Hace casi noventa años F. Scott Fitzgerald escribió un fantasioso cuento en el que, en apenas 16 páginas de revista, narraba la vida de Benjamin Button, un hombre que, con el paso del tiempo, en vez de envejecer, rejuvenecía. Fitzgerald tomó la idea del cuento de una cita de Mark Twain: la vida sería infinitamente más alegre si pudiéramos nacer con 80 años y nos acercáramos gradualmente a los 18.
Este sugerente argumento llevaba décadas dando vueltas reescrito en diferentes guiones para el cine. El que finalmente se ha llevado a la pantalla lo firma Eric Roth, el veterano autor de los libretos de Forrest Gump, El dilema o El buen pastor, y lo dirige David Fincher. Detrás de la película hay dos grandes estudios -Warner y Paramount- que se han repartido los gastos (más de 250 millones de dólares, según algunas fuentes).
El cuento de Fitzgerald es poco más que un divertimento, un capricho y, al mismo tiempo, una pequeña joya en su concisión y su irónica mirada sobre la vida y la muerte. No era sencillo trasladarlo a la pantalla, y no solo por las dificultades técnicas (que con un saco de dólares se han solucionado estupendamente), sino porque, entre otras cosas, el espectador tiene pocas dudas de cómo evoluciona la historia y, sin embargo, se le hace esperar dos horas y media para el desenlace. La película arranca bien, la primera hora es magnífica, todo funciona como un reloj suizo… El problema es que, a partir de ese momento, la cinta se hace reiterativa, el argumento se aculebrona, empieza a pesar la voz en off, el ingenio de la anécdota se diluye y solo queda el incentivo de ver rejuvenecer a Brad Pitt.
La película aspira a 13 Oscars. Parece una cifra excesiva para una cinta muy bien realizada, convincentemente interpretada, atractiva en su planteamiento, con un puñado de certeras reflexiones sobre el paso del tiempo y lo efímero de la vida, pero extremadamente reiterativa y larga. Es decir, con un serio problema de montaje.