Decía el beato John Henry Newman que, “para los cristianos, hay poesía en todas las cosas”, precisamente porque en ellas saben descubrir los rostros amables de Dios Padre, de su hijo Jesucristo y del Espíritu Santo. Parece como si Terrence Malick (Malas tierras, Días del cielo, La delgada línea roja, El nuevo mundo) hubiera adoptado esa frase como lema de su quinto largometraje, El árbol de la vida, con el que ha ganado, por el momento, la Palma de Oro en Cannes 2011 y el Premio 2011 de la Crítica Internacional (Fipresci). En este filme con fuerte acento autobiográfico, el introvertido y poco prolífico cineasta texano de origen sirio-libanés (nacido en 1943, formado en Harvard y Oxford, periodista y profesor universitario) exprime casi todas las posibilidades narrativas, poéticas, discursivas e incluso místicas del cine como lenguaje, hasta lograr una impresionante plegaria fílmica a Dios, absolutamente inclasificable e inolvidable.
De este modo, Malick se emparenta definitivamente con los grandes buscadores de la historia del cine, como Tarkovski, Dreyer, Bergman, Bresson, Kurosawa, Wenders, Kieslovski… aunque con un formato híbrido, realista y onírico a la vez, que recuerda al que empleó Stanley Kubrick en 2001, una odisea del espacio. De hecho, este filme es homenajeado por la antológica banda sonora de Alexandre Desplat, que se completa con piezas de Bach, Brahms, Mozart, Mahler, Schumman, Smetana, Respighi, Gorecki, Berlioz… Muchas de ellas, seleccionadas por el propio Malick, y todas encajadas con maestría en la vigorosa progresión dramática de la trama.
Entre la naturaleza y la gracia
Encabeza la película la cita bíblica completa del libro de Job, 38, 4-7: “¿Dónde estabas cuando Yo cimentaba la tierra? / Explícamelo, si tanto sabes. / ¿Quién fijó sus dimensiones, si lo sabes, / o quién extendió sobre ella el cordel? / ¿Sobre qué se apoyan sus pilares? / ¿Quién asentó su piedra angular, / cuando cantaban a una las estrellas matutinas, / y aclamaban todos los ángeles de Dios?”. A continuación, diversas voces masculinas recitan en off: “Madre… padre… hermano…”. Y culmina esta especie de introito una voz femenina que sienta las dos coordenadas del filme: “Hay dos caminos que puedes seguir en la vida: el de la naturaleza y el de la gracia”, mal traducido al español como “el de lo divino”. La misma voz advierte que “debes elegir cuál vas a seguir”. Y explica que el camino de la gracia no teme desagradar ni huye de los sacrificios, mientras que el camino de la naturaleza tiende a la autocomplacencia y a la autoafirmación sobre los demás. Afortunadamente, se nos ha dado la posibilidad de retornar en cualquier momento, incluso en el último, al camino de la gracia.
A esos dilemas, subrayados por el rotundo desafío del sufrimiento, se enfrenta en los años 60-70 del siglo pasado una mujer católica practicante de Waco (Texas), la Sra. O’Brien (Jessica Chastain). Y clama a Dios con desgarradora sinceridad, pues se siente incapaz de sortear la desesperación ante la muerte del pequeño de sus tres hijos. “Ahora está en manos de Dios”, la consuela su esposo, el también católico Sr. O’Brien (Brad Pitt). “¿Pero no ha estado siempre en sus manos?”, le responde ella con pasmosa lucidez.
Una angustia similar a la de la Sra. O’Brien atenaza ya en nuestros días a su hijo mayor, Jack (Sean Penn), un insatisfecho ejecutivo de éxito, que se siente vacío, y ansía reencontrarse con sus raíces y con Dios. Para ello, rememora con Él su infancia y adolescencia, iluminadas por las felices correrías con sus hermanos R.L. y Steve, y ensombrecidas por su progresivo alejamiento de su padre, un hombre íntegro, piadoso y cordial, pero voluntarista, que trata a sus hijos con excesivo rigor.
De la creación del mundo
Malick detiene entonces esas dos tramas principales –que después desarrolla hasta el apoteósico desenlace– e ilustra con imágenes la cita inicial del libro de Job y las primeras reclamaciones de sus personajes a la providencia divina. Para ello, despliega durante veinte minutos una fascinante sinfonía visual y sonora, a través de la que imagina la creación del universo por Dios desde el Big Bang hasta la extinción de los dinosaurios, y deteniéndose en el primer acto de compasión de una criatura hacia otra.
Todo el pasaje hipnotiza por fuera, mientras por dentro subraya el desbordante amor de Dios y el carácter singular y trascendente del ser humano, como señor y guardián de la creación por designio divino. Y lo hace con un empleo de la música y las metáforas naturalistas –la tierra, el agua, el fuego, las nubes, las flores…– que recuerda los relatos de la creación de los mundos paralelos imaginados por J.R.R. Tolkien en El Silmarillion o por C.S. Lewis en El sobrino del mago.
Una obra maestra
Malick articula formalmente esos temas existenciales y religiosos a través de un guión fragmentado y sincopado, con muy pocos diálogos estrictos y abundantes silencios y pensamientos en off, dirigidos a la propia conciencia y a Dios. Y expresa unos y otros con una belleza literaria y hondura moral que logra conmover. En este sentido, hay que aplaudir las excelentes interpretaciones, más presenciales y gestuales que verbales. Brad Pitt y Sean Penn están impecables; pero destacan especialmente el niño debutante Hunter McCracken (Jack preadolescente) y la californiana Jessica Chastain, que demuestra por qué se ha convertido en la actriz de moda tras protagonizar esta película, el notable thriller de espías La deuda y la magnífica tragicomedia Criadas y señoras.
Por su parte, la cámara de Malick –con la cautivadora fotografía de Emmanuel Lubezki– vuela de un sitio a otro, logrando implicar progresivamente al espectador en su audaz propuesta, desde los grandes planos abstractos de la creación del universo hasta primerísimos planos de detalle, como el que sirve de cartel a la película. Y hasta de momentos aparentemente prosaicos y cotidianos arranca emoción y profundidad gracias a una planificación muy esmerada, que saca partido dramático a todos los elementos del encuadre.
Mirada católica
Queda así un conmovedor canto a la vida y una verdadera obra maestra, tanto en su utilización de los recursos fílmicos como en su valiente inmersión en la naturaleza trascendente pero herida del ser humano. Una inmersión para nada New Age y profundamente cristiana –y, en concreto, católica–, que afronta algunos de los perfiles más nucleares y complejos del ser humano, como la paternidad y la filiación, la gracia y el pecado, la fe y la voluntad, el sentido purificador del sufrimiento, el poder redentor del amor… y, finalmente, el arrepentimiento y el perdón como manifestaciones supremas de la libertad humana y de la providencia divina.
En cierta manera, el gran protagonista de esta película es Dios. Como decía la actriz francesa Arielle Dombasle, “Dios es el argumento más fascinante”. Y uno de los menos tratados por el cine, se podría añadir. Esta película lo trata, y de qué manera.