Juan Pablo II, líder del espíritu
Roma. El XXV aniversario de la elección de Juan Pablo II ha sido ocasión para hacer balance de uno de los pontificados más largos de la historia. Incluso desde fuera de la Iglesia católica, muchos testimonios significativos celebran que la palabra y los gestos del Papa hayan marcado un rumbo con elevada visión de humanidad, sin rendirse a fuerzas materialistas que parecían imparables. Como contraste, las críticas contra Juan Pablo II son más bien críticas contra la doctrina católica, pidiendo que se adapte a la modernidad.
Diarios y revistas de todos los países y tendencias han ofrecido durante estos días comentarios y semblanzas sobre el Papa, al tiempo que numerosas televisiones han emitido en directo algunos de los actos que se han celebrado en Roma, así como abundantes reportajes especiales. La efemérides ha coincidido con un momento en que la progresiva debilidad física del Pontífice ha hecho que los ojos de todos se fijaran como nunca en él. Y ocasiones no han faltado, pues, a pesar de los achaques, la actividad del Papa ha sido particularmente intensa en la última semana: beatificación de Madre Teresa de Calcuta, audiencias generales, misa de aniversario, concierto y otros actos celebrativos, consistorio y misa con los cardenales, e incluso asistió desde la ventana del apartamento pontificio a los fuegos artificiales que le ofreció el ayuntamiento de Roma.
Fragilidad a la luz del sol
Desde hace algunos meses, el rostro del Papa está siendo uno de los más escrutados de la historia. Decenas de periodistas, cameramen y fotógrafos no se pierden un gesto durante las numerosas presencias públicas de Juan Pablo II. Y algo parecido ocurre a los miles de fieles que asisten a los actos o los siguen por televisión.
Aun en estas circunstancias, Juan Pablo II sigue siendo un Papa que no está «encerrado en el Vaticano», por lo que llama la atención que se haya podido dar crédito a rumores sobre su empeoramiento. Si se observa el estilo instaurado por el Papa, no es difícil pronosticar que -cuando llegue el momento de su muerte- no habrá necesidad de recurrir a los rumores. Juan Pablo II ha desmentido con los hechos aquel dicho romano según el cual «los Papas mueren, pero no enferman». El mundo entero ha asistido en directo, varias veces, al ingreso del Papa en un hospital, anticipado por una petición de oraciones; no hay razones para sospechar que las cosas vayan a cambiar.
En los meses pasados nos hemos ido acostumbrando a un Papa incapaz de caminar. Como es lógico, los nuevos padecimientos, y en concreto la dificultad de habla, producen mayor sobresalto, de ahí los gestos de inquietud de cuantos le contemplan. Paradójicamente, esta limitación se ha empezado a convertir en un nuevo componente de su comunicación con los fieles: basta observar los aplausos con los que la multitud conmovida sostiene y conforta su esfuerzo por pronunciar parcialmente una homilía. «Su voz tiembla, pero regala energía a 20.000 fieles», titulaba La Nazione (16 de octubre) la crónica de una audiencia general.
Una cuestión de sensibilidad
Mucho se ha escrito sobre si en estas condiciones de salud Juan Pablo II puede continuar dirigiendo la Iglesia. Al margen de la objetiva situación que plantearía un Pontífice impedido, que a todas luces no es el caso presente, a veces da la impresión de que los más preocupados por la figura de un «Papa incapaz de gestionar» son los mismos que antes criticaban a «un Papa que gestiona demasiado».
Lo que parece algo fuera de lugar es el debate público sobre si Juan Pablo II debería dimitir o no. La posibilidad está prevista por el derecho de la Iglesia, pero es una decisión que el interesado toma en lo más íntimo de su conciencia. Las sentencias en esta materia de los opinionistas, sean eclesiásticos o famosos, manifiestan, en ocasiones, una percepción del gobierno de la Iglesia asimilada al management de una multinacional.
«Un padre no dimite», se suele argumentar para poner en evidencia que la Iglesia no es una empresa. Pero cabe añadir que el mismo testimonio del Papa, que va adelante a pesar de las dificultades, es algo que interpela al corazón de cada uno. Se dan cuenta hasta los niños: «Lo que más admiro es cómo llevas a cabo todas tus responsabilidades: yo a duras penas acabo los deberes», escribe un chico de doce años en un libro de cartas dirigido al Papa (The New York Times, 11 de octubre).
Desde una perspectiva de fe, se entiende que su alumno y amigo, Tadeusz Styczen, afirme: «Es la hora más bella de su pontificado, porque puede llevar la Cruz de Cristo» (La Repubblica, 17 de octubre). Es comprensible que, para algunos, tanta exposición, y en tales condiciones, tenga visos de ensañamiento mediático: pero tal vez sea beneficiosa la presencia pública de un anciano enfermo, cuyo poder no es la fortaleza física, para una sociedad que parece encumbrar el glamour, es decir, las apariencias.
