Un homenaje a los contadores de historias. Una reivindicación de la imaginación, como modo de mostrar la realidad. Si me apuran, una unión improbable de Tim Burton con John Ford y su apuesta por «imprimir la leyenda» a la hora de contar la historia de El hombre que mató a Liberty Valance. Todo esto subyace en el último film del director de Eduardo Manostijeras, título con el que mantiene una íntima relación; podría decirse sin exageración que Big Fish es su versión madura.
Con guión de John August, a partir de una novela de Daniel Wallace, Burton entrecruza hábilmente el presente -en el que Will Bloom acompaña en el lecho de muerte a su padre Ed- con un pasado de relatos hermosos pero increíbles. Éstos, escuchados una y mil veces, se han convertido a los ojos del hijo en una impostura, que oculta una verdad que cree ignorar. En efecto, a Will le atormenta la idea de que su padre esté a punto de dejar este mundo, y que no haya llegado a conocer quién es.
En manos de otro director, esta película podría ser un plato acaramelado, sobre todo en lo que se refiere a los relatos de juventud de Ed. Pero en Burton habita un alma poética y sensible, capaz de mostrarnos un mundo pasado donde conviven lo luminoso con lo feísta, fotografiarlo con colores pastel, y lograr que no chirríe el engranaje. De nuevo, marca personalísima de su entera filmografía, asistimos a un desfile de criaturas desvalidas, de «patitos feos» que buscan alguien que les entienda. Además de Ed, tipo optimista a machamartillo, auténtico flautista de Hamelín para todos los que le conocen (magnífica, a este respecto, la escena del desenlace), tenemos el gigante, el empresario circense, el escritor, las hermanas siamesas, la bruja con el ojo de cristal que muestra el futuro.
También se las arregla el cineasta estadounidense para que funcione la mezcla imposible de drama (con el problema de comunicación padre-hijo), fantasía (los detalles surrealistas, divertidísimos, que salpican toda la cinta), romanticismo (la conquista por Ed de la amada) y lirismo (el pueblo idílico en medio de ninguna parte). Ha procurado además suavizar algún detalle zafio, del que podía haber prescindido, sencillamente. Magnífico el reparto, en especial los trabajos de Ewan McGregor y Albert Finney, que encarnan a Ed Bloom de joven y anciano.
José María Aresté