El joven protagonista de esta película acaba de perder a su madre en un incendio. Su tío le acoge en su casa, donde una misteriosa garza parlante le mostrará los misterios de una torre abandonada.
Parece que no está siendo fácil suceder a Hayao Miyazaki al frente de los estudios Ghibli. Si hace diez años el cineasta nipón se despedía del cine con la magistral El viento se levanta, el pasado mes de septiembre presentaba en el Festival de San Sebastián su última película, coincidiendo con la entrega del Premio Donostia a toda su trayectoria. El chico y la garza tiene algunos de los temas predilectos del maestro japonés, como el dolor del duelo o la pedagogía de una Naturaleza que sorprende a la vez que enseña a crecer a los personajes.
La historia de este muchacho, tomada de la novela de Genzaburô Yoshino, es un viaje a un peculiar multiverso en el que se mezcla la ficción con la realidad, y el pasado con el presente y el futuro. Evidentemente, la creatividad de Miyazaki desborda en cada escena, empezando por ese incendio que diluye las siluetas de los personajes difuminados en la pérdida hasta llegar a esa torre inacabable conquistada por criaturas que cambian de textura y color a la vez que muestran sus matices luminosos y tenebrosos. Pero esa saturación estilística acaba afectando a un guion en el que hay una acumulación excesiva de metáforas y giros que dificultan la empatía con los personajes.
Aun así, el viaje dramático tiene tramos excepcionales en los que Miyazaki, a sus 82 años, muestra una confianza en las nuevas generaciones que resulta admirable. Un testamento cinematográfico en el que el cineasta otorga al protagonista la audacia y fortaleza que parece querer transmitir a los espectadores más jóvenes y algo desesperanzados con el conflictivo mundo actual.