Logros y críticas
Los evidentes logros de este pontificado han quedado abrumadoramente recogidos en los comentarios de la prensa internacional con motivo de los 25 años (ver servicio 145/03). En este contexto, es ilustrativo hacer referencia también a las críticas más recurrentes que se han formulado durante estos días.
Por lo general, se trata de breves pasajes incluidos en algunas crónicas, con los que se pretende equilibrar un balance considerado demasiado positivo. Se usan con ese fin apostillas del tipo «pero, para sus críticos…», u otras similares, con las que se da voz -presentándolos en condiciones de igualdad- a puntos de vista contrastantes, de modo que se ofrece así una impresión de ecuanimidad.
En otros casos, las críticas ocupan artículos completos, en los que no se salva literalmente nada del pontificado. Casos emblemáticos son los del teólogo suizo Hans Küng (publicado, entre otros, por El País, 15 de octubre) y el norteamericano Daniel C. Maguire, de Marquette University (Los Angeles Times, 17 de octubre). Lo más llamativo es que son ataques que se lanzan desde posiciones teóricamente católicas. Küng vuelve a repetir lo que viene diciendo desde hace años, con la rigidez propia de un tradicionalista del disenso. Lo único que Küng aprueba es la acción del Papa en «política exterior», especialmente ante la guerra en Irak, pues ahí Juan Pablo II «se ha situado en posiciones que son también las mías», según afirma en una entrevista (Corriere della Sera, 15 de octubre). Tal vez sea un efecto de la traducción del alemán, pero de la lectura se deduce que para Küng el crisma de modernidad consiste en coincidir con sus propias posiciones.
Cuando molesta la doctrina
Se podrían entender algunas diatribas en cuestiones de método, de estilo, o a propósito de las soluciones más o menos acertadas a problemas concretos, etc. Cualquiera puede comprender que ejercer el gobierno durante veinticinco años no es tarea fácil: para conseguirlo no basta ser personalmente un buen hombre o un santo; intervienen otros muchos factores, como la complejidad de las situaciones y la eficacia de los colaboradores (y no sólo de la Curia Romana, pues a veces se descarga sobre Roma lo que no se ha sabido resolver en ámbito local).
En el caso que nos ocupa, sin embargo, hay que precisar que -junto a una antipatía personal que no se disimula- buena parte de las críticas están dirigidas contra la doctrina católica en sí misma. De hecho, la alternativa que se ofrece es, en realidad, la propuesta de una doctrina distinta.
Del repaso de esas críticas se obtiene una visión bastante clara de cuáles son los puntos de choque. A decir verdad, el análisis ofrece pocas sorpresas, pues son los temas que forman parte desde hace tiempo de la agenda del liberal imperialism. Quien se resiste a esa homologación es víctima de una nueva inquisición en la que, a diferencia de la antigua, la condena se escribe antes del proceso.
Moral sexual y ciencia
En el elenco ocupa un lugar destacado todo lo relacionado con la moral sexual, la pelvic orthodoxy, como la denomina burlonamente Maguire. El rechazo de la contracepción y el no hacer propaganda del preservativo se presentan como causa de grandes catástrofes en el mundo, concretamente en África y Asia (donde los católicos sólo representan un 14% y un 3%, con lo que es difícil que la doctrina católica tenga un peso decisivo). El Papa figura como el gran instigador de esa ruina y, por esa razón, se alienta la expulsión de la Santa Sede de la ONU (pues ese foro internacional ofrece a la Iglesia una plataforma mundial para lanzar esas batallas).
La BBC quiso sumarse a la denuncia con un reportaje de tesis titulado «Sex and the Holy City» (emitido, junto a otros dos programas ofensivos para la Iglesia y Juan Pablo II, en los días en torno al aniversario papal). Curiosamente, por esas mismas fechas, The Wall Street Journal (14 de octubre) se hacía eco de que el 25% de los enfermos de sida en el mundo son atendidos por instituciones católicas. Y de que dos estudios científicos -uno a cargo del Servicio de Salud de Estados Unidos y el otro de la Universidad de Harvard- coincidían en alertar sobre los decepcionantes resultados de la prevención del sida basada en el preservativo. Se menciona el caso de Uganda, que en 1991 contaba con una tasa de infección del 20%, mientras que en el año 2002 había descendido al 6%, gracias a una política sanitaria centrada en la fidelidad y la abstinencia, no en el preservativo (a diferencia de Botsuana y Zimbabue, que aún ocupan los primeros puestos en contagios). Desde un punto de vista científico, no parece que el mensaje del Papa «arruine tantas vidas», como sostiene el reportaje.
