Más de una década después de los acontecimientos narrados en Avatar, Jake y Neytiri Sully han formado una familia con cuatro hijos y viven en paz. Pero la vuelta de los humanos a Pandora y, concretamente, de un clon del coronel Miles Quaritch, les obligan a emigrar a otra región para ponerse a salvo.
No cabe duda de que James Cameron no es Steven Spielberg, pero es un gran director de cine. Terminator 2, Titanic, Avatar y, ahora, Avatar: el sentido del agua son una muestra de ello: a pesar de no ser obras maestras, prueban su buen pulso a la hora de dirigir grandes películas.
En la nueva entregaa de los gigantes azules, Cameron nos presenta una historia mucho más audaz y compleja que la primera y, en cierto modo, de mayor profundidad. Los personajes principales están más trabajados, con conflictos de mayor entidad dramática, pero quiere abarcar demasiado. Y se pierde.
Se pierde en la visión espiritualista panteísta –no se entiende lo que realmente quiere decir con lo del “sentido del agua”–, lo que conlleva una rémora para el buen funcionamiento del guion: caídas de ritmo larguísimas, con mucho paisaje digitalizado espectacular, que simplemente sirve para mirarse a sí mismo y no hace avanzar la historia, de más de tres horas. Es una visión mística new age, ya presente hace trece años, que aquí se potencia.
Con todo, Avatar: el sentido del agua es visualmente apoteósica, con momentos de acción que realmente atrapan al espectador y requieren verla en una sala de cine. Y si puede ser en 3D, mejor. A pesar de todo, probablemente no tendrá el mismo éxito que su predecesora: hoy no se ve cine como hace trece años, cuando se estrenó Avatar, y parece que los grandes blockbusters son coto privado de los superhéroes.
Jaume Figa Vaello
@jaumefv