Es esta una de esas películas en las que se hace un flaco favor al potencial espectador si se desvela su argumento más de la cuenta. Pues uno de los mayores goces que proporciona es la capacidad de sorprender. Digamos, someramente, que Malcolm Crowe es un prestigioso psicólogo infantil. Una noche, cuando está en casa con su esposa, recibe la visita de un antiguo paciente, ya adulto, totalmente trastornado. El hombre dispara a Malcolm y posteriormente se suicida. Un año después, el psicólogo no ha logrado superar los hechos. Se ha producido un distanciamiento de su mujer, y su pericia con los niños no parece dar resultados con el pequeño Cole. Este inteligente crío de ocho años tiene un extraño comportamiento, y vive en un permanente estado de miedo. Cuanto más intenta ayudar a Cole, más parecidos encuentra Malcolm entre los síntomas del niño y los de su antiguo paciente.
M. Night Shyamalan, guionista y director del film, es un tipo al que conviene no perder de vista. De hecho, su anterior película, Los primeros amigos, que pasó algo inadvertida, ya revelaba algunos temas presentes en El sexto sentido: el mundo de la infancia, el sentido de la vida y de la muerte, la fuerza de la fe y del amor. Aquí se añade, además, la atmósfera de thriller inquietante, perfectamente lograda. Shyamalan sabe crear suspense mediante una planificación y un montaje impecables, y con la sugestiva partitura de James Newton Howard, que casa con las imágenes a la perfección.
Uno de los grandes atractivos del film son sus dos personajes principales. Bruce Willis acierta en su composición del psicólogo; sabe transmitir la angustia y ternura que caracterizan a su personaje. Le da réplica Haley Joel Osment, el niño, que dota de una asombrosa riqueza de matices al asustado Cole: igual se muestra como chaval, jugando con sus muñecos, representando una obra de teatro… que dominado por el pánico. Y esto no es todo. Hay química entre Willis y Osment: la escena en que ambos deciden ser sinceros el uno con el otro, revelando el motivo de sus miedos, se convierte en un fascinante quid pro quo de eficacia conmovedora, que nada tiene que envidiar al célebre pasaje de El silencio de los corderos.
Una película de relaciones humanas: entre niño y psicólogo, entre niño y madre, entre psicólogo y esposa, entre esposa y un tipo que empieza a interesarse por ella. Saber hablar, saber escuchar, a todos: a los vivos y a los muertos. Conocer las necesidades de los otros, y satisfacerlas en la medida de las posibilidades de uno. Creer. Resulta increíble que tal puñado de temas sugerentes pueda ir servido en una película de género, que cabalga entre el terror y el suspense. Y, junto a ello, con enorme naturalidad, se muestra la existencia de una vida después de la muerte, la necesidad que todos tenemos de descansar en paz, el refugio que puede ofrecer, a un alma atribulada, la quietud de una iglesia.