Ya en Una estación de paso y El último viaje de Robert Rylands, Gracia Querejeta mostró que tenía excelentes maestros. No en vano es hija del productor de Carlos Saura, Víctor Erice, Montxo Armendáriz, Fernando León… Ahora reafirma su calidad como guionista y directora en este complejo melodrama, que toma su título de un bolero de Alfredo Rodríguez. Sus declarados referentes son Las mejores intenciones, de Bille August, y Secretos y mentiras, de Mike Leigh, pero también se aprecian en él muchas de las claves de otras «historias de un descubrimiento» -Secretos del corazón, El abuelo, Solas, Todo sobre mi madre, Flores de otro mundo…-, que están delimitando la mejor línea del último cine español.
Once fundidos en rojo fragmentan e hilvanan dos tramas distanciadas 30 años entre sí. La ambientada en la actualidad narra el viaje, desde Madrid a Galicia, de tres hermanas que llevan tiempo sin verse. Gloria, la mayor, es una soltera de 47 años; Ana, de cuarenta y pocos, ejerce como prostituta de lujo; y Lidia, de 34, se ha quedado embarazada de un hombre casado. El objetivo de estas mujeres es cumplir la última voluntad de su madre, recién fallecida en un asilo, que dispuso que sus cenizas se repartieran entre tres destinatarios: la tía Adela, hermana y confidente de la madre; Santos, el gran amor juvenil de Gloria; y João, el padre de las tres hermanas, un inmigrante cubano, trabajador y cariñoso, que un día abandonó misteriosamente a su esposa e hijas.
Al hilo del viaje, los retornos al pasado irán desvelando la oscura trama de amor obsesivo, celos, locura y muerte, que da sentido a esa enigmática última voluntad de la madre y a las heridas, no cicatrizadas, de las hijas.
Si se acepta el enfoque extremadamente pasional de este tapiz de amor conyugal, filial y fraterno, sólo cabe reprochar al guión su abrupto desenlace y un exceso de confianza en la imaginación del espectador, al que se deja libertad para llenar los vacíos de la historia. En todo caso, su revisitación de algunas tragedias griegas ofrece una rica galería de tipos, cuyos enrevesados dobleces están magníficamente recreados por el reparto -sobre todo por las actrices-, a través de un sutil juego de gestos y susurros, que logran convertirse en gritos callados.
Ciertamente, Gracia Querejeta no asume una perspectiva moral nítida y también cede al espectador el derecho a juzgar por sí mismo espinosos conflictos éticos, que tocan de lleno o de refilón los celos, las relaciones familiares, el incesto, la culpa y el perdón, la prostitución o el ansia de maternidad, incluso sin padre. De hecho, prácticamente la única conclusión explícita se resume en la letra de aquella vieja canción: «El que tenga un amor, que lo cuide, que lo cuide». En todo caso, su contención y la ternura con que mira a sus dolientes criaturas permite a la directora afrontar de cara esos dramas humanos sin ceder al morbo ni al mal gusto, salvo en algún diálogo grosero y en una fugaz escena sexual.
Por lo demás, su esmerada puesta en escena crea una densa atmósfera dramática, cuya vigorosa resolución narrativa, visual y musical se refuerza con las simbólicas subtramas de la echadora de cartas y del barco con plata hundido frente a la mansión familiar, que aportan un sugestivo matiz mágico.
Jerónimo José Martín