Viaje apostólico de Juan Pablo II a Lituania, Letonia y Estonia
«¿Con cuántas divisiones cuenta el Papa?», se dice que preguntó una vez Stalin, para poner en evidencia, con ironía, el contraste entre la pequeñez del Vaticano y el poderío militar soviético. Ahora, cincuenta años después, algunos cronistas han recordado ese episodio al contemplar cómo se retiraban de Lituania los últimos batallones de la ex armada soviética. Precisamente, en la víspera de la llegada del Papa.
Como era de esperar, la primera visita de Juan Pablo II a territorios que formaron parte de la Unión Soviética, que se desarrolló del 4 al 10 de septiembre, fue un llamamiento a la reconciliación. Desde que puso el pie en Vilna, capital de Lituania, dijo que no debería haber ni «vencedores ni vencidos», y pidió «la capacidad evangélica de perdonar» a cuantos padecieron las consecuencias de un régimen «dominado por la sospecha y la acusación».
Pero aclaró que ese llamamiento no era una negación de la historia. La realidad es que hubo gente que se alió con el tirano, algunos de los cuales, comunistas hasta el mismo 1989, gobiernan todavía esos mismos países (quienes, por lo demás dispensaron al Papa una calurosa acogida). A estos dijo que «no basta con adaptarse a las nuevas circunstancias sociales: es preciso la conversión sincera y, si es necesario, la expiación».
Y en una conmovedora demostración práctica de ese espíritu de perdón, durante su visita al cementerio de Vilna para rendir homenaje a los mártires de la independencia, dijo que rezaba también «por aquellos que sobre la tumba no tienen el signo de la Cruz». Deseo rezar y perdonar, añadió, «renovando la fe en la fuerza del amor y rechazando la tentación de la venganza, que siempre conduce a los estériles laberintos del odio».
Respeto a las minorías de origen ruso
Otros temas que formaron el telón de fondo de su mensaje a los habitantes de estos tres países fue el aliento para la construcción de una nueva sociedad, fundamentada en el respeto a la dignidad humana y atenta a no dejarse obnubilar por el consumismo de Occidente. A los cristianos les planteó la exigencia de la unidad, un ecumenismo que se fundamente en la santidad personal y supere la incomprensiones históricas. Y a los católicos, la urgencia de una nueva evangelización, que pasa por la frecuencia personal de los sacramentos, la formación doctrinal y la asimilación de las enseñanzas del Concilio Vaticano II.
Un rasgo previsible del viaje es que no se movió en clave anti-rusa. Al contrario, el Pontífice defendió con firmeza el derecho de ciudadanía de las minorías de origen ruso presentes en estos países, que corren el riesgo (según algunos, exagerado por Moscú) de verse consideradas ahora, tras la independencia, como un incómodo recuerdo del dominio soviético.
Un aspecto de ese problema es la polémica sobre la retirada total de las tropas rusas de Letonia y Estonia, donde todavía quedan 16.000 y 5.000 soldados, respectivamente. El Papa no añadió nada nuevo a lo que ya había dicho diez días antes de emprender el viaje, cuando en una audiencia al nuevo embajador de Estonia ante el Vaticano mencionó «la presencia sobre el territorio nacional de fuerzas armadas extranjeras» como una de las causas que dificultan el normal desarrollo democrático del país.
Lo que pocos esperaban, sin embargo, es que la estancia del Papa en los países bálticos iba a permitir abrir una ventana de esperanza en las relaciones con el Patriarcado Ortodoxo de Moscú, deterioradas desde hace tres años. Como gesto de deferencia, un enviado del Patriarca Alexis II, el pope Georgis Zsablitsev, acompañó al Pontífice en todos los actos del viaje.
El pope expresó la satisfacción del patriarca por el especial saludo que Juan Pablo II dirigió a Rusia y la «gloriosa tradición» de la Iglesia ortodoxa. Al iniciar el rezo del Angelus del domingo, día 5, el Papa había dicho en ruso que confiaba a la Virgen, «venerada por el pueblo ruso con singular devoción, el difícil pero providencial camino» que había emprendido hacia una libertad y solidaridad cada vez más firmes, y el anhelo de un paz en el interior y el exterior de sus confines.
Lituania: el riesgo del otro materialismo
La primera etapa del viaje, que hace el número 61 de los que realiza fuera de Italia, transcurrió en Lituania, país que cuenta con 3,8 millones de habitantes, de los que se declararon católicos el 74%. Según estadísticas recientes, referidas a Vilna, cumplen con el precepto dominical el 33% de los católicos. La visita a Lituania era un antiguo anhelo de Juan Pablo II, quien ya en 1984 y 1987 no dudó en denunciar públicamente, con un gesto sin precedentes, que la autoridad soviética le impidiera viajar allí.
Llamó la atención a los periodistas extranjeros que los lituanos, que habían esperado tanto tiempo la venida del Papa, no fueran ruidosos con sus aplausos. Se limitaban a «demostrar su alegría con los ojos y la expresión del rostro», sintetizó un corresponsal italiano. Fue excepción el encuentro con veinticinco mil jóvenes en el estadio municipal de Kaunas, donde al ritmo de una polka supieron mostrar el mismo entusiasmo que sus coetáneos de otros países.
Los jóvenes lituanos, según afirman sacerdotes y sociólogos del lugar, están viviendo una especie de fascinación por todo lo que viene de Occidente. Lo mismo ocurre en los otros dos países: «Muchos jóvenes prefieren el chicle americano a los libros», dijo gráficamente al Papa el escritor Lennart Meri, presidente de Estonia.
A la pregunta de unos jóvenes sobre qué hacer ahora con la libertad reconquistada, el Papa respondió recordando que «Cristo os quiere felices»; si la cultura atea, que dominaba hasta hace poco, era «inhumana», también la cultura occidental puede ser «cultura de muerte». Buscad, por tanto, «una libertad responsable» conforme con el Evangelio.
Esa preocupación la expresó de modos diversos, según el auditorio, durante todo el viaje. Así, a los once obispos lituanos subrayó que un nuevo anuncio del Evangelio es una necesidad particular en «este delicado momento histórico, en el que el pueblo lituano, después de haber sufrido durante años la influencia de la corrosiva ideología marxista, afronta ahora el impacto de otro tipo de cultura, aparentemente menos agresiva, pero en realidad no menos insidiosa, porque está ampliamente permeada de un materialismo práctico que atenta contra las raíces mismas de la experiencia religiosa».
Volvió sobre el mismo tema durante un discurso a los representantes del mundo de la cultura, reunidos en la Universidad de Vilna, la primera de Europa oriental, fundada por los jesuitas en 1578. El Papa describió cómo la historia de nuestro siglo se caracteriza «por totalitarismos de signo opuesto y democracias enfermas». Los primeros son el marxismo y el nazismo, ambos «hijos de la cultura de la inmanencia», y las segundas son aquellas democracias occidentales que «presentan vistosas contradicciones entre el reconocimiento formal de la libertad y de los derechos humanos, y las muchas injusticias y discriminaciones sociales que toleran en su propio seno».
Para Juan Pablo II, el equilibrio consiste en que los postulados de libertad se conjuguen con los de la responsabilidad ética, de modo que la democracia se base en los valores irrenunciables de la esencia de la persona humana, «que ninguna mayoría puede renegar sin provocar funestas consecuencias para el hombre y la sociedad», como enseña la lección de la historia.
Letonia y Estonia: sensibilidad ecuménica
Después de los cuatro primeros días en tierra lituana, el Papa se trasladó a Letonia, donde son católicos el 20% de 2,7 millones de habitantes, mientras que los luteranos ascienden al 55 por ciento y los ortodoxos al 10 por ciento. La experiencia de los decenios de ocupación soviética, «pasados juntos en las catacumbas», como recordó el Papa, ha contribuido a un clima de comprensión y estima mutua entre los cristianos.
Esas buenas relaciones, en un clima festivo con sorprendente participación popular, se pusieron de relieve durante el encuentro de oración por la unidad de los cristianos, presidido por el Papa en la catedral luterana de Riga, la capital. En ese templo se conservan las reliquias de San Meinardo, el obispo de origen alemán que evangelizó el país en el siglo XII, antes de reforma protestante. «Un pasado común, dijo el Papa, que compromete a los creyentes a empeñarse para que el futuro sea también común».
Juan Pablo II afirmó que el origen de la división entre los cristianos se debe con frecuencia «a una religiosidad más ligada a preocupaciones temporales que religiosas». Como fundamento de la aspiración a la unidad señaló la necesidad de profundizar en la fe: en la medida en que Cristo crezca en nosotros, «disminuirán los condicionamientos derivados de las razones históricas que provocaron las divisiones».
Esta idea la desarrolló en el encuentro ecuménico que mantuvo días después en Estonia, donde calificó de «primordial principio promotor del ecumenismo la sincera búsqueda de la santidad personal y comunitaria». Sólo así, el verdadero protagonista será Cristo, y se llegará a la deseada unidad de todos los cristianos: un hecho, dijo, que será «uno de los mayores acontecimientos de la historia humana».
En Letonia se hicieron más presentes pequeños grupos de rusos, bielorrusos y ucranianos, en su mayoría inmigrantes, quienes no dudaron en usar pancartas, escritas en ruso y polaco, para hacer saber que «Moscú espera al Papa de Roma» y que «Te esperamos en San Petersburgo». La cuestión de las minorías rusas, que en Letonia rondan el 40% de la población, estuvo presente en las palabras del Papa. Improvisando al final de una ceremonia, dijo que «somos una gran familia. Aquí se hablan idiomas distintos, pero todos tienen en común la devoción a la Madre de Dios. Debemos abrirnos más al diálogo y hacer que todas las lenguas se hagan una sola: la lengua del amor».
Empezar por tres mil
Estonia, con apenas tres mil católicos de una población que supera el millón seiscientas mil personas, fue la tercera capital, donde pudo estar prácticamente con todos los católicos del país, a los que acompañaba una multitud que sorprendió a los cronistas. «Hoy sois una pequeña llama, pero si sois fieles a la gracia de Dios, mañana podéis ser una gran antorcha, capaz de propagar la luz del evangelio y el calor de vuestra amistad a todos vuestros conciudadanos».
En cada uno de estos países el Papa insistió en la necesidad de que los fieles católicos asimilen las enseñanzas del Concilio Vaticano II. En este marco, dio especial importancia al papel de los laicos en la Iglesia y en la sociedad, y a la ayuda que pueden prestar diversas instituciones laicales surgidas en la Iglesia antes y después del Concilio. Por su parte, las relaciones entre Iglesia y Estado, en la nueva fase, se deben desarrollar «según criterios de mutuo respeto, resistiendo tanto a las tentaciones del laicismo como a las del clericalismo».
Para orientar la nueva etapa de reconstrucción de estos países, Juan Pablo II insistió en la utilidad de la doctrina social de la Iglesia. Unas enseñanzas que no ofrecen «soluciones técnicas, sino principios inspiradores, compartibles también por quien no se considera cristiano o creyente». Señalan, en definitiva, «aquellos valores esenciales e irrenunciables que deben ser salvaguardados si se quiere una sociedad a la medida del hombre». Es necesario, dijo, iniciar una nueva etapa, pues «sirve de poco limitarse a perpetuar los recuerdos del tiempo en que faltó la luz».
Diego ContrerasA los intelectuales: Pensar el futuro del post-comunismo
Juan Pablo II es consciente de que «nos encontramos en un giro radical de la historia del mundo», «una hora compleja de la historia, en la que es difícil vislumbrar los perfiles del futuro y no faltan nubes en el horizonte», «un pasaje delicadísimo en la historia europea y mundial, turbada por conflictos absurdos, cuyo futuro ninguno de nosotros puede prever».
Son algunas frases de los discursos que el Papa dirigió a los intelectuales y representantes del mundo cultural de los países bálticos, ante quienes expuso su preocupación por el vacío y la crisis de pensamiento que atraviesa el mundo contemporáneo. La caída de las ideologías amenaza con una «desconfianza paralizante» o con «modos de pragmatismo o escepticismo».
Para el Papa, es urgente que los intelectuales asuman un papel activo en este campo. «No penséis de ningún modo», dijo en Lituania, «que esta crisis de pensamiento pueda agradar al creyente, como si la fe fuera a heredar los espacios libres cedidos por la razón. La auténtica fe, al contrario, supone la razón, la valora, la consolida y la impulsa».
Recalcando cuál debe ser el papel de los intelectuales en la sociedad, dijo que «pocas cosas son tan decisivas en la vida de la humanidad como el servicio del pensamiento, en el sentido más alto de esta expresión, pues soy consciente de lo recurrente que es en la historia la tentación del poder para someter a los intelectuales, y de lo insidiosa que resulta para éstos la tentación de ceder al servilismo». El «servicio del pensamiento», dijo en Letonia, es esencialmente «servicio a la verdad», un ideal por el que el intelectual está llamado a desarrollar la función de «conciencia crítica ante cualquier tipo de totalitarismo».
En este contexto, el Papa se refirió a la necesidad de una «renovada alianza entre la Iglesia y el mundo de la cultura, en el riguroso respeto de la diversidad, para descifrar este tiempo nuestro tan complejo, y vislumbrar la dirección de marcha precisa». Detrás de este deseo, advirtió en Estonia, no existe «el germen de un nuevo clericalismo o el diseño de escondidas afirmaciones de poder: la Iglesia sólo desea un clima de respetuosa y serena escucha para que cada cual pueda presentar sus razones y la verdad se abra camino. Debería terminar para siempre el tiempo de las guerras de religión y de las violencias ideológicas».
Como una aportación concreta, aunque parcial, desarrolló ampliamente los conceptos básicos de la doctrina social de la Iglesia, que es una «consideración teológica referida al diseño de Dios sobre el hombre», en el que se ponen de relieve las inevitables implicaciones éticas de la vida social. No trata, por tanto, «de las concretas expresiones organizativas de la sociedad, sino de los principios inspiradores que la deben orientar para que sea digna del hombre».