Hay documentos que parecen un mero catálogo de buenas intenciones, pero que tienen una carga explosiva. Así ha ocurrido con el Acta Final de Helsinki, de la que ahora se cumplen 25 años. El Acta no dinamitó por sí sola el Muro de Berlín. Pero se convirtió en un instrumento para la promoción de los derechos humanos que puso a la defensiva a los regímenes comunistas y ha sido después un dique para evitar conflictos en algunos casos.
El 30 de julio de 1975 se clausuraba la primera de las Cumbres de la Conferencia para la Seguridad y la Cooperación en Europa (CSCE), que desde 1995 ha pasado a ser conocida por las siglas OSCE tras haber asumido en gran parte los rasgos distintivos de una organización internacional. En aquella ocasión, los Jefes de Estado y de Gobierno de 35 países, incluidos los dirigentes de los regímenes comunistas, firmaron el Acta Final de Helsinki. La dimensión ética del documento, en el que sobresale un decálogo de principios que rigen las relaciones entre los Estados participantes, permite calificarlo como un código de conducta de valor no sólo europeo sino universal en las relaciones interestatales.
La Santa Sede estuvo presente en aquel foro en pie de igualdad con los demás Estados. Su status fue, por tanto, el de Estado participante, a diferencia de la condición de observador que mantiene en las Naciones Unidas y otras organizaciones. A este respecto, el cardenal Casaroli subrayaría años más tarde, en la Cumbre de París de la CSCE, que la Santa Sede es una «potencia» activamente comprometida en los aspectos morales y espirituales y, en consecuencia, con todo lo que atañe a la paz, el desarrollo de los pueblos y los derechos humanos. Dado que el método del consenso es el habitual para la toma de decisiones en la CSCE/OSCE, la Santa Sede, a la vez europea y universal, estaba llamada a dejar su influencia en el Acta Final de Helsinki. Así, el contenido del principio VII del decálogo de Helsinki participa de lo que podría calificarse de una dimensión moral de la paz: el respeto de los derechos humanos y de las libertades fundamentales.
Una gran novedad es que entre estas libertades se cita expresamente la libertad religiosa: «Los Estados participantes reconocerán y respetarán la libertad de la persona de profesar y practicar individualmente o en comunidad con otros, su religión o creencia, actuando con los dictados de su propia conciencia». Un compromiso que la Santa Sede esgrimiría en sus arduas negociaciones con los regímenes comunistas, en los tiempos de la Ostpolitik vaticana impulsada por el cardenal Casaroli. Este enunciado adquiriría precisiones más explícitas a finales de los años ochenta conforme se dejaban sentir en la escena internacional las reformas promovidas en la URSS por Mijail Gorbachov.
La dimensión comunitaria del hecho religioso
Así, en el documento de clausura de la reunión de continuidad de la CSCE, aprobado en Viena el 19 de enero de 1989, encontramos una serie de elementos extraordinariamente importantes que aparecen, por primera vez, en un texto de esta categoría. En el documento de Viena, la libertad religiosa, al igual que en el Acta Final de Helsinki, está inserta en el capítulo dedicado a las cuestiones relativas a la seguridad en Europa, lo que implica un concepto muy amplio de la seguridad que va más allá de los tradicionales aspectos político-militares. Supone la reafirmación de que sólo el respeto de los derechos de cada uno garantizan la paz y la seguridad para todos.
Recordemos a este respecto, un párrafo de la intervención del cardenal Sodano en la pasada Cumbre de Estambul (18 de noviembre de 1999): «La seguridad y el respeto de los derechos humanos son recíprocamente causa y efecto. La seguridad favorece el respeto de los derechos humanos pero, a su vez, el respeto de los derechos humanos favorece la seguridad».
En el documento de Viena destaca por su relevancia el párrafo 16 en el que se establecen unos enunciados mínimos de libertad religiosa que han de ser tenidos en cuenta por los Estados en sus ordenamientos. Se parte, por tanto, de la convicción, tantas veces expresada por la Santa Sede, en este foro paneuropeo, de que los Estados no son la fuente del derecho y la libertad, sino que no hacen más que reconocer su existencia. Así, la Santa Sede consiguió con aquel párrafo 16 un reconocimiento de la dimensión comunitaria del hecho religioso. Hay referencias en él a los derechos civiles de las comunidades religiosas o de creyentes, de las confesiones, instituciones y organizaciones religiosas, así como a los de los propios padres para asegurar la educación religiosa y moral de sus hijos.
Así pues, la aportación de la Santa Sede al proceso de la CSCE/OSCE ha sido de extraordinaria importancia, en particular por el énfasis puesto en el reconocimiento de la libertad religiosa tanto a nivel individual como comunitario. Con su labor en este foro internacional, la Santa Sede ha puesto de relieve la conexión intrínseca entre la libertad religiosa y todos los demás derechos y libertades. Así lo destacaría también el cardenal Casaroli en la Cumbre de París: «El ejercicio de la libertad religiosa es un indicador cualitativo de una sociedad. Tal y como demuestra la historia reciente, donde no existe la libertad religiosa, tampoco existe la libertad».
Antonio R. Rubio