En El año del diluvio, Jaime Chávarri adapta a la gran pantalla la novela homónima de Eduardo Mendoza. Desarrollado en 1953 en un pueblo catalán, el guión describe el drama de sor Consuelo, la superiora de la comunidad de religiosas que atiende el destartalado hospital del lugar. Activa y simpática, la monja busca financiación para convertir el hospital en un asilo de ancianos. Para ello contacta con el terrateniente del pueblo, Augusto Aixalá, un hombre descreído y mujeriego, que acaba seduciendo a la religiosa. De este modo se despierta también en ella un fuerte sentimiento, que hará peligrar su vocación. Mientras, los maquis, desesperados por la sequía, se acercan al pueblo cada vez más.
A pesar de lo escabroso del tema central, Chávarri se ha mostrado elegante en su tratamiento, ofreciendo una mirada amable sobre la Iglesia. Sin embargo, el personaje de la monja, y con él toda la película, está lastrado de un defecto esencial: los guionistas desconocen lo que es una experiencia de fe verdadera, y la naturaleza de una vocación. Por eso, la forma en que sor Consuelo afronta su debilidad y su vida posterior es ajena a lo que cualquier mujer de fe habría hecho, y sucumbe a un escepticismo inmanentista muy poco creíble.
La película está realizada con esmero, pero no acierta con el tono, y brinda situaciones que rozan el surrealismo. Se aprecian las buenas intenciones, y el oficio de Chávarri y los actores; pero no cuentan con la óptica adecuada para afrontar una historia de esta naturaleza. De hecho, secuencias tan decisivas como el parto durante el diluvio carecen de la tensión dramática que deberían tener. También resulta molesto el constante doblaje de Fanny Ardant, bien declamado por Mercedes Sampietro, pero a menudo demasiado evidente y distanciador.
Juan Orellana