Realidad y teoría
Unido a los temas de moral sexual se incluye la crítica al afán del Papa por mantener el celibato, que para los autores de esas invectivas es la causa de la crisis de vocaciones sacerdotales. No es esa la percepción de quien está al otro lado.
Sin entrar en cuestiones teológicas, pues al fin y al cabo él mismo se confiesa luterano, Uwe Siemon-Netto, encargado de la sección de religión de la United Press International, escribe en un artículo distribuido por la agencia (15 de octubre): la abolición del celibato «hubiera sido un buen argumento si no fuera por el hecho de que el índice de divorcios entre los pastores protestantes crece como una bola de nieve, de modo que dejan de ser ejemplos luminosos para su rebaño». Además, añade con un punto de admiración, «los seminarios católicos en muchas partes del mundo están llenos con una nueva y extraordinaria cosecha de candidatos al sacerdocio, varoniles como el Papa, cuyo ejemplo desean seguir».
En buena ley, según los adalides del disenso, quienes huyen no son sólo los candidatos al sacerdocio sino todos. «No deben llamar a engaño las masas de las manifestaciones papales -afirma Küng-: son millones los que bajo este pontificado han huido de la Iglesia o se ha retirado al exilio interior». Las masas que acuden a las «manifestaciones papales» puede que no sean perfectas, pero no se entiende por qué hay que suprimirlas de un plumazo autoritario. Esa es la conclusión al contemplar -en el momento de escribir estas líneas- las decenas de millares de personas que abarrotan la plaza de San Pedro y alrededores para asistir a la beatificación de la Madre Teresa de Calcuta. No cabe sino recordar aquello de que si la realidad no coincide con la teoría, peor para la realidad.
«Marketing» fallido
La opinión de un diario, no ciertamente papista, ayuda a situar en su contexto lo de la «huida de las masas». «El logro más importante del Papa ha sido mantener el mensaje cristiano como una fuerza vibrante en una época en la que la religión se ha convertido en algo irrelevante para las sociedades materialistas o en una fuente de división», comenta en un editorial The Times (17 de octubre). «Si el Papa hubiera estado menos seguro de su fe o hubiera tenido menos integridad intelectual, la Iglesia habría sucumbido ante las fuerzas contradictorias del materialismo y la apatía. Por el contrario, ha seguido siendo la roca sobre la que la Iglesia está construida», concluye el diario londinense.
Por ironías de la historia, el aniversario de la elección de Juan Pablo II ha coincidido con un momento de crisis en la Comunión anglicana, provocada por el debate sobre la aceptación o no de un homosexual declarado al oficio de obispo. Comentando este episodio para The Washington Post (15 de octubre), George F. Will afirma que los episcopalianos, la versión estadounidense del anglicanismo, han caído el 33 por ciento desde 1965, hasta convertirse en una minoría de 2,3 millones. La razón de esa decadencia, según el analista, es «el afán por buscar seguidores adaptándose a las modas culturales y políticas, en vez de con la claridad doctrinal. Como escribió el famoso sacerdote católico Ronald Knox hace setenta y cinco años, los dogmas pueden salir por la ventana, pero los feligreses no entran por la puerta».
La dimensión oculta
«En estos 25 años -afirma Uwe Siemon-Netto- me he encontrado en la extraña posición de tener que defender, un luterano, al Papa contra la ira de algunos católicos. No, no es un pontifex maximus confortable. La fe que predica y vive no es un embutido del que puedes cortar rodajas según tu apetito» (UPI, 15 de octubre). En la misma longitud de onda se mueve un editorial del Daily Telegraph (17 de octubre) cuando concluye que «mucho de lo que el Papa ha dicho y hecho todavía se malinterpreta, pero su contribución a la humanidad es evidente. Como sus predecesores León Magno y Gregorio Magno, Juan Pablo II ha defendido la libertad y la civilización contra la barbarie. Para el mundo secular, éste es el auténtico significado del más espiritual de nuestros contemporáneos». Para El Mercurio (19 de octubre), el Papa «viejo, encorvado, enfermo, sigue electrizando con la fuerza de su espíritu. Como los antiguos profetas dice, contra su tiempo, lo que su tiempo debe oír».
Hay una dimensión en la actuación del Papa que no es traducible en elencos de cifras o de récord, pero que da sentido a todo lo demás. Como ha escrito Marco Politi (La Repubblica, 11 de octubre), «existe un secreto para la energía que Wojtyla despliega como líder espiritual y político al mismo tiempo. Lo ha desvelado el nuevo cardenal Jean-Louis Tauran, ministro de Asuntos Exteriores del Vaticano durante trece años: Imaginarse al Papa sentado en su despacho elaborando una estrategia con la ayuda de un atlas y voluminosos informes es un completo error. ¡No! Las grandes decisiones de este pontificado siempre se han gestado y tomado de rodillas, frente al tabernáculo de su capilla privada».
Diego Contreras