Howard Ratner es un judío propietario de una joyería en el distrito de los diamantes de Manhattan. Jugador de apuestas compulsivo, consigue un ópalo de 600 quilates y provoca una carrera a contrarreloj en la que tendrá que mantener el equilibrio entre su negocio, su familia y su amante, tratando de no perder un dólar por el camino.
El espectador recorre las calles y carreteras de Nueva York junto al protagonista mientras es testigo de sus mentiras y faroles. Al ritmo de envites temerarios y con la banda sonora a todo volumen, se palpa el riesgo en cada fotograma de esta huida hacia adelante. Los hermanos Safdie hacen un retrato realista de los entresijos de un mundo de estrellas del baloncesto, deudas y personajes genuinos.
Los créditos iniciales ya anuncian el concepto de la película con un viaje desde las minas de diamantes hasta los intestinos –literalmente– del protagonista de la historia: no es que Howard sea adicto al juego, sino que lo lleva dentro.
La película es un thriller al uso, con sus dosis de drama y de comedia, que no destaca por su propuesta formal sino por contar la vida de un tipo normal, al que no se empeña en encumbrar, mostrando la humanidad y ambigüedad del personaje.
El final –gustará o parecerá traicionero– evidencia que la vida no es un juego y es tan volátil como una apuesta, en la que a veces se gana y otras se pierde. Diamantes en bruto, un estreno de Netflix, no es más que 135 minutos de divertimento y una oportunidad de asomarse a la calle 47 de la mano de un actor transformado en uno de sus auténticos habitantes.