Lorenzo’s Oil se suma a la larga lista de películas recientes basadas en casos reales de personas que luchan contra enfermedades terribles. El éxito de esta nueva entrega confirma que al público le gustan estas historias, en las que abundan los valores humanos.
El guión de Nick Enright y del propio director -que han conseguido la candidatura al Oscar- se basa en la historia de Lorenzo Odone (Zack O’Malley), un niño norteamericano de cinco años al que diagnosticaron en 1984 una enfermedad genética, incurable y degenerativa, conocida con las siglas ALD. Era una dolencia casi desconocida, sin tratamiento eficaz, que solía acabar con la vida de los enfermos a los dos años de los primeros síntomas. Hasta su muerte, los afectados sufrían ataques nerviosos, parálisis progresiva, ceguera, sordera, mudez, coma…
A pesar de estas sombrías expectativas, los padres de Lorenzo, Augusto (Nick Nolte) y Michaela (Susan Sarandon), iniciaron una lucha denodada contra el reloj, la prudencia científica de los médicos y la apatía de otros padres en la misma situación. Gracias a sus esfuerzos, se descubriría al poco tiempo una primera medicina, no definitiva pero válida, conocida desde entonces con el nombre de Lorenzo’s Oil.
Como suele pasar en los films de este tipo, gran parte del guión se dedica a explicar la enfermedad. Esto hace que tenga una gran carga didáctica y científica, lo que inicialmente supone un lastre para el desarrollo narrativo. Consciente de ello, el australiano George Miller -que además de director de cine es médico- ha recurrido a una puesta en escena muy espectacular, propia del género de acción, en el que se dio a conocer con la serie Mad Max.
Así, la película es una sucesión de difíciles tomas subjetivas y ágiles movimientos de cámara, magníficamente subrayados por una fotografía preciosa de John Seale, unos efectos de sonido sobrecogedores y una vibrante banda sonora, en la que abundan temas clásicos instrumentales y polifónicos. Esta resolución estética resulta a veces efectista; pero no enturbia la claridad narrativa, ayuda a mantener la atención en las secuencias de transición y, sobre todo, resalta los pasajes más dramáticos.
La otra gran baza de la película son sus actores. Miller se ha dado cuenta de que sin unos buenos intérpretes la carga emotiva de la historia podría írsele de las manos. Y ha recurrido a dos excelentes actores para encarnar a los padres del niño, que son los auténticos protagonistas. Tanto Nick Nolte como Susan Sarandon están magistrales. Susan Sarandon opta al Oscar a la mejor actriz principal por tercera vez.
Capítulo aparte merece el tratamiento de fondo que Miller ha dado a la historia. Toda la película es un canto conmovedor al amor de los padres hacia su hijo enfermo. Luchando contra sí mismos y contra la deshumanización de quienes consideran inútil la vida de su hijo, los padres de Lorenzo deciden jugarse su status social y hasta su propia salud por salvarlo. Hay también un análisis certero de las grandezas y miserias de la profesión médica. Pero, sobre todo, el film se centra en la inaudita ansia de vivir del niño -mostrada a veces con un verismo espeluznante- y en la generosa lucha de los padres por estar a su altura.
En este punto reside el principal atractivo del film. Porque esa gente que lleva a cabo acciones verdaderamente heroicas son seres normales, con los mismos defectos y dudas que cualquiera, pero también con esa irresistible fuerza interior que lleva a acometer grandes empresas. Es tal la convicción que muestra la película que hasta consigue que las reacciones emotivas que suscita se compenetren con la lucidez intelectual y moral de sus protagonistas, aliviando así el tono altamente sentimental de algunas secuencias.
Hay un elemento secundario que da todavía más entidad a todo el conjunto: el retrato que se hace de la religiosidad católica de los protagonistas. A pesar de que se dice que la mujer deja de practicar su fe a raíz de la enfermedad de su hijo, la película está llena de leves referencias religiosas que parecen querer resaltar algunas de las motivaciones hondas de los padres. Resulta especialmente simbólica la secuencia final, que muestra La gloria de San Ignacio, el impresionante fresco del Padre Andrea del Pozzo. Hacía tiempo que una película norteamericana no mostraba de un modo tan sutil y respetuoso las convicciones religiosas de sus personajes.