguno. Al final, la feroz campaña promovida por los Jóvenes Turcos dejó como saldo la eliminación del 87 por ciento de los armenios católicos y del 75 por ciento de sus pares ortodoxos. Con tan deplorables noticias, dice Hesemann, el Pontífice “aprendió que las protestas públicas no solo no funcionaban, sino que eran incluso contraproducentes”.
La estrategia: no provocar a Hitler
Pío XII había vivido muy de cerca todos los intentos infructuosos por detener el genocidio armenio, pues en 1917 había sido nombrado nuncio apostólico en Baviera. Años después, durante la Segunda Guerra Mundial, habría obrado según esta experiencia
El Papa Pacelli, que como nuncio en Munich había atestiguado el ascenso del nacionalsocialismo y lo había descrito, en carta a Roma, como “la mayor herejía de nuestros tiempos”, sabía de lo que Hitler podía ser capaz. El Papa, según trascendió de una conversación sostenida con el cónsul estadounidense en Colonia, “veía a Hitler no solo como un bribón en el que no se podía confiar, sino como una persona fundamentalmente perversa, incapaz de moderación”.
“Él sabía –apunta Hesemann– que una protesta abierta, que no había funcionado en 1915, no funcionaría en 1942, cuando bregaba con un líder aun más tramposo, falto de escrúpulos y malvado. Era consciente de que una denuncia no ayudaría a los judíos en nada, y que solo provocaría que Hitler se volviera contra la Iglesia y destruyera a la única infraestructura capaz de ayudar y salvar a numerosos judíos